Portada
de la antigua cárcel de la Santa Hermandad, posteriormente Prisión Provincial,
frente a la puerta del perdón de la parroquia de San Pedro, hoy Delegación de
Hacienda
Continuando el recorrido que iniciamos
ayer de la calle Ruiz Morote, nos encontramos la actual Delegación de Hacienda,
levantada en los años cincuenta del pasado siglo, sobre el solar de la cárcel de
la Santa de Hermandad del siglo XV. La Santa Hermandad fue una corporación de
tipo policial compuesta por grupos de gente armada, pagados por los concejos
municipales, para perseguir a los criminales y garantizar la seguridad de los
caminos. En Ciudad Real se creó en 1302, fue refundida por los Reyes Católicos
en 1476 con el nombre de Real Hermandad General, desde entonces se conocería a
la Santa Hermandad de Talavera, Toledo y Ciudad Real como la “Santa Real
Hermandad Vieja. El Papa Celestino V le concedió el Titulo de Santa, pasando a
llamarse Santa Real Hermandad de Vieja de Toledo, Talavera y Ciudad Real. Fue
extinguida en 1834 y su cárcel se encontraba como ya he dicho en la calle Ruiz
Morote, frente a la puerta del Perdón de la parroquia de San Pedro.
El lunes 8 de octubre de 1906, el diario
local “Diario de la Mancha”, publicaba en su portada una descripción de la
desaparecida cárcel, que nos da una idea de cómo era ese establecimiento
penitenciario. La descripción de la vieja cárcel de la Santa Hermandad se
publicó bajo el titulo “Una visita a la Cárcel” y decía lo siguiente:
“El Presidente de la Audiencia
Territorial de Albacete, ha ordenado al juez de instrucción de esta capital y
su partido, cumpliendo recientes instrucciones del ministerio de Gracia y
Justicia, que le informe acerca de las condiciones de seguridad e higiene, que
ofrece la cárcel de esta capital.
Grandes esfuerzos de imaginación y de
continencia de estilo, apartándose totalmente de la realidad, tendrá que hacer
el juez al cumplir el mandato de su superior jerárquico, para que a este no se
le antoje hiperbólico en grado extraordinario y hecho con miras interesadas de
justo mejoramiento, cuando el digno funcionario consultado diga sobre el particular.
¿Condiciones de higiene y seguridad de
nuestra cárcel?
Absolutamente ningunas.
Ordenanzas
de la extinguida Santa Hermandad Vieja de Ciudad Real
El ánimo más esforzado y varonil sale
hondamente impresionado de su visita, aun contando de antemano con mucho de lo
que ha de ver. El presidio español, que tan admirablemente describiera
Cervantes en la cárcel sevillana, ha llegado hasta el día y tiene un ejemplar,
corregido y aumentado, en todos los pueblos. No han echado raíces los consejos
y doctrinas sembrados en El Visitador del
Preso por aquella insigne sociología que se llamó Concepción Arenal.
¿Queréis convenceros de lo que digo? Pues
acompañadme un momento en mi visita a la cárcel.
El jefe accidental, D. Victoriano Sánchez
Izquierdo y el vigilante D. Juan Vicente Calvo, nos esperan deferentes con
exquisita cortesía y amabilidad en un cuartucho ahumado, con una reja a la
calle, que llaman la sala de vigilancia,
cuyo suelo tiene varios agujeros, las
escuchas amueblada con un armario desvencijado, en el que se custodia la
documentación de la cárcel, una mesa, un sillón, dos sillas de anea, propiedad
de los empleados, y un arcaico banco de madera trasladado allí desde la
sacristía, a la que pertenece. Franqueada una reja que hay en la habitación
frente a la ventana de la calle y precedidos de un recluso de confianza, que
lleva un gran manojo de llaves, penetramos en la prisión, verdadero laberinto
para el que la pisa vez primera: pasillos angostos, subidas y bajadas sin cuento,
departamentos aquí y acullá, pierde uno al salir el perfecto recuerdo de lo que
ha visto y su exacta distribución.
Por eso iremos describiendo los diversos
departamentos en el orden que acudan a la memoria.
La
enfermería.
En la dependencia que más triste
impresión produce y la que más alto proclama la usencia de toda higiene.
Una habitación reducidísima, con el
sitio preciso para albergar dos miserables camas y un armario que contiene el
botiquín, es la dedicada al dolor físico de los que ya padecen la tortura moral
de la prisión. Y esto es desde que ha poco regaló las dos camas un alma caritativa.
Antes, ni eso poco y malo había; pero el conflicto para el jefe de la cárcel
surge cada vez que ocupa aquellas fementidas camas un enfermero, sobre todo si es
de una enfermedad contagiosa, como ha ocurrido recientemente con un
tuberculoso. Como el presupuesto para extraordinarios de la cárcel es de 200
pesetas anuales, cuando llega un caso de estos no hay un céntimo disponible
para el lavado y desinfección de ropas, ni para picar y blanquear las paredes.
Sin la extremada limpieza de suelos y enseres que, como si de cosa propia se
tratara, verifican con solícito cuidado en este departamento y en todos los de
la cárcel los empleados de la misma, no podría entrarse en ella sin tomar antes
serias medidas preventivas.
Escudo
de la Santa Hermandad
Los
dormitorios- Los calabozos- Las cocinas- El departamento de mujeres
Cuadras, creo que
llaman en las cárceles españolas a los dormitorios, expresando así con
propiedad que a sus forzados huéspedes se les trata en ellas como a bestias y
no como a personas.
Están en el piso alto. Se sabe que son
dormitorios porque lo advierte el empleado, no porque los ojos tropiecen con un
mal camastro siquiera. De la pared penden liados los petates, una esterilla y
una colchoneta de las dimensiones de un cuadradillo, sobre los cuales duerme su
sueño la dura necesidad. Y menos mal si el aire penetrase allí con sus efluvios
vivificantes: una pequeña ventana es el respiradero que tiene una habitación
destinada al albergue de muchos hombres.
Pero las cuadras son salas regias comparadas con los calabozos, que se
encuentran a uno y otro lado de los muros de los patios. Angostos, húmedos, muy
húmedos, chorreando agua, cerrados con doble puerta una interior y otra
exterior, la luz y el aire deben huir horrorizados de las estrechas rendijas que
les brindan paso al través de aquellas. Sobre los poyos adosados a sus paredes
tienen que encontrar también el descanso varios hombres que apenas pueden
rebullirse, regularmente estirados.
Hay algo, sin embargo, en cuadras y calabozos, peor que la falta
de luz y ventilación: El zambullo, el
cubo de madera, retrete de noche de
los penados, que encarece más la ya viciada atmósfera a pesar de la cal que
contiene.
Cada patio tiene su cocina, en la que el
preso se guisa lo que compra, con los sesenta céntimos que le pasan
diariamente.
Las cocinas, lóbregas, oscuras y húmedas,
están en punto a higiene, en las mismas condiciones que los calabozos.
El departamento de las mujeres es lo peor
de la cárcel. ¡Cuántos palomares son mejores! La indiferencia y el menosprecio
inspirados por el falso concepto de la inferioridad de la mujer, se prolonga
hasta este triste lugar.
No quiero dejar de ofrecer a la
curiosidad del lector antes de pasar adelante, dos pensamientos escritos en las
paredes de los dormitorios.
El
Obispo-Prior, D. Remigio Gandásegui y Gorrochátegui
visitando la cárcel en 1913. Revista “Vida Manchega”, número 63, jueves
19 de junio de 1913
Dice uno:
“La lengua de los deshonestos,
maldicientes y blasfemos, daría mejor resultado arrancada de raíz y comida de
los perros que expedita en boca de algunos hombres, porque vale cincuenta veces
más un hombre mudo que el que con su lengua sacrílega daña y envenena los oídos
de los demás”.
Dice otro:
“Dios nos ha dado dos oídos y una sola
lengua para indicarnos que tenemos que oír mucho y hablar poco”.
Los
patios
Es la única nota alegre de la casa. Son
tres: uno, el primero, el que no tiene fácil comunicación con las paredes de
las casas inmediatas, destinado a los presos de consideración; otro, el del
pozo, separado de las casas vecinas por bajos y débiles tapiales, dedicado a
los condenados con penas leves y a los micos, como se les llama en el argot
presidiario a los delincuentes jóvenes, y el tercero, mucho más reducido que
los anteriores, que sirve de antesala al departamento de mujeres.
Amplios y bien soleados, en los dos
primeros patios esparcen su ánimo los penados durante el día.
Allí los vimos, aparentemente
tranquilos, como si nada amargase su vida, conservando unos, leyendo otros y
ocupados algunos en la preparación de la comida.
A nuestra presencia todos callaron y
saludaron afables.
El arte de Balzac para penetrar en el
espíritu, en la esencia, en el alma de las personas y las cosas, hubiera hecho
maravillas ente la contemplación de aquel cuadro enigmático.
El sentenciado a muerte Tomás Mora
Delgado leía sonriente y sereno un número del Heraldo de Madrid al capitán de
los secuestradores de Almodóvar, Bruno Ruiz. Esta observación me trajo a la
memoria la idea de si la lectura de crímenes y robos en los periódicos ejercerá
cierta especie de contagio en estos espíritus instintivamente predispuestos al
mal, como se ha sostenido varias veces en la prensa de todos los matices,
meditando sobre la conveniencia de no extremar la información en esa clase de
sucesos, principalmente por lo que a los protagonistas se refiere.
Fiesta
en la antigua cárcel. Revista “Vida Manchega”, número 255, 10 de julio de 1920
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