La
calle Camarín, con la catedral al fondo. A la izquierda, en primer término, la
casa que fue, durante algún tiempo, residencia de la familia Miró
Habían dado las tres de la tarde en el
reloj de la catedral. Todavía me zumbaba en los oídos el estrépito de las
campanas. Las calles estaban casi desiertas; una lluvia débil mojaba las losas
y refrescaba los jardines. Yo me hundía, satisfecho, en el silencio de la
ciudad, aspirando un aire húmedo, agradable, con perfume de tierra recién
mojada. Aquel día había yo recibido algunos sofiones desagradables en la
capital y trataba de quitarme el reciente amargor, alejándome por las calles
solitarias y escondidas, apenas transitadas en la hora de la tertulia cafeteril
o del reposo hogareño. Además, desde que Alcaide había alzado su voz, en estas
mismas páginas, hace dos años pidiendo el nombre de una calle de Ciudad Real
para Gabriel Miró, tenía yo un incontenible deseo de visitar estos mismos
rincones urbanos de la capital manchega para evocar allí la presencia, ya
lejana, del llorado escritor levantino.
Por eso, cuando después de cruzar
callejones y plazuelas, vine al cabo a internarme en la calle del Camarín, una
sensación de alivio y una ráfaga de tristeza invadieron, simultáneamente, mi
cuerpo. Sí; estaba en la misma callejuela donde “Sigüenza” había aprendido a
amar el aire de la Mancha. Al final de la calle, la catedral levantaba su
enorme mole de piedra. A nuestra izquierda, el caserón de la Jefatura de Obras
Públicas parecía azotado por el aletazo de la ausencia mironiana. El patio
estaba silencioso: una acacia vieja, en su centro, cabeceaba resignándose de su
soledad. Desde aquí nuestros ojos aprisionaban un pedazo de cielo azul,
purísimo, luminoso, que parecía acariciar los bordes del tejado. Era el mismo
cielo en el que tantas mañanas la mirada adolescente de Gabriel Miró, herida de
mediterráneas ensoñaciones, había recostado su nostalgia, complacido por su
semejanza con el cielo levantino. Desde el alero, los gorriones se lanzaban,
alborotados, a escarbar bajo los dondiegos del arriate o a picotear las migajas
esparcidas por el suelo. Ellos habían acompañado a “Sigüenza” en sus
meditaciones; ellos le habían visto muchas veces alzar la frente, entornar los
ojos y suspirar hondo, como si el corazón quisiera escaparse y subir hasta la
nubecilla tenue que surcaba el azul para con ella volar, volar siempre hacia
levante.
Pocos años vivió Miró en Ciudad Real. Su
impresión del pueblo era grata. Así nos lo refiere en los capítulos de Niño y
grande: “Por la mañana corrí el pueblo; vi que era grande y de día también
silencioso. Las calles, largas, empedradas rudamente, tenían soledad y aire del
campo; las formaban dos, cuatro casas viejas y encaladas, siempre alguna con
escudo de piedra verdosa en el dintel; y luego todo eran ya tapias de corrales,
donde se recogían los mozos y mulas de labranza, que llegaban, al acabar la
tarde, arrastrando el arado con mucho estruendo. Los gorriones saltaban y
picaban descuidados como en senderos desiertos. Era lugar de hidalgos y
labradores. En la cercanía estaba el campo, fresco, verde, de huertas y alamedas;
después seguía un majuelo y la rojiza inmensidad de las sembradas hazas bajo un
azul raso, oscurecido de tiempo en tiempo por el reposado volar de las grajas…”.
En estas calles frías y apartadas,
cubiertas por la sombra de la catedral, dejóse Miró un pedazo de su
adolescencia. A cambio de eso, se llevaba en su alma la silenciosa quietud de
estos rincones tan acogedores, tan íntimos ya para el que más tarde había de
recordarlos siempre con lágrimas en los ojos. Y hasta a punto estuvo nuestro escritor
de perder aquí la vida en un lance fortuito que, por suerte, no tuvo tan
fatales consecuencias. Una noche volvía “Sigüenza” a su casa después de un
prolongado paseo por la población. ¿Había estado por la Ronda? ¿Se había
perdido, como tantas otras veces, por las calles mal empedradas de la Morería?
No lo sabemos con certeza. El caso es que, cuando tornaba envuelto en su capa,
con el sombrero calado casi hasta los ojos, para protegerse del frío de la
estación, y con aquel porte que más bien delataba a un hombre formado que a un
chiquillo de quince años, al llegar a la esquina de la calle del Prado con la
del Camarín, se vio sorprendido por un hombre que, saliendo de la oscuridad, se
abalanzó sobre él, dando con su cuerpo en el suelo. Llevaba el asaltante un
puñal en la mano y de no haberse descubierto a tiempo el rostro de Gabriel lo
hubiese hundido fatalmente en su pecho. Pero cuando comprobó que no era aquella
su víctima, escapó apresuradamente, dejando al mozalbete con la natural
perplejidad. Dios había estado con él aquella noche. De no ser así, Las cerezas
del cementerio no hubieran madurado nunca…
¿Veremos algún día el nombre de Gabriel
Miró sobre una losa de mármol en la que hoy es calle del Camarín? Tal vez sí;
acaso no… Seguimos hoy, como hace dos años, con el rostro suplicante y la mano
tendida, pidiendo para “Sigüenza” la sola limosna de este recuerdo.
¿Verdad?, Alcaide, que de todas formas,
aunque los demás no lo hicieran, al menos para ti y para mí ésta será siempre
la calle de Gabriel Miró? Cuantas veces, ocasionalmente, hayamos de
atravesarla, evocaremos, silenciosos, la presencia, ya lejana, de “Sigüenza”. Y
diremos con un dejo, mezcla de amargura y emoción:
-Por aquí anduvo nuestro nuevo arcángel
entreteniendo las inquietudes de sus quince años mozos. Por aquí ganó la
amistad de los gorriones con miguicas de pan… Y cada día, al poner el sol su
caricia de mieles sobre las tapias lugareñas, sus ojos azules se perdieron en
pos de la nubecilla, como queriendo volar con ella hacia su mar lejano y
añorado.
Jorge
Luis de Montesinos. Revista “Albores de Espíritu”, Año IV, núm. 31, Tomelloso,
mayo de 1949
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