Obras
de adoquinado en la calle Ciruela en 1916, fotografía publicada en la revista “Vida
Manchega”
Por el año 1745, cuando, por la gracia
de Dios, reinaba Felipe V, era tan precario el empedrado que bien podía
asegurarse no existía, ni, por de contado, alcantarillas y sumideros. Los
portales, basureros parecían, y, cloacas, las calles, porque, al llover, los
hoyos y rodaduras se llenaban de todo y, en todo tiempo,, de liquidas… y
sólidas pestilentes suciedades humanas que chorreaban a fuerza de lavacias o
eran arrojadas por puertas y balcones. Perduró esta costumbre, muchos años
después, haciendo famoso el grito: “¡Agua va!”, a modo de caritativa
advertencia, al transeúnte, ante el peligro de desagradable rociada.
Caminar, de noche, por las calles
resultaba heroico y comprometido. Sin más luces que las encendidas por la
piedad, ante los profusos retablillos de Cristos y Santos colocados en las
fachadas, había gran peligro de quebrarse un hueso, en el primer bache, o
quedar desvalijado o muerto a cuchilladas, por los afaneos de los criminales,
tanto o más numerosos que los
incontables mendigos. Solo el ciudadano valentón o quien tuviere gran
necesidad, y eso bien armado y con linterna, se aventuraba a salir de casa
después de anochecido. No obstante, en silla de mano, con gran procesión y
aparato de criados con antorchas, algunas señoronas iban a “la tertulia”
preferida. El cuadro, quedará completo si anotamos había poco agua… pero mala.
Otra
imagen de las obra de adoquinado de la calle Ciruela en 1916, entonces la calle
recibía el nombre de Alfonso el Sabio, fotografía
publicada en la revista “Vida Manchega”
Así las cosas, Carlos III, allá por el
1760, con bandos, mal oídos y peor cumplidos, se propuso lograr el colmo,
entonces, del urbanismo: empedrar algunas calles, con cantos mondos y lirondos;
ordenó barrer las calles, los martes y viernes; se pusieron contadas luces, de
aceite, en los esquinazos; mandó, al ciudadano, colocar otras en el balcón de
su domicilio, y fueron obligados los hortelanos, a sacar los desperdicios de la
ciudad al volver de sus ventas hechas en los miserables cajones y bodegones de
puntapiés de la Plaza Mayor.
Todo esto acaecía, en la época de los
primeros Borbones, en la Villa y Corte de las Españas vivero de nobles,
afeminados y extranjerizados de empolvado peluquín y estornudos de rapé;
poblada de frailes y abates , en elevada cifra; de soldados, pícaros, sin
ocupación; de turbas de malhechores y pordioseros; de majas, bravías y manolas
sus descendientes, transigentes con la nobleza y odiadoras de la usía de la
clase media vanidosa, radícula, ignorante y frívola. Era el Madrid
enciclopedista y supersticioso –a dosis pariguales- sucesor del de alumbrados e
iluminados, muy del tipo de las monjitas madrileñas de San Plácido y del
desquiciado joven, paisano nuestro, don Manuel Castro de Antolinez fenecido, a
la postre, en el convento de Pastrana, cargado de años y como ejemplar y santo
varón carmelitano.
Otra
imagen de las obra de adoquinado de la calle Ciruela en 1916, en la fotografía vemos a diputados provinciales, Alcalde y Gobernador Civil junto a los obreros que realizan las obras. Fotografía publicada
en la revista “Vida Manchega”
Figuraos, en consecuencia cómo andarían de
urbanismo en nuestra ciudad, venida a menos al correr de los tiempos. Acá,
también ardían faroles votivos, candiles y velas en retablillos públicos: en la
calle de la Cruz; ante la Inmaculada de los portales –en la actualidad
alumbrada con electricidad-, ante San Antonio protector del Alcaná, -aun existe
una imagen conmemorativa del Santo y del lugar, en un portal de la calle de la
Feria-; ante el Cristo del Muro y de no sé qué hornacina de las tapias del
Compás de Santo Domingo; bajo el camarín de la Patrona; frente a la puerta de
la capilla de la Soledad de San Francisco… pero, no es menos cierto, padecíamos
de iguales males, apuntados para los cortesanos, agravados con el mayor rural
provinciano; con la pobreza, evidente; con la cultura poca; con muchos huertos
y solares, de murallas adentro, oscuros y adecuados depósitos de inmundicias;
con muchos animales domésticos en cada casa y muchos pesados carros de labor,
recorriendo y moliendo las calles con hasta más frecuencia que las leves sillas
de mano y las ligeras calesas, y, no lo olvidemos, el foco constante e infecto,
trágico y secular, de los Terreros…
No vale la pena partirse el magín con
suposiciones cuando, en un buen botón de muestra, noticias, pretéritas, escritas
nos lo manifiestan. De ellas son
aquellas escuetas y gráficas palabras que os copié –y hoy repito- hace meses, al
hablaros del Prado: En el siglo XVIII era “lugar asqueroso e inmundo”. Por si
fuera poco, ahora transcribo, fielmente, otro relato de la época, curioso y
conciso, referente a nuestra Ciudad Real: “Era el piso general de esta ciudad
una formidable hondaliza. Las calles no tenían más empedrado que una vara, en
las aceras, para poder transitar en tiempos de todos. Las corrientes hacían unos
fangos o tarquinas que, cuando apretaban las calores, andando en las calles era
tal su hedor que no se podía sufrir y, por consiguiente, el aire corrompido y
agravado con las miasmas de los Terreros (que han sido un padrastro para enfermedad
de tercianas en esta ciudad), era propio para fomentar una peste, como así se
verificó en varias épocas como en el año 1512 que quedó asolado el barrio de
los Sambenitados, que era su sitio la Cruz Verde, y lo mismo el barrio del
Concejo y el del Pozo Dulce”.
Inundaciones
que se producían en la Plaza del Pilar a comienzos del pasado siglo XX
En la segunda mitad del siglo XVIII, “y
para evitar males, dio la ciudad, providencia de hacer un empiedro general
levantando el piso de las calles, dándole la corriente necesaria para la salida
de las aguas por el acueducto que se hizo en la Celada, por cuya razón,
teniendo las minas limpias, está la ciudad preservada de inundaciones. Para el
declive de las calles, se levantó el piso una vara y media, en unas; en otras
una vara, y así sucesivamente, media vara. Se acabaron de reempedrar, en
tiempos del Conde de Benagiar que fue, por el 1764, Corregidor Intendente, y,
después, en tiempos del Intendente Piña”.
A pesar de la intervención de Benagiar
en estas importantes reformas, no es, del todo, agradable su recuerdo para
nosotros, pues él tuvo la infeliz idea, y la realizó, de cegar el pozo de don
Gil… ¡para facilitar el paso de su coche!
La providencia posiblemente no fue tan
general como nos relatan y se limitaría al empiedro de aceras y calzadas de las
calles céntricas. Ciertamente, se saneó la ciudad, evitando hondalizas y
fangos, y las pestes se mitigaron, un tanto, sin llegar a desaparecer, pues los
Terreros quedaron intactos y no se cegaron hasta fecha bien reciente. No hubo,
en efecto, tanta fortuna para evitar las callejeras inundaciones momentáneas y
siguieron produciéndose hasta nuestros días, durante las lluvias tormentosas,
y, ello, por deficiente declive dado a
las calles, o por insuficiencia del tragarse del acueducto, o por no limpiar
las ruinas adecuadamente, o, tal vez, por todas causas reunidas.
La
calle Alarcos inundada en las lluvias producidas en Ciudad Real en 1950
¿Quién no recuerda ver anegados el Pilar
y las vías próximas, y convertirse en caudalosos ríos las calles afluentes a “las
esquinas de la calle de la Feria” haciendo preciso la utilización de escaleras
de albañil, atravesadas sobre la corriente, para pasar de una acera a acera?
¡Cómo, tumultuosa, corría el agua por el callejón del Gran Casino para, con
otras que por doquier llegaban, remansarse, en extenso lago, en el cruce de las
calles de los Reyes y Postas! La de Toledo, por la plaza de la Misericordia, e
incluso esta, también, ampliamente, se
encharcaba y enlodaba…
¡Y aún hoy, y aún hoy! puede me
repliquéis.
A pesar de todo, justo es reconocer el
gran impulso urbanístico que suponen aquellas obras.
Muy nuevo era el siglo presente y el
agua de los patios y corrales y las sucias de jabón, de las casas sin silo,
salían al albañal por gateras y regueras.
¡Y aún hoy, y aún hoy, en algunas calles
secundarias! puede que me repliquéis.
El empedrado actual de algunos sitios,
duro y puntiagudo, con su faz arrugada por baches profundos hechos por el
tráfico carrero, bien pudiera ser el de las épocas de Benagiar y Piña, ¡cuándo “la
providencia de la ciudad”! Salvo, claro es, los remedios puestos, al correr los
años en los lugares más deteriorados, y,
¡cuidado! En ciertas calles, de tipismo insustituible e irrenunciable,
no debe cambiarse la pavimentación, aunque si arreglarse.
Las incidencias y los saneamientos y los
cambios y mejoras posteriores; lo efectuado; lo preciso; lo no necesario; el
cenagal; hasta ayer de la Celada: lo bien hecho y lo mal parecido, ya es
conocido de sobra para tener la osadía de referíroslo, yo, ahora. Sería
descubrir el Mediterráneo.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, jueves 4 de mayo de 1950, página 3.
Obras
de urbanización de la calle Ramón y Cajal en los años sesenta del pasado siglo
XX
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