Desde la milagrosa llegada al llamado
Pozo de don Gil de la primera
imagen de la
Virgen del Prado el
25 de mayo
de 1088, sus
primeros habitantes, movidos
por una sincera devoción a
María, pusieron todo su empeño en
construir un lugar sagrado donde
albergarla con la
dignidad que tal
empresa requería. No
sólo se trataba
de construir un
templo, sino también
de embellecerlo, dotándolo
de todos aquellos elementos
materiales necesarios para agasajar a la Reina del Cielo y
engrandecer el culto
divino. Desde entonces
cada época histórica
trajo sus anhelos
para aquella casa,
pasando de los pobres
recursos medievales al
inicio de una
gran reforma materializada
a lo largo
del siglo XVI.
Durante
aquellos cien años
del quinientos la primitiva ermita
dio paso a una
nueva construcción, mucho más ambiciosa,
de gustos tardogóticos,
comenzando por elevar una nueva nave a la que pronto se irían añadiendo
varias capillas, distribuidas
alrededor de la
nueva capilla mayor, costeadas
por las familias más pudientes de Ciudad Real (Loayssa, Treviño, Hoces...)
cuyos cuerpos descansaron bajo el suelo de la nueva iglesia, en enterramientos
de abolengo.
Pero
los muros vacíos
debían recubrirse con
altares y retablos,
dotándose a todos
ellos de ornamentos
y vasos sagrados
para las celebraciones
litúrgicas, siendo el
presbiterio lugar primordial al que todas las miradas de los fieles debían
dirigirse, ya que en él se colocaría el Santísimo
Sacramento acompañado de la imagen de
Nuestra Señora.
Los devotos de la Virgen del Prado conocemos el
bello retablo mayor,
concebido y construido entre los años 1610 y 1617 gracias a los 10.500 ducados donados por
Juan de Villaseca, secretario del Marqués
de Salinas y virrey de México. Su imponente
fábrica ha llegado
hasta nuestros días con
algunas pérdidas sufridas durante la Guerra Civil, pero prácticamente
entero, según el trazado ideado en las Indias por Andrés de la Concha y materializado por
el toledano Giraldo de Merlo, Juan de Hasten y los
hermanos Cristóbal y Pedro Ruiz
de Elvira. Pero ¿qué existió en aquel mismo lugar antes de ampliarse
la capilla mayor e
instalar esta maravillosa obra?
Sin duda, al ser
sitio tan principal debió acoger, desde el primer momento,
obra de singular
importancia, aunque de
dimensiones evidentemente más modestas.
Un
curioso documento custodiado actualmente en
el archivo parroquial de Nuestra Señora de
la Merced puede aportarnos un
poco de luz al respecto. Se
trata de una denuncia
fechada el 7 de
noviembre de 1628
ante el Arzobispo
de Toledo, el
infante don Fernando, interpuesta por
el licenciado Bartolomé de León, cura y mayordomo de la
iglesia de la Virgen del Prado contra el entonces corregidor de Ciudad Real,
don Gutierre, marqués de Careaga, clérigo
y escritor, natural de Almería, miembro
de un poderoso
linaje asentado en
la casa de Careaga
(Bilbao). A través de sus palabras podemos entender la razón de su enojo, al
poner en evidencia lo que a todas luces consideraba un atropello y abuso contra
las posesiones de su parroquia:
“...
digo que el corregidor, con mano poderosa
y sin poderlo
nadie remediar, sin licencia del cura y mayordomo que en aquel tiempo
había en la dicha iglesia, se llevo dos cuadros o tableros de pincel, el uno de
la Visitación de Nuestra Señora y santa Isabel, y el otro de la Adoración de
los Reyes, que valdrán cien ducados, que son los que tenía un retablo que se deshizo
en la dicha iglesia en el altar mayor cuando se puso el que hoy tiene, sin
que los haya
querido restituir en muchos días
que ha que se los llevó (de) la dicha iglesia, sin que haya habido quien se
haya osado a pedírselos,
y los tiene
puestos en el ayuntamiento...”
Evidentemente el tema era
muy delicado, pero, independientemente de
la denuncia, es
de suma importancia
el dato aportado: existió un
retablo mayor anterior al
realizado por Giraldo
de Merlo, teniendo
como escenas importantes
la Visitación y
la Adoración de los
Reyes Magos, cuya
calidad debía ser lo suficientemente importante para que, por
un lado las codiciara el corregidor, y por otro, las reclamara el mayordomo en Toledo
pese al temor natural que le producía
el entonces representante
del rey en su ciudad. La
respuesta del Arzobispo fue
tajante: don Gutierre
debía entregar las tablas,
teniendo como plazo tres días después de
recibir
la correspondiente notificación,
so pena de excomunión mayor, aunque le
dejaba abierta la
puerta para defenderse pudiendo
aportar sus alegatos en el plazo
de seis días.
Por
desgracia no sabemos
cómo terminó aquella historia.
Probablemente, como hasta
el momento presente
no tenemos ninguna
noticia escrita de que
dichas tablas retornaran finalmente a la fábrica de la parroquia
de Santa María del
Prado, debemos conjeturar que nunca
fueron devueltas por
el corregidor a su
verdadera poseedora, pasando
a formar parte, bien de los
cuadros que adornaban por entonces
la sede del
ayuntamiento de la ciudad, bien del patrimonio de aquella importante
familia.
Pilar
Molina Chamizo. Boletín de la Ilustre Hermandad de Nuestra Señora del Prado, II
Época nº 45, mayo de 2016
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