Hace ya muchos años se decía en Ciudad
Real, cuando alguien andaba despistado o un tanto “desnortado” –como se dice en
el sur-: “Estás peor que la esquina de San Pedro”. Otras veces se recurría a su
reloj, que pocas veces se recurría a su reloj, que pocas veces funcionó bien: “Estás
peor que el reloj de San Pedro”. Con lo cual se quería poner de manifiesto que
ambos, el reloj o la esquina y la persona en cuestión, no andaban muy bien en
lo que se refiere al caletre.
Era la forma que el pueblo tenía, y
tiene, de satirizar alguna deficiencia. Es la manera de manifestar, sin sacar
fuera de casa los trapos sucios, que algo en su ciudad no marcha. En
definitiva, una manera cariñosa aunque un tanto caricaturesca de evidenciar algo
que al pueblo le va doliendo.
Ya dije en otras ocasiones cómo el
pueblo transforma el lenguaje, y con sus denominaciones vulgares a calles o
plazas cambia éstas, pero siempre en virtud de una base real y, por supuesto,
siguiendo la regla general de la evolución del idioma: “la ley del mínimo
esfuerzo”. Pero siempre se da un rasgo de creatividad, aparte, claro, el matiz
afectivo.
La iglesia de San Pedro, una de nuestras
escasas joyas arquitectónicas religiosas,
no podía ser menos. Porque en el fondo de la expresión irónica o de la
crítica solapada, el ciudarrealeño siente el orgullo natural de tener en su
ciudad un monumento tan importante. Debe de ser, según Ramírez de Arellano, una
construcción del último tercio del siglo XIV, aunque tiene partes, como las
tres portadas y alguna de los muros exteriores, del primer tercio del XV. San
Pedro posee verdadera personalidad. Su aspecto severo y hermoso conjunto
producen grata impresión de honda monumentalidad y antigüedad. El ánimo se
serena en su contemplación.
Y su interior aumenta esta sensación,
con sus recios pilares rodeados de ocho medias columnas adosadas con capiteles
varios y elaborados con gracia.
Pero no es cuestión de describirla, pues
la tenemos tan a mano, que lo mejor es entrar en ella cualquier atardecer,
cuando las dos luces se juntan en el cielo y dejar hablar al silencio de sus
naves.
Rodeada casi en su totalidad, queda
prácticamente aislada como un islote de piedra apenas en el centro de la ciudad,
que desde la torre se contempla con cierto regocijo espiritual. La torre,
sencilla y bien proporcionada, se agrupa bien con toda la construcción. Ahora
recuerdo, hace ya muchos años, ¡tantos…!
Cierta noche, un grupo de amigos, provistos de linterna, subimos al último
cuerpo de campanas, adonde el reloj famoso lucía su error y su falta de
puntualidad. Ciudad Real a nuestros pies, fastasmal y callada, y nosotros,
aprendices de hombres, jugando a descubrir imágenes que sólo existían en
nuestras mentes y entre la oscuridad de las bóvedas, que pisábamos con
precaución y miedo. A pesar de la
oscuridad de la noche, se adivinaban los patios de las casas vecinas, las
calles y plazas, los más ocultos rincones.
La torre nos ofrecía tan sugestivo
panorama, tan agradable perspectiva que nacía en nosotros un hermoso
sentimiento de libertad, que es el que dicen que buscan quienes suben a las
cimas de las montañas. Ahora lo veo todo vívidamente como recuerdo a Ángel,
Mateo, Puebla… que me acompañaban esa noche y que, ahora, rescato como el humo
dormido de Gabriel Miró.
Hay que ver de qué manera, desde una
frase, desde casi una burla, la imaginación nos transporta hasta la amistad,
hasta estas piedras llenas de historia y de paz. Lo que acontece es que el
habitual ciudadano pasa junto a sus muros, frente a sus puertas y la costumbre
le hace perder asombro, pero la iglesia de san Pedro, es un orgullo y casi,
casi un lujo para Ciudad Real.
Un lugar idóneo para conjugar música y
arquitectura, poesía e historia, paz y religiosidad, belleza en suma de la que
estamos tan faltos, muchas veces, por las prisas, por el ajetreo cotidiano, por
la rápida evolución de las costumbres. Y no deja de ser una pena ignorar una
obra de quinientos años, en cuyas naves flotan tantos suspiros, anhelos,
oraciones, vida de hombres y mujeres que ya fueron.
Francisco Mena Cantero. Diario Lanza, 5 de enero de
1989
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