El año pasado, al cabo de veinte justos,
volví a ver en Ciudad Real los místicos días de la Pasión. Quería conocer la
nueva Semana Santa de mi pueblo y llegaba cargado de recuerdos, de esperanzas y
de cierta predisposición en contra. Sí, vi crearse lucir y morir, la vieja;
guardaba la nitidez y precisión de lo halagüeño ido, y presumía no podía ser
igualado por el presente. Creía exagerada tanta ponderación.
En aquellos ocho días santos trillé,
como nunca, las calles de Ciudad Real. Ansiaba prodigarme y verlo todo. Elegí
de antemano, mis lugares de observación y, solo, con los sentidos muy agudos,
con el pecho henchido, con el ánimo propicio a cualquier impresión, saboreé con
hartura, con fruición. Abril, vistiendo sus prodigios desde el comienzo, no
tuvo poca culpa de dar al traste con la fortaleza de mi recelo. Por otro lado,
cada desfile era acicate-creciente.
Con el ayer y con el hoy, trencé, a mis
anchas, mi tela de impresiones. No faltan, en ella, hebrillas desvaídas, pero
son más, os lo aseguro, los hilos coloridos y brillantes.
¡Cómo torturaba mi espíritu la pérdida,
para siempre, de aquellas imágenes señeras insustituibles! ¡Ya no veremos,
nunca, salir de San Pedro al Jesús, cetrino, aquel, agobiado por la cruz,
mirando al frente con dolor de varón fuerte y majestad de Dios consolador!...
¿Por qué la perchelera cofradía de los
Dolores suprimió en sus túnicas el motivo rojo, tradicional de su Parroquia?
¿Por qué los hermanos del Silencio y de la Soledad, no muestran el severo
morado del “tacilla” San Pedro? Patente en cada cofradía el color parroquial
---el púrpura, solemne y amoroso, del día de la institución de la Eucarística,
en Santiago; el morado, atribulado, de la Pasión, en San Pedro; el negro del
entierro de Dios, en Santa María--- daban nota llamativa y de prestancia, a
nuestras procesiones. Nosotros no nos damos cuenta, pero era muy elogiado y
apreciado por los extraños. ¡Sería tan sencilla la restauración de este detalle
original y destacado!
Gran hermosura, singular, tienen las
bengalas, tan profusas por fortuna, y, otra belleza, el arte y la riqueza
policroma de los estandartes y guiones, y el orden y elegancia de los cofrades.
¡Qué impresionantes son nuestras
pasionarias y cuánto carácter tienen, pasando entre penumbras y, en lo lejano,
el “paso” entre bengalas y velas! En algunas calles, y en todas para ciertas
cofradías, sin más luz que las rojas de artificio cerca de la imagen, y la de
las velas del “paso” y de los hermanos, y la bobota Luna, en lo alto, como
testigo, ¡cuán deliciosos e inolvidables serían los desfiles! Hay un
estandarte, el de la Santa Espina, que
así, con su modestia, merece los honores de un “paso” glorioso y sentimental,
por ser lo único que nos resta de una Hermandad fastuosa y rica, en siglos
pretéritos, y lucida, ayer. A vosotros, los de “Longinos” y los de “La
Dolorosa” de Santiago, os está reservado ---entre vosotros desfilaba la Santa
Espina--- hacer imperecedera la memoria de esa legendaria Santa Reliquia.
En Andalucía los Cristos, barrocos y
sangrantes, sobrecogen y las Vírgenes dolorosas, monótonamente bellas,
asomando, apenas, sus alhajados bustos y sus manos crispadas entre montañas de
cera, de flores blancas y de platas, bruñidas, de carrozas y candelería;
cubiertas de inmensos mantos abigarrados y coronas atrevidas, atraen, abruman y
entusiasman, primero, y empalagan, a poco, por ello es un descanso de suavidad
y armonía, añorar aquella Virgen de los Dolores de la Catedral de seria y
elogiable austeridad castellana, manchega, con su atavío un tanto mongil,
incomparable. ¡Era tan Madre, tan nuestra, pasando por la plaza Mayor,
punzantes, del Hijo regados con sus lágrimas chispeantes a la pálida luz de
seis únicas velas,… y, sobre su cabeza,
una aureola de rubíes que formara Cristo, en las horas magníficamente del Calvario, con sangre viva
de sus heridas!
Destacada, famosa, será nuestra Semana
Santa si, por nuestra llanura seca, donde el dolor es serenidad limpia, sin
retorcimientos ni arabescos moriscos, va la Señora traspasada, serena, humilde,
para mirarla Madre, no novia; para rendidos, dejarte, al pasar, en su blanco
delantal, el polvo del camino y el sudor de la arada; para, cegados por soles
implacables, sin estorbos serenar los ojos de modo recto, lacerante, bueno, en
su faz dolorosa y amable.
Destacada y famosa será la Semana Santa
nuestra ---motivos sobrados hay para ello y obligación de cuidarlos y
exaltarlos tenemos--- sí, en nuestro terruño, los Cristos llevan los brazos
bien abiertos -¡como aquel de la Piedad!- para abrazar, de largo a largo, la
grandeza infinita de nuestro horizonte, y los pies, clavados, hincados muy
firmes, verticales, enraízan mejor, aquí, entre rocas peladas y tierra trigal,
entre tomillos, retamas y aliagas. ¡Cristos severos con cruces de tierra y cal!
Así, aquí.
Allá, píntese en el Betis, Vírgenes,
mocitas, con dolor de niña, entre azahares profusos y velas en masa, y Cristos,
gitanos, oliendo a lirio y clavel, que así lo piden la ciudad, el ambiente y la
psicología, y no olvidemos que “cuando una manifestación del espíritu lleva
apelativo geográfico” (Semana Santa de Sevilla, Semana Santa de Ciudad Real),
“dasé a entender una relación necesaria entre la obra y el ambiente físico en
donde se produjo; más aún: una dependencia, a modo de reflejo fiel, de la obra
respecto al ambiente”.
Si tenemos personalidad propia ---como
es evidente e indiscutible-, ¿á qué buscar, extemporáneamente, remedios y
competencias con extraños ambientes que no podemos soportar, ni, mucho menos,
superar y, a lo peor, condenan al fracaso un grande, valioso y meritorio
esfuerzo?
Somos Castilla. Vivimos Castilla, sin
desvirtuarla, que bien merece la pena.
Y, ahora, como remate… Pero no te
cansaría… Mejor será dejar para otra ocasión, si llegara, mostrarte algunas estampas
arrancadas, al azar, de mi cuaderno compuesto el año pasado. Te adelanto son
pobres –son mías- pero tú no olvides son entrañables y cómo, de lejos y de
cerca, pienso y me deleito con la Mancha, tuya y mía. Ello me asegura, siempre,
tu indulgencia, paisano bueno, y con ello basta, y en ello fío.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, martes 21 de marzo de 1950, páginas 2 y 4.
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