Hace casi cuarenta años, existía en
Ciudad Real, en el Ciudad Real de mi niñez, un joven de unos 25 o 30 años de
edad, que vestía impecablemente al estilo de la época. Sombrero de fieltro de
ala rígida, o “canotier” de paja, según la estación, bigote bien dibujado y de
guías engomadas, cuello duro y brillante, bastón de ébano negro, botines
blancos de paño encima de las botas negras bien abrochadas con sus botones y
ojales y unos lentes con montura de oro, sujetos a la solapa izquierda de su
bien planchada y larga americana, con una cadenita de oro, que le daban gran
prestancia. Nuestro hombre, así vestido, llamaba muchísimo la atención de
nuestra pequeña ciudad, porque no era corriente ver personas tan elegantes y
tan correctamente vestidas por nuestras calles, sobre todo en los días de
trabajo.
A mí, que entonces contaba escasamente
unos diez años, cada vez que lo veía me impresionaba grandemente, ya que
parecía un tipo arrancado de las páginas de <<Blanco y Negro>>. No
tenía ni idea de cuál era la ocupación de este buen hombre, pero estoy seguro
que muchos de nuestros lectores, con edad suficiente, lo recordarán. Debía
contar con pocos amigos, ya que casi siempre deambulaba sólo por nuestras
plazas y paseos, procurando no descomponerse, siempre muy serio, muy correcto y
saludando ceremoniosamente cuando se cruzaba con alguna persona mayor o dama
conocida.
Un día de la Octava de
la Virgen, por la tarde, cuando el <<todo Ciudad Real>> esperaba en
el Paseo del Prado la salida de la procesión de nuestra patrona y el entonces
único jardín de nuestra ciudad se encontraba abarrotado de gentes de todas
clases sociales, apareció por la escalerilla que existía enfrente de la terraza
del Casino nuestro elegante caballero, tan impecable como de costumbre y tan
ceremonioso como en él era habitual. Avanzó hacia el centro del Paseo con su
aire de pavo real y todas las miradas convergieron hacia él de una forma casi
instintiva. De pronto, y sin saber de dónde había salido; un individuo, alto,
fortachón y decidido, que tendría seguramente menos de 20 años, sin mediar una
palabra, le agarró fuertemente con una mano del cuello y con la otra del
<<fondillo>> del pantalón y empujándole velozmente le dio, ante los
atónitos ojos de todos los presentes, lo que entonces le llamábamos la
<<carrera del señorito>>. Aquel bruto, gamberro le llamaríamos ahora,
hizo corre a nuestro elegante personaje desde el sitio en donde se encontraba
hasta casi las paredes de la Catedral. En la época actual, la cosa hubiera
tenido una relativa importancia y apenas si habría originado algún comentario
jocoso; pero entonces, el espectáculo de aquel buen señor, corriendo casi sin
poner los pies en el suelo, los brazos abiertos en cruz, en la mano izquierda
el sombrero que nadie sabe como tuvo tiempo de agarrarlo, en la derecha el
bastón, los lentes al aire enganchados de la cadenita y los ojos y la boca muy
abiertos, dieron qué hablar durante mucho tiempo a todas las tertulias y
reuniones caseras tan frecuentes y numerosas en aquellos tiempos.
Como final, fue empujado con más fuerza
si cabe y soltado violentamente a unos doce a catorce metros de la pared de la
iglesia. Dando unas zancadas inverosímiles, fue a aterrizar sobre la mesa de un
<<aguaducho>>, tan corrientes entonces en aquel sitio y en el que
se vendía <<agua de cebada>> y otros refrescos propios del tiempo.
Estuvo a punto de deshacer todo aquel tinglado y derribó y derramó los vasos y
jarros que había por allí encima. Cuando a duras penas logró recobrar el
equilibrio, le rodeaba una multitud de gente casi en su totalidad chicos y
niñeras. Las personas mayores le observaban con gesto serio y duros desde más
lejos, como si él fuera el culpable del desaguisado. El bromista había
desaparecido casi tan de repente como apareció. A mí, testigo presencial de
esta parte del espectáculo, me dio la sensación de que aquel pobre hombre se
encontraba en un gravísimo apuro. Para colmo, la dueña del
<<aguaducho>>, una mujer madura, gorda y vestida de negro, no
dejaba de dar voces e intentaba abalanzarse sobre él para pegarle, sin duda
considerándole culpable de la ruina de su pequeña industria. Inmediatamente
apareció un Guardia municipal, un <<guindilla>> como se le conocía
entonces, y en seguida dos <<romanones>>, y después de intentar
despejar aquello de gente, sin conseguirlo, se llevaron a nuestro personaje, al
que aquel día vi por última vez.
He recordado ahora este incidente de mi
niñez, porque quiero hablar algo aquí sobre nuestro Paseo del Prado, que fue
durante bastantes años nuestro primer paseo público, hasta que apareció el
Parque de Gasset.
Tiene su historia: D. Inocente Hervás y
Buendía en su Diccionario Histórico de la Provincia de Ciudad Real, dedica un
buen espacio para hablarnos del Prado.
Un vecino de Ciudad Real, Isidoro
Madrid, decía al Ayuntamiento que desde el año 1778 venía realizando por su
cuenta <<sin gravamen de los vecinos ni exacción de los caudales
públicos>> el desmonte y allanamiento del sitio del Prado para su riego,
por lo que la ciudad le asignó doscientos ducados anuales para que continuara
su labor, año 1792. Dice don Inocente Hervás, que por aquel tiempo, 1780 a 1790
el Prado <<era un lugar asqueroso, depósito de inmundicias, indecoroso e
impropio del soberbio templo que la piedad cristiana había levantado a la
Virgen María>>.
A Isidoro Madrid se debe la idea de
hacer en el Prado un plantío de árboles y lugar de recreo.
Con motivo de un incidente con los
mandos del regimiento que guarnecía la población, el Ayuntamiento, en 25 de
junio de 1821, dirigió a S.M. Fernando VII, el siguiente escrito, en el que se
da cuenta de un hecho verdaderamente curioso ocurrido en el Prado:
<<Se trataba por el Ayuntamiento a
fines del mes próximo pasado, dice el Ayuntamiento, de regar cierta alameda que
hay en las inmediaciones de la Parroquia Santa María del Prado, como desde su
aparición se ha venido ejecutando (?). El agua se conducía de un pozo próximo a
dicha alameda propio de unas memorias de la Santa Imagen y habiéndose conferido
a censo cierto terreno de las mismas memorias a don Fermín Díez, excorregidor
de esta capital, se creyó equivocadamente, que había entrado en el contrato, no
siendo así…>> (El señor Díez, corregidor de Ciudad Real y dueño de la
casa que ocupa hoy el Gran Casino en la calle de Caballeros, adquirió dos solares
lindantes con ella con salida a las calles del Prado y Camarín para hacer de
ellos un jardín. Las reclamaciones del Ayuntamiento le hicieron dejar la noria
para el riego del Prado, y su hijo don Vicente pedía después de estos sucesos
pagara el Concejo la parte que le correspondía de los censos (3 de julio de
1852). Pero sigamos con el escrito del Ayuntamiento: <<Y en ese
intermedio se rompe un antiguo conducto, ciego desde antes de la guerra pasada
(1808), que se dirige a dos fuentes o pitones que hay en medio de dicha alameda
y paseo público, brota el agua con abundancia a la superficie de la tierra en
los regueros de la cañería; se advierte el hecho por las gentes de ambos sexos
y de todas las edades y corren precipitadamente al Prado, a ver y cerciorarse
de aquella novedad, que sin enterarse ni detenerse en averiguar su origen lo
tuvieron por milagro. El cura propio de la misma Parroquial les hace palpable
con la mayor eficacia y esfuerzo que el agua de aquellos depósitos procedía de
la trasvenada de la alberca inmediata, pero aún las gentes titubean. Hace
llamar al Alcalde de primer voto para que le ayudara a convencerles y se logra
a poco esfuerzo separarlos de esta maniática creencia. Más suplican aquellas
gentes que se vuelva a la Virgen su pozo y se riegue su arboleda, y así se verificó.
Reúnanse por la tarde del mismo día, varias mujeres, jóvenes y algunos hombres,
limpian las fustas e hierbas del Prado, traen caballerías a su costa y principian
a regar, pidiendo para ello el correspondiente permiso al Gobierno. Al
anochecer del propio día y concluido el riego, se pasan las mismas gentes a
casa del Párroco; seis granaderos provinciales le conducen en brazos (sic) a la
del Vicario eclesiástico y le ruegan permita, que la Virgen salga a otro día en
procesión alrededor de su Prado. El Vicario se lo concede, con tal de que el
Jefe político lo consienta, con quien contaban también las gentes, regresando
al Párroco a su posada, tanto aquél, como por este y los Alcaldes se consiguió
el retiro a sus respectivas casas, sin que ocurriera la menor indisposición;
así lo demuestra el Testimonio número 1 que acompaña al expediente.
Ramón
González Díaz. Boletín de Información Municipal Nº 29, Ciudad Real marzo de
1969
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