Tenía la seguridad de que en el archivo
del Instituto quedaría algún recuerdo de la breve estancia de Gabriel Miró, en
nuestra ciudad, pero como con motivo del traslado al nuevo edificio había
bastante desorden en el mismo; varias veces fracasé en mi labor de rebusca. Sin
embargo, una mañana, ya terminado el curso, entré en el archivo dispuesto a
salir con el expediente académico del escritor alicantino, y cuando nos
proponemos algo con verdadero interés, es casi seguro que se logra. A fuerza de
revolver papeles, algunos de los cuales la humedad y el tiempo, casi cien años,
habían transformado en algo frágil que se quebraba al tocarlo, di con el
paquete de legajos correspondientes al curso 1893-94, y en él, el número
sesenta y nueve, era la hoja de estudios del alumno don Gabriel Miró Ferrer,
natural de Alicante, de catorce años de edad, que verificó el examen de ingreso
en el Instituto de dicha ciudad, con la calificación de aprobado, en 11 de
junio de 1889.
No tengo que decir la alegría y la
emoción que me causo leer todo esto. ¡Qué ajeno estaría el funcionario que con
cuidadosa letra había escrito aquellos nombres, que irían a figurar al pie de
tantas obras literarias!
Grabado tengo el momento en que en un
Blanco y Negro de mayo de 1930, tropezó mi vista con un retrato de Gabriel
Miró, y aunque entonces aún nada había leído de él, aquel año me parece que fue
cuando comencé a leer novelas serias, su imagen, que con frecuencia aparecía en
las revistas ilustradas, me era bien conocida, por la inconfundible serena
mirada de sus ojos claros. Pero en aquella ocasión, al pie de la fotografía, se
leía una triste noticia, la de su prematura muerte, a los 40 años, que aún lo
parecía, por su semblante juvenil. Entonces estaba yo bien ajeno a que treinta
y nueve años después –en el archivo de un Instituto de Enseñanza Media, cuando
aún no pensaba ser profesor, y de una capital de provincia a la que nada me
ligaba todavía; iba a encontrar la hoja de estudios de aquel hombre.
Allí, en el archivo, entre papeles casi
centenarios, estaba dormido el tiempo, estaba dormido el humo, como diría
el propio Miró, el “De los bancales
segados, de las tierras maduras, de la quietud de las distancias sube un humo
azul que se para y se duerme”. Pero se trataba de un sueño fugaz y logré
despertarle, no era un sueño de eternidad.
Lo que resultaba triste es que no fuera
el propio Gabriel Miró quien despertara el humo dormido en el archivo, y esto,
aunque nos parezca imposible, podría haber ocurrido. Hace poco tiempo ha estado
en España “a la busca del Madrid perdido”, como decía Francisco Umbral en “La
Gaceta Literaria”, otro escritor, Eduardo Zamacois, con sus noventa y seis años
a cuestas. Zamacois fue el fundador del “Cuento Semanal” y luego de “Los Contemporáneos”,
y sobre estas revistas manifestó: “Allí escribía la mejor gente. Allí empezaron
escritores como Gabriel Miró”.
A Miró nacido seis años después que
Zamacois, y a no ser por su inesperada muerte, bien la busca de la Ciudad Real
per pudiera habérsele ocurrido ir “a dida”, a la vieja ciudad donde paso unos
meses siendo casi un niño todavía. Aquí encontraría aún la “herrería de la
cuesta” y hubiera podido hablar con el hijo, con el nieto y con el bisnieto de
Mauro. Habría visto el convento de las Dominicas y calles rudamente empedradas
con guijas de río, y tapias blancas como de huertos, y patios en las casas
orillados de “don diegos”. Prácticamente nada queda de las “murallas rotas”
pero hubiera podido admirar de nuevo las bellísimas llanuras “hazas encarnadas,
horizontes azules claramente tallados”. También encontraría los porches de la
plaza, precisamente ahora, más parecidos a cuándo viera pasar por ellos al “judío
errante”.
Igualmente le causaría emoción el ver el
viejo Instituto, pues no hay nada más
emotivo para quienes hemos sido estudiantes que íbamos a la Escuela, al
Instituto, a la Universidad… Viejos libros con acotaciones al margen y a veces
también con ilustraciones poco respetuosas para los personajes de sus grabados,
papeletas de los exámenes, tal vez lo primero que en la vida hemos considerado
como verdaderamente nuestro.
Al revisar el expediente de Miró se
sacan también otras consecuencias, en primer lugar sobre esa creencia
lamentable, más aún oída a veces en boca de personas que se llaman cuitas, de
que el Bachillerato no sirve para nada y que la mayor parte de las personas que
han sido algo en la vida fueron malos estudiantes. En el caso de Miró los siete
sobresalientes de los tres primeros cursos echan por tierra tan peregrinas teorías,
y eso que el primer año aún lo paso en el ambiente poco grato del internado del
Colegio de Santo Domingo en Orihuela, en la Oleza de sus novelas. Poco grato,
sobre todo para él, dada su constitución endeble, su poca salud y su carácter melancólico
e introvertido, y por tanto un poco indisciplinado, con la rebeldía, propia de
los tímidos. Allí pasó cinco años que dejaron en su alma una huella “seca y
helada, sin ese perfume de la lejanía”. Separado de sus queridos padres, las
vísperas de los días festivos, el “silbo” del tren en que ellos llegaban “palpitaba
como un cántico de felicidad en toda la vega”. No hace mucho que en estas
mismas columnas hice referencia a esa extraña cualidad que a veces tiene los
sonidos”.
Superados brillantemente los tres
primeros años del Bachillerato desde 1892, su mala salud, el traslado de su
padre a Ciudad Real y tal vez crisis intimas perturban su vida y en aquel curso
92-93, aunque desde enero reside en dicha ciudad, se examina en el Instituto de
Alicante, pero sólo de dos asignaturas, y en septiembre se matricula como
alumno oficial, en el nuestro, de las otras dos; Geometría y Trigonometría, y
Psicología Lógica y Ética. Marcha de nuevo la familia a Alicante y no llega a cursar
dichas asignaturas, y las papeletas quedaron en blanco en el archivo con la
indicación: “Traslado a Doméstica”, como entonces se denominaba la enseñanza
libre. Por fin en septiembre del 95, salvado un pequeño tropiezo, en Química
precisamente, se gradúa Bachiller en Alicante.
Luego estudiaría en Valencia la carrera
de Leyes; pues se le daban mejor las “letras” y aunque su padre hubiera deseado
que fuese Ingeniero de Caminos como él, no quiso, con muy buen criterio, torcer
las naturales inclinaciones de su hijo. Sin embargo nunca ejerció la abogacía,
pues se dio pronto cuenta que no servía para ello ni era esa su vocación, y así
dijo “fui reconcentrándome en mi mismo y comencé a saber que sentía lo que
antes sentía sin saberlo”.
En fin creo que he removido bastante el
humo dormido y espero que tarde algún tiempo en volver a su letargo. De todos
modos no encerraré de nuevo en la cárcel del archivo a esos documentos que
pienso guardar, desde luego en el propio Instituto, en otras condiciones,
puesto que tienen un especial interés tal vez más sentimental que histórico.
Carlos
López Busto. Diario “Lanza”, Extraordinario de Feria, jueves 14 de agosto de
1969
Interesante, Emilio. El hallazgo de esos papeles debe ser algo emocionante.
ResponderEliminarGracias por compartirlo para nuestro conocimiento.