UNA tarde, hace muchos años, en el
obscuro silencio profundo de cualquier archivo parroquial de Ciudad Real, un
hombre chiquito, de lacia y descuidada barba, inteligente, modesto, lentamente
hojeaba libros rancios y tomaba notas. Era don Rafael Ramírez de Arellano.
Casualmente estaba yo por allí y, pronto, mi ignorancia de las cosas artísticas
en general, y, en particular de las de Ciudad Real, empezó a picotear en la
profusa y amena sapiencia de aquel hombre bueno. Fijose la conversación en el
artesonado de la Iglesia de Santiago, que tenía, para mí, la curiosidad
acuciante de lo desconocido.
Pocos días después, como consecuencia de aquella tarde de interesante charla, en la paz luminosa de la mañana del sábado de Gloria, mientras repicaban las campanas llevando su alegría a la plazuela, al barrio, y hasta al cielo, subía yo la áspera escalera de la torre parroquial de Santiago. Hacia su mitad había una puerta; tras ella, amplio, bello, suntuoso, estaba el artesonado como techo de una a modo de extraña y grande estancia, cuyo convexo suelo era el revés de la semicilíndrica bóveda, antiestética y liviana, de la nave central del templo que, siglos ha, viene ocultando la grata visión de la bien entramada y decorada armadura.
Sentado sobre uno de sus tirantes, solo, cuando a raudales entraba el sol radiante de esa mañana primaveral por una de las dos rejas hechas a la obra, leí allí, de las «Memorias Manchegas Históricas y Tradicionales» de Ramírez de A rellano, lo siguiente:
En la nave central, «a unos dos metros por encima de las bóvedas, se conserva, casi completo, un magnífico artesonado o armadura de lazo de a cuatro, del siglo XIV en su último tercio, que es una lástima no esté al descubierto para admiración de naturales y «forasteros». «Es el techo de madera en limpio, y ha tomado un hermoso color de caoba. Tiene un almizate central muy cuajado de lazo de a cuatro, como queda dicho, formando estrellas, y la labor de este almizate se corre por las descendidas en tres fajas, una central y otra en cada extremo. Los centros o fondos de esta labor, tanto en lo ornamentado como en las descendidas, están estofados, dorados y pintados con brillantes colores, en dibujos geométricos unos y de flores y hojas otros, y si bien esta parte pictórica, que es a la morisca, se halla bastante deteriorada, no es imposible su restauración. Los nueve pares de tirantes que sujetan el artesonado y se apoyan sobre caprichosos, variados y amplios canes, están también hermosamente decorados con pinturas a la morisca. El almarbate, o sea el friso, se compone de líneas de tabicones en los que alternan los escudos de armas de Santiago de Calatrava y el blasón de los Muñiz de Godoy, que es el que nos induce a deducir, con precisión, la época en que se construyó; es decir, que fue costeado por el gran Maestre don Pedro Muñiz de Godoy, en cuyo tiempo se supone aparecida y nosotros diremos que esculpida, la Virgen de la Blanca.» «Este techo se restauraría, para que pudiera verse, con muy poco dinero, pues sólo es necesario taparlas dos rajas del ancho de dos solivas de las descendidas, hecho al tiempo de las bóvedas para refrescar las maderas y librarlas de la polilla, y con esta restauración podría durar hasta que se pudiera acometer la de las pinturas, que es más costosa.»
Contemplé aquello con emoción, soñé imposibles... y vi subir humo de incienso, de la finada función de Resurrección, por los agujeros que, perforando la bóveda, daban paso a las cuerdas de las arañas del templo. Entonces sentí ganas de golpear la endeble capa de yeso y derribar un trozo para que, a chorros de fantásticas y perezosas contorsiones, el humo ampliamente aromara las viejas maderas olvidadas; para que las oraciones nuevas, sin trabas, se fundieran con las preces remotas, todavía, sin duda, por allá secularmente guarecidas. No sólo por eso con ira desplomara un trozo de bóveda, lo hubiera hecho p ara dejar descubierto un pedazo, al menos, del hermoso techo. Quizá aquél, por cobardía, fracasado atentado contra lo malo hubiese motivado la oportuna restauración de lo bueno y pasados más de veinte años, no tendríamos lugar a comentar, hoy, cómo las palomas, en cantidad fabulosa, se han posesionado del magnífico artesonado empastando tablas y profanando adornos.
El siempre maltratado templo de Santiago
aun ha padecido, en estos años, nuevas destrucciones, construcciones y
restauraciones disparatadas y sensibles, que añadir a las pasadas. En la torre
se paró el reloj; las campanas—alguna del siglo XV—desaparecieron; el chapitel
de pizarra se derrumba en esa torre, en ese antiguo «torreón defensivo», que
seguramente añora su antiquísima y primitiva cubierta; la bóveda de ladrillo,
octogonal o semiesférica, cuvas pechinas sustentadoras se conservan en lo alto.
En el interior, los antiguos dorados retablos barrocos no existen; imágenes, en
su mayoría antiartísticas y dulzonas, entristecen el recuerdo de las tallas
recias y antañonas destruidas; la cal sigue embadurnando muros y capillas y
tapando y afeando bellezas... ¡Va desapareciendo, poco a poro, «una iglesia
notabilísima y de las más dignas de estudio de toda la región manchega»!
Seguramente la más antigua de Ciudad Real.
La vergüenza sigue, aumentada, gravitando
sobre nosotros porque salvo singulares excepciones, con alegría inconsciente,
somos expeditos en destruir lo bueno que teníamos, lo poco bueno que nos queda,
cuando en otros lugares conservan, descubren, restauran lo añejo con
escrupuloso y benemérito celo. ¡Oh, Santiago del Burgo y la Magdalena de Zamora!
¡Oh, Parral segoviano y catedral de Sigüenza...!
¡Todavía es tiempo! Óiganlo quienes puedan y quieran, quienes obligados están a oír, y, libre de broza, resurja la parroquia de Santiago Apóstol, de Ciudad Real, con su secular, encantadora y plena belleza prístina p ara honra de ellos y nuestra ; para bien del Arte. Mañana será tarde.
De pasada—muy mucho a lo capitán Araña, es nuestro papel—emplacemos al bien querido y respetado don Emilio Bernabéu para que nos cuente —él lo sabe y obligado está a decírnoslo—cómo era aquel otro artesonado que cubría la ermita de Alarcos y llevó la delantera al de Santiago en su desaparición, y hostiguémoste, amigo Agostini —excelente catador artístico e histórico de nuestra región— para que, como acostumbras, meticulosamente documentado y de modo galano, en fecha próxima nos relates y sitúes en el dilatado y estático campo del arte morisco, el gran artesonado, también maltrecho, aunque no tanto, de la Iglesia Parroquial de Almodóvar del Campo, que una tarde canicular me enseñaste a admirar y mal supe fotografiar.
Julián
Alonso, revista “Albores” número 19, mayo de 1948
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