La
Casa de la Torrecilla se encontraba en el inicio de la calle General Rey, esquina con Ruiz Morote
Con el estímulo de no sé qué efluvios
magnéticos… de atracción... desconocidos, se despertó, en la neurona precisa de
mi meollo, el recuerdo de un paisaje castizo, urbano y secular, de mi tierra.
Había traspasado el arco de la Estrella,
que se abre al costado de los recios muros del torreón cacereño de Abu-Jacob;
habíame adelantado en el barrio antiguo, tan orgullosamente conservado y
mostrado al forastero, y, sin darme cuenta, en la plaza eclesiástico-castrense
de Santa María me hallaba cuando a mi memoria vino ese trocito ciudarrealeño
que tiene por centro la iglesia de San
Pedro.
San Pedro, rodeado, en tiempos, por alto
cementerio, -con unos olmos-, con
arideces de huesas, removidas, trilladas, pisoteadas. Y aquí, cerca, separada
por angosta calle, la estremecedora fachada de la cárcel de la Santa Hermandad
Real y Vieja. Y, allá, las solariegas mansiones blasonadas, que inician la
calle de la Mata. Y el achaflanado, interesante, pórtico del esquinazo de la
calle de Ballesteros con la de la Palma, donde dos donceles dan guarda a la
nobleza de un escudo. Acá, la casa-hospitalillo del siglo XVII, o del XVI, -la casa
más antigua y gustosa que nos queda en la capital- con su torrecilla,
cuadrangular, de ladrillo, colocada donde, en ángulo recto, divergen la calle
Ballesteros, de tan sugeridor nombre, y la muy señorial Dorada. Y, en frente,
otra mansión a la cual una desdichada reforma cambió los huecos, aunque -¡menos
mal!- conservó parte de la hermosa rejería.
Pasear por este paraje de Ciudad Real
era un encanto, y se colmaba si al interior del templo se pasaba para mirar la
mejicana, guapota, maternal, Virgen de la Guía metida en templete barroco que
se dotó, hace siglos, con el producto de una corrida de toros, y rezar ante el
realismo doloroso del Nazareno, que del convento de Santo Domingo trajeron la
centuria pasada, y admirar el antiquísimo Crucificado del Perdón, y buscar el
sepulcro de doña Buena, y postrarse ante el rico y alabastrino retablo de la
capilla del Chantre de Coca, a la vera de su sepulcro con severa estatua yacente,
y deleitarse, en la
Misma capilla, con un lienzo que si no fue
Murillo mereció serlo quien representó a él a la Sagrada Familia Nazaretana.
¡Solamente pasear bajo las bóvedas de San Pedro ya era un regalo!
Pero, la crueldad de una guerra y el mal
gusto de estos últimos treinta años, se han propuesto, por lo visto,
minuciosamente, dar al traste con aquel
encanto y consumar el desastre hasta las heces, como si tuvieran empeño en que
las generaciones venideras no claven un merecido e infamante “inri” vergonzoso.
Porque, hoy, si bien es verdad que
flores y verdura han convertido en jardín el cementerio, ocultando arideces
macabras, no es menos cierto que, desdichadamente, han fenecido los Cristos y
la Señora de la Guía; mutilado quedó el
enterramiento del Chantre y desposeído está el retablo de virgencita titular de
él; adosaron en los muros de las naves un desmesurado Vía Crucis trianero,
anacrónico; solaron la vetusta santa
mansión con injuriosos y modernísimos pequeñitos baldosines hidráulicos, hexagonales.
Y, fuera, en el lugar de la cárcel se eleva el moderno edificio de la
Delegación de Hacienda en detonante
contraste con el bellísimo rosetón gótico y la gótico-románica puerta del
Perdón, fronteros, del templo. ¡Con lo bien que estaría el edificio de Hacienda
en otro lugar más apropiado emplazamiento! ¡Con el encantador conjunto que
formaría la fachada de San Pedro frente a la cárcel, si se hubiera conservado,
restaurada en su exterior y redimida en su interior!
Durante
muchos años la Casa de la Torrecilla fue lugar de residencia del párroco de San
Pedro
¡El verano pasado, estaba casi en su
totalidad, tirada la casa del escudo flanqueado por heraldos!
¡Paso a paso, con firmeza digna de mejor
empleo, todo el evocador conjunto de este rinconcito va desapareciendo! Pero –me
dije- ¡aunque apuntalada, aun luce su silueta, bien ambientada, elegante, femenina,
plurisecular, histórica, “la casa de la torrecilla”, que hospitalillo fue donde
investigó don Inocente Hervás y trabajó don Emiliano, y que, en las siestas,
esparcía el artesano repiqueteo de los bolillos de una almohadilla almagreña
meneados en la semioscuridad, fresca, del portal!
Ahora, aquí, junto a encajes de espumas
de agua marinera, gaditana, me llega la mala nueva: ¡ La casa de ladrillo, del
siglo XVII por lo menos; la de la torrecilla airosa, femenina… va a ser vendida
o demolida –o las dos cosas- para levantar sobre su solar, o en otro próximo,
en la calle Ballesteros, un coruscante edificio cual nuevo ballestazo en el
costado parroquial!
Y ¿por qué?
“Dicen” amenaza ruina inminente, y a
varias causas achacan estos sus duelos y quebrantos: a lo deleznable de los
materiales con que fue construida -¡al cabo de los siglos!-; a quedar
descarnados sus cimientos al rebajar, sin preveerlo, el suelo de la calle
Dorada en obras de pavimentación recientes; a perder el aguante que el edificio
vecino, derruido, le proporcionaba…
Sea cual fuere la causa, lo importante,
ahora, es redimirla. No puede, no debe caer sobre Ciudad Real la mancha de
dejar perecer esa casa antigua sin par. Por decoro, por nuestro buen nombre,
por ornato público, ¡por finura espiritual! ¡por respeto y amor al pasado!
Cómprenla el Ayuntamiento o la
Diputación. El coste de la adquisición y de la consolidación adecuada: sin
parches, remiendos, ni cales, no desequilibraría sus presupuestos.
Y ¿para qué sirviría? “No solo de pan
vive el hombre”. Para algo valdría: archivo, depósito, romántico museíto local
o provincial… ¡Para algo, o para nada! ¿Vacía? ¡Mejor!, que así la llenaría,
colmándola, desabordándola, el espíritu del pasado, que un rinconcito, por
derecho propio, reclama, en el presente y para el futuro, donde recrearse
deleitándonos.
Señor alcalde mayor, Ciudad Real pide,
rendido, esperanzado, pero firme, el indulto de esa casa cual piedra chiquita,
pero secular y brillante que engarzada en él, embellezca su urbanismo. ¡Qué
vergüenza, para todos, si en el solar que dejara naciera un edificio exótico,
de mogollón, de pan mascado, como otros!
Señor presidente de la Diputación
Provincial, rendidamente, sentimentalmente, confiado, esperanzado, firme, os
pide Ciudad Real la humilde y bienoliente florecilla de “la casa de la
torrecilla”, ¡única de secularidad manifiesta, y bien llevada, que nos queda
ya! para que la añadáis al espléndido brazado de amapolas vistosas y claveles
fastuosos, que habéis compuesto con el monumental edificio del Palacio
Provincial; el hospital modelo y granjas, y escuelas, y carreteras, y caminos
vecinales, y casas para funcionarios… y la plaza de toros.
¡Señor presidente de la Diputación,
señor alcalde mayor, dad a Ciudad Real para siempre, pues lo merece, esa
alegría!... y, beneméritos, con la gratitud de los ciudarrealeños, y por esa
galanura culta, ¡sentidla vosotros!
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, sábado 19 de abril de 1958, página 4.
Edificio
que sustituyó a la Casa de la Torrecilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario