En la primavera, cuando los días son apacibles, el campo está más alegre y la luz es más espléndida, la concha marina se levanta majestuosa de su lecho de algas, se balancea suavemente en la superficie del mar, abre su seno y recibe una gota del rocío más puro del cielo; caldeada después por los rayos del Sol, se forma la perla, así lo cantaron los vates antiguos.
Entre todas las piedras preciosas la que más encantó al mundo por sus miles matices fue la perla que se formó en el seno bendito de una anciana santa que vivió en Nazaret.
Nazaret, es una ciudad bella, deliciosa que recibe por un lado las caricias y los besos del hermoso lago de Tiberiades, y por otro las perfumadas brisas de los jardines, refrescando su frente limpia con las auras suaves de sus montañas. En una casita blanca de esta ciudad poética nació María.
María, la estrella del mar, con sus ojos del cielo, su cara divina como copo de apretada nieve y su boca como el cáliz purpurino del clavel, pasa por el mar borrascoso de la vida como preciosa góndola, dejando una estela luminosa de virtudes en Jerusalén, Belén y en la cumbre del Gólgota.
Un día se oyeron acordes melodiosos en torno de la casita blanca. No era la voz del hombre la que llenaba los aires de armonía. Era un eco divino que entre cánticos decía: “Ve, hermosa mía, paloma mía, ven al palacio de la gloria para recibir la palma de victoria y la corona de reina”.
María lanzó un suspiro dulcísimo, un beso de amor. Los ángeles formaron con sus alas un trono espléndido, sentaron a la hermosa nazarena y levantaron majestuosamente hasta el alcázar divino.
Se rasgaron los
velos azules que envolvían la realeza omnipotente de Dios. María se arrodilló
mirando su mirada castísima en la Trinidad adorable, los querubines
destrenzaron su blonda caballera que formaba un marco de oro a su tranquila
frente; en su pecho virginal bello pensil de perfumados lirios, se agitaban los
incendios del más piro amor El eterno la nombro Reina del Cielo y los ángeles
le rindieron pleitesía, formando con nubes blancas festoneadas de púrpura y oro
una escala de amor entre el cielo y la tierra y enlazando con guirnaldas de
flores a las almas que quieren a la Virgen celestial.
María con su diadema de brillantes y su corona de estrellas ofreció su corazón a esta Ciudad Real y sus hijos honrados y nobles la colocaron en el artístico retablo de la Iglesia Prioral. Y desde su camarín bendito como trono de gloria, es luz que baña la frente del hombre, es consuelo dulce que disipa las tristezas del alma, es bálsamo que cauteriza las heridas, es la Virgen del Prado que agita sus alas de plata y como una paloma blanca sale de su nido de gloria y marcha a la cabecera del enfermo, y limpia con su mano de nácar el sudor frio del enfermo devolviéndole la salud.
Al rico le alarga la mano para socorrer al necesitado, al pobre le infunde la resignación del mártir, al pobre grava en la frente el sello de autoridad, al hijo circunda su corazón con la corona de la obediencia y respeto, al patrono llena su alma de sentimientos de amor al trabajo, la autoridad le inspira espíritu de rectitud y justicia y al soldado valor para defender la patria, por eso escuda su pecho con el escapulario de la virgen y cuando está en campaña si una bala atraviesa su pecho, antes de morir lanza dos suspiros y manda dos besos: uno para su madre que llora, y otro para la virgen que lo bendice.
Por eso el pueblo
de Ciudad Real de alma noble, de corazón férvido, de verdadera raza, se
arrodilla delante de la Virgen del Prado y murmura una plegaria con los mismos
labios donde se borda la sonrisa de amor, plegarias que se recogen en el templo
como en una concha de oro donde vive y reina la “Perla del Prado”.
Ramón
Carriazo. Diario “El Pueblo Manchego” Sábado 13 de agosto de1921
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