El cerro de Alarcos tiene, en lo más
alto, un jalbegado palomarcico mariano que parece un pañolico, lindo, de
Primera Comunión y que nos saluda desplegado en el fondo azul celeste, sobre
peana de tierras, piedras y trigales a medio granar y plata de olivos, cuando,
desde Madrid, llegamos a la ciudad nuestra en la pascua de Pentecostés.
Luego se asomarán, más cerca, los cipreses, santos, del camposanto entrañable, las torres parroquiales y catedralicia, el añejo y bien plantado torreón de Santiago, espadañas monjiles, blancuras de caserío..., pero el pañolico fue el primero en darnos la bienvenida sin dobleces, que para eso lo tiene tendido, extendido, el cerro de Alarcos, al sol, al aire, en lo más alto de su giba de multisecular abolengo.
Quédese, para quien quiera decírnoslo, la importancia del Alarcos ibérica, romana, cristiana; lo populoso de su recinto fortificado; la derrota de Alfonso y la victoria del moro, y la victoria de Alfonso y la derrota de la morisma, y la despoblación impuesta por las miasmas del cercano viejo rio, y la repoblación, con sus gentes, de la cercana y naciente Villarreale; su ruina; las bellezas de su primitiva ermita románica y de la gótica actual; del artesonado, de ella, en mala hora desaparecido; del óculo, bien conservado; del atrio, hecho con columnas y capiteles del ermitorio viejo, extendifo, antes, también por la fachada del óculo florido, y del algibe, y del pozo dulce del cercano Arzollar… que a nosotros no nos interesa todo esto, pues hemos venido a subir al cerro en peregrina caminata de añoranzas y con hambre de contemplación de dilatados espacios, en estas fechas en que la verdura de la primavera florece y se dispone a madurar granos en los sembrados, y juega con villanos prematuros, y patina cuarcitas, y prepara polvo, pegadizo, en caminos y “vereas”, para la canícula que se nos va viniendo llena de cosechas y sudores y ferias patronales.
Es el lunes siguiente al domingo de
Pentecostés. Lunes de romería de la Virgen de Alarcos. En la primera decena del
siglo aún no existía alambrada acotando el cerro. Convergentes, desde el llano,
por la falda, hasta la cúspide donde alba de cal se clava la tapia del santuario,
trepan los de Poblete, los de Alcolea, los de Valverde y Piedrabuena, los de
Sancho Rey y Ciudad Real y Porzuna, Las Casas, Picón y los de Peralvillos y
Miguelturra…, muy a lo gañan y jornalero, refajo gordo, pañuelo a la cabeza, en
la una mano la vela votiva y, en el otro brazo, la cesta con la comida, el pan
y el vino, y, en la “faltiquera”, unas “perrillas” para la Virgen, para comprar
confites al chico y para mercar almendrillas y una medalla para los “agüelos”
que no pudieron ya venir. Y subían por trochas y caminos, a pie, o en
caballerías, o en la tartana, o en el carro, hasta donde la pina cuesta final
lo permitía.
La campana soltaba por la llanura, y llegaban muy lejos, las palomas de sus repiques, espantados de cohetes. Relucía, al sol, el azofar de los instrumentos de la “banda de música de Ciudad Real” que dirigia Vega; llegaban el cura con el alcalde y los concejales, y “Canani” a caballo y quien solo quien con los suyos, el marqués y el conde y los Ayala y don Jacobo y don Luis y don Federico y Barragán y Martís Moreno y don Joaquín y el “alcaldillo”…
Saltaban las langostas entre bromos y brizas y lechetremas; azumbaban los moscardones; revoloteaban las mariposas entre las hierbecillas florecida de manzanillas, mielgas, candelicas, amapolas, collejas, gamonitos, tomillos, mejoranas, en lluvia de colores y vahos de aromas; los “petines”, los gorriones y las palomas, escribían por los aires, con los vencejos, los himnos de sus vuelos; las urracas y las abubillas huían asustadas; el blancor de una nube no llegó a ser palio y se quedó en quitasol; el rio, mortecino, allá al pie del cerro, chispeaba sol por eneas y carrizales, y las arideces de la serrezuela de las Medias Lunas, con el dedo, tieso, de un chopo, verde, marcaban el cielo a la quintería blanca, femenina, recostada y silenciosa en la ladera.
Aquella mañana, hervía de gente el patio del santuario. Olían a incienso, humanidad, cera y murmullos, las tres naves del templo. Se abrió la puerta que da al campo y, de par en par, dejó salir a la Virgen entre cantos y voces; orlada de flores campesinas, espigas en leche y rayos de madera dorada; risueña; con su Hijo en brazos jugando con un pajarillo, que nadie sabe donde cazó; mal repintada -¡perdónalos Señora!- pero de interesante traza gótica, con perfil quebrado en la cintura, que nos hacía recordar a la Virgen de La Rábida y a la de la Estrella de la catedral de Toledo. Iba, triunfal, a hombros de zagalones jadeantes, sudorosos y varoniles, renovados ininterrumpidamente, y que la volvían, entre voces, plegarias, cantos y cohetes, para mirar a los pueblos y “bendecidlos”, cada año, en esta fecha, bajo los albores del mediodía.
Ella reía, reía, en este recorrido de
color, alegría y amor, alrededor del santuario, y su Niño acariciaba más y más,
al pajarito que quería escaparse y esconderse en las flores del ramo de Flores
que la Madre le enseñaba.
Por la tarde, volvía el cerro a su silencio, porque el gentío, ufano, desparramaba su hambre y su sed, por la frescura de las alamedas del rio y por la campestre comodidad de las huertas de La Poblachuela. Al anochecer, de regreso, los campanillos muleros tocaban el Ángelus y las últimas miradas de despedida, se prendían en el pañolico, albo, extendido en lo más alto del cerro de Alarcos.
¡Y un día aquella bella y elegante imagen desapareció!
¿No os parece que una imagen de piedra –como dicen era aquella- y de grandes proporciones, es imposible desaparezca totalmente y, que está muy largo el rio, y es agreste el camino, para llevarla y tirarla a él –como cuentan algunos- en momentos de violencia y precipitación inusitada?
De la Virgen de los Mártires de Calatrava, la Vieja, -ciertamente de piedra y también destrozada, se han podido encontrar trozos y no la echaron al rio y está más próximo a su ermita y no es tan abrupto el terreno que a él conduce.
¿No estará la Virgen de Alarcos, entera o partida, escondida o enterrada, por las cercanías de su templo y no se supo o quiso buscar? ¿Es tan difícil bucear y explorar el cauce del Guadiana, por si acaso es cierta esa otra explicación?
Nada se hizo. Nos hemos conformado con lo más cómodo, económico, y menos airoso y elogiable: sustituir la artística, bellísima, aunque horriblemente repintada, efigie de la Virgen de Alarcos, primero, con aquella atroz mole de cemento que, afortunadamente, duro pocos años como titular, y después, con la actual, melosa, de madera, que nos regalaron, y nada fiel como reproducción.
Julián Alonso Rodríguez, diario “Lanza”, lunes 18 de mayo de 1959
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