Entrada la luna por las estrecheces que
unen las plazuelas de Santiago y de D. Agustín Salido; daba tintes de leyenda,
de moros y cristianos, al torreón almenado, y, entre él y el feísimo atrio del
templo, en medio del paredón liso, dibujaba, con meticuloso afán, la cegada
puerta que de arco de herradura parece, lo que si en remate fuera cierto,
aclararía que antes de iglesia cristiana, mezquita era de Pozuelo, como los
calatravos en sus escritos nombraban a nuestro lugar hasta que, convertido por
el rey sabio en villa, y realenga, fuera desgajado de la pertenencia y dominio
de los monjes y enfrentado a ellos, que como Pozuelo no vuelven a mentarlo.
Así: lunera, solitaria, espaciosa,
aparecía la plazuela del “Señor San Tiago” en la primera visita veraniega, que
hube de hacerle en mi temporada de ciudarrealeño, que se ha perdido en Ciudad
Real y recibióme en sus susurros incorpóreos y sutiles de amiga, de buena
amiga, que me daba la bienvenida.
La recorrí, cumplidamente de extremo a
extremo en pasos lentos, deliciosos de recreación y pensaba que, pronto,
aumentara el nocturno ensueño de su recinto con tenue luz artificial,
penumbrosa y ciega, ya que “a edificios viejos, luz vieja” como hace poco nos
contaba LANZA iban con gran acierto, a iluminar Morat.
¡Bonita estará nuestra plazuela! En las
noches luneras, la luna jugaba con los viejos puntos luminosos y juntos, o
estos solos en los días de negrura, darán aspecto antañón, poético, encantador
a nuestro más bello rincón añejo, y la mortecina luz caerá en el típico
empedrado nuestro de grandes cantos cuarcitosos que, holgados al empedrarla de
nuevo, dejarán, entre sí, espacio a la hierbezuela para crecer y bordar verdes
arabescos, complicados, en su sayal propio y castizo, haciéndola más bonita y
subyugadora. Ni más masa verde que esas rendijas rellenas, ni más adornos, ni
más filigranas, para la austeridad y respeto que merece la plazuela si no
queremos dar al traste con él, como decimos, más castizo rincón de los pocos
que aún quedan, que sobradas profanaciones artísticas son, para ella, un atrio
absurdo, un edificio insulso, no de aquí, ni de allá, ni de ayer ni de hoy;
otro pegote repelente, atroz, allí donde se besan esta plazuela y la de Don
Agustín Salido… ¡y no entendemos en la siete u ocho veces secular, y sufrida,
Santa Casa del Hijo del Trueno buscando el artesonado, del siglo XIV, mandado
hacer por Muñiz de Godoy y oculto desde centurias pasadas sin que exista medio
de que lo descubran!
Antiguas
edificaciones de la Plaza de Santiago
Y paseando y paseando, seguía pensando
en estas faltas y sobras y me decía: ¿qué opinarían los sevillanos si, en su
barrio de Santa Cruz, quitásemos la famosa Cruz de herrejes retorcidos y
complicados, y las macetas de claveles de sus gradas de ladrillo y en su lugar,
clavásemos un gótico “cruceiro” gallego de piedra berroqueña carcomida de
líquenes y musgos? ¿Saldríamos airoso de la “plaza de Santa Ana” de Ávila
después de dejarles allí, en ella, una barroca fachada, al estilo colonial de
retorno de América, como la del Carmen descalzo de Cádiz? ¿Y si adosásemos a la
granítica Lonja del monasterio de El Escorial --¡a ver que le pasaba a la tumba
de nuestro señor don Felipe II!—una casita blanquita de cal, con candela en la
puerta; con ventanas de celosías verdes y con una azoteílla desgranando
geranios rojos y jazmines, aires flamencos y repiqueteos de palillos?..
¿Recuerdas los comentarios de aquellos turistas al ver junto a las vetustas
parroquia de San Pedro y “la casa de la torrecilla” la novísima Delegación de
Hacienda?
¡No te desquicies, Fantasía! Y piensa
que la monumentalidad de esos próceres parajes no es comparable a la de nuestra
plazuela.
Cierto pero, en su modestia, dale un
tantico de monumentalidad la fachada del templo, cargado de historia, y se la
aumenta la mole del monasterio de la Alta Gracia que se asoma sobre las bajitas
casas ¡que no suban!... y los injertos de nuestra plaza antes restan, que
añaden, nobleza artística.
…Y quizá más humilde que este remanso de
paz de nuestra ciudad sean, en una ciudad hermana, unas casas que, en estos
días, empezó a derruir su propietario, y sin embargo, varios vecinos vieron
perderse un rincón de belleza local, que tan cuidadosamente allí conservan, y
sus quejas respetuosas, razonadas, justas, tuvieron eficacia suficiente para
que se decretara la suspensión de las demoliciones caprichosas y la
reconstrucción de lo arruinado en la forma prístina con los mismos caracteres
de armonía que tenía, que no podemos ser dueños amnimodos, de las cosas si no
hasta el límite, prudente, de aquello a que nos debemos y exigen Dios, el Arte,
la Historia y los que nos sucedan, ante quienes hemos de responder del empleo
que hagamos de las riquezas, bellas y artísticas, pues en depósito, nada más no
las entregaron sus creadores.
…Y una nubecilla cubrió la luna,
ensombreció el recinto y la ciudarrealenga, encantadora, plazuela del “Señor
San Tiago”, se hizo, más maravillosamente atractiva, medieval, legendaria… y,
en lo alto del torreón almenado parecióme asomada la silueta de Alfonso X
mirando los campos llanos del mismo modo que estuviera cuando, tal vez desde
esa misma altura concibió la creación de su “real e bona villa”. La nubecilla:
tiró unas gotas, y el agua, tibia, semejaba llanto sedante… y volvió a lucir la
luna.
Julián
Alonso Rodríguez, diario “Lanza” vienes 13 de septiembre de 1957
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