He aquí la torre de don Fadrique, como la llaman. En el centro del compacto caserío sevillano, con arrogancia recia de matrona vetusta, bajo el claro cielo, recorta su silueta triunfadora, sobre azoteas, cupulillas, torres y campaniles.
Dice la Historia en caracteres monacales, se elevó, por los años 1252, por mandato de don Fadrique, hijo de Beatriz y del rey de España, Fernando –el Santo amigo de la ley-. Es románico ojival de transición. Tiene tres pisos separados por sencillas molduras, y con elegantes ventanales los dos últimos, Almenas erizan su remate.
Está enclavada en la huerta del palacio que perteneció a don Felipe, primer arzobispo de Sevilla y hermano de don Fadrique y de don Alfonso. Al renunciar al Arzobispado, y emigrar bajo el título de Duque de Alba, pasó a ser de don Fabrique, que elevó la torre, y a su muerta, acaecida en 1276 por estrangulamiento, ordenado por su hermano Alfonso X, este tomó la posesión del palacio, de la puerta y de “la torre bella y esbelta llena de riquezas”, con todos los bienes confiscados en Sevilla, al desdichado Fadrique.
En 1289, el usurpador don Sancho, el Bravo, cedió palacio, torre y huerta, para convento de clarisas y, en nuestros días, por enajenación de las monjas, adquirió la famosa torre el Ayuntamiento sevillano y la restauró juiciosamente.
“La leyenda, extiende sobre ella velos lindos de enredaderas floridas y hiedra reparadora y nos dice, por el cronista González de León, que vio, al mediar el siglo XIV, como, doña María Fernández Coronel, hija de don Fernando Coronel y mujer de don Juan de la Cerda –muertos por mandato de don Pedro, el Cruel- retirada en el convento de Santa Clara, huyó un día a la huerta y se hizo meter en un hoyo, y cubrir de tierra. Al llegar don Pedro o sus ministros, asaltantes del convento y perseguidores de la dama honrada y hermosa, para sacarla violentamente de la clausura y facilitar los deseos regios malvados, la hierba había crecido, sobre el enterramiento de modo tan rápido y milagroso que imposible les fue encontrarla. “Así la divina providencia premió la virtud de la bella recatada”.
Dicen otros no ser tan poética y providencial la leyenda que vio la torre, y que lo que podría testificar es la tragedia de una belleza inmolada por salvar la virtud, pues, la honesta doña María, para librarse de la persecución odiosa del rey Pedro, llegó al heroísmo de desfigurarse el hermoso rostro y quemarse el pecho con aceite hirviendo, y lo extraordinario es que, según parece, su momificado cuerpo, recientemente removido, elevan la historia a leyenda, pues se aprecian en la cara y en el pecho del cadáver inequívocas señales de haber sido cierta la brava decisión de doña María.
Todo eso me contaban, el otro día, mientras contemplaba la torre encantada, y a la mente se vino mi tierra, y de ella, Ciudad Real y de él, la también histórica y legendaria torre de Santiago, el Cebedeo, algo más antigua, a juzgar por su arquitectura de mayor arcaísmo, que la de don Fadrique, y pensé, como otras veces dije, que por los años 1255, presenciaría las andanzas de don Alfonso cuando fijándose en Pozuelo, más viejo de lo que parece y más populoso de lo que se cree, en él, y precisamente por estas características y por su proximidad a Alarcos y a la hostil Calatrava, fundó su “grand Villa e bona”, que ya tenía iglesia sobre mezquita y consagrada al santo vencedor de la morisma.
Vino a mi recuerdo la torre de Santiago de nuestro Perchel con pujos juveniles, en su ancianidad, tratando, malhumorada, de destocarse el actual capirucho negro, como protesta del mal que le hicieron al quitarle sus almenas de nacimiento allá por 1798 ó 1799, por lo menos. Sí, porque según los datos que tenemos en esos años –da antes no conocemos noticia alguna- hizo el párroco don Sebastián de Almenara le pusieran chapitel con linterna y balconcillo y todo faldón emplomado construido por el maestro, Jerónimo Almilla. “La piedra para hacer la cornisa se sacó de la cantera, dentro de murallas, inmediata a la Puerta de Calatrava”. Luego bien entrado el siglo XIX, otro párroco, don Jesús Muñoz Contreras, porque se llovía el chapitel y se pudrieron algunas maderas, lo mando derribar y crearlo de nuevo, sin linterna y empizarrado, para qué, como digo, en nuestros años, la torre, a gritos de ruina y buen gusto, se lo quiera quitar por anacrónico y podrido, y, a voces más fuertes y nobles todavía pida lucir, de nuevo, bellezas de bóveda, afirmada en las pechinas aun existentes de la primitiva, y almenas, arrebatadas en funestas épocas decadentes. ¡Cuidado estaría guapetona, mordiendo, hogaño, nuestro cielo con su corona almenada, como su casi hermana de época la encantada torre de don Fadrique, y como lo hacía antaño! ¿No remata así, y no es torre y es más viejo –del ¿siglo XII?- y abandonado el campanario de Alarcos?, del cual no hay que olvidar sus enseñanzas arquitectónicas al restaurar la torre de Santiago.
Y siguió la ilusión de mi delirio:
Aquel rincón de nuestra ciudad estaba convertido en el más bello y atrayente de los muchos que tiene de los muchos que tiene y eso gracias a las artes del buen gusto y del tino consciente de la restauración: La plaza empedrada, sin adornos, silenciosa, manchega, rodeada de casitas bajas, bien entonadas, manchegas también, sobre las cuales se empinaba, a lo lejos, la mole del convento de Altagracia, y sin edificios armatostes como el detestable que inicia la entrada por la vecina, plaza de don Agustín Salido y que por ornato, no debió permitir el Ayuntamiento se construyera y profanasen aquellos típicos parajes. Al fondo, la fachada del templo, bonita como está ahora, salvo el “porche” de entrada. Pegada a ella, la torre sin caperuza tétrica, pero con su prístino coronamiento repuesto, y palomas haciéndole rueda de arrullo, y una cigüeña, a patita coja, cada año, unos meses, en cada almena de sus esquinas, tal que como ocurre en Trujillo y en Sta. María de Cáceres.
Por el lado de “los panteones” había surgido el contraste de jardín monacal –que rememoraba este verano, en este periódico- escueto, jugoso, ensoñador: Un ciprés, unas lapidas mortuorias, tapando los huesos amontonados que aparezcan al remover escombros; mucha hierva verde y pocas flores, y un rustico banco de piedra; una fuentecilla leve ante la otra fachada de la iglesia, no menos interesante que la principal, y un libro en las manos para poderlo leer en el reposo romántico de la sombra de la torre roto, al mediar el día, con el tañido del saludo a María.
Entre plaza escueta y frondoso jardín,
dentro -¡ay, dentro!-, había vuelto a la más antigua iglesia de Ciudad Real la
austera severidad de su sabor secular, tan precioso y tan maltrecho por todos
lados. El incomparable artesonado que en el siglo XIV mandara poner, en épocas
de convivencias realengas y calatravas, el maestre Muñiz de Godoy, se iluminaba
por el óculo, hoy inservible, abierto en el crucero, entre el artesonado, y la
antipática bóveda de yeso posiblemente colocada en los tiempos del cura
Almenara, el del chapitel del balconcillo y la linterna. Una vieja, quedita y contrita, reza,
acurrucada, de rodillas en las grandes losas de barro cocido del suelo, que
está pidiendo la antigüedad del templo. La Virgen de los Dolores, en la sosa
capilla de la cabecera, rota, de la nave epistolar, aprieta contra su pecho las
manos cruzadas mientras el reloj de caja late el ritmo de las horas, y el
aceite de la lamparilla del sagrario parpadea su vigilia perpetua.
No sé donde lo he leído, pero conste no lo he inventado, el siguiente dato que, por curioso, como inciso consigno: El maestre Muñiz de Godoy cerró las puertas del castillo de Caracuel nada menos que al rey Pedro, el Cruel, cuando allí quiso hospedarse, y hubo de pasar de largo con sus huestes. Valioso seria hallar conexión entre la valiente arrogancia del Maestre, la protección de rey a los judíos, la amistad circunstancial de realengos y calatravos citada y el fratricidio de Enrique de Trasmatara en Montiel.
¡Animo y acierto, antiguo amigo P. Castro, cura de Santiago! Ahí tienes la fotografía que te prometí de la torre sevillana de don Fadrique y no olvides lo que sobre la parroquia de Santiago y su torre Alfonso X, escribió Agostini este verano en LANZA. Pide, que sabes pedir. No te vayas de ligero, que peor es hacer mal que no hacer nada. Que con buenos y cultos asesores emprenderías y culmines con éxito la obra. ¿Has visto la discreción y corrección con que ha reconstruido Turismo “el patio trilingüe” y el salón de grados de la Universidad Complutense? Acércate a regiones devastadas y acércala a Santiago, que se sabe hacer muy bien las cosas, y ten en cuenta que, en el próximo centenario, todos habemos de poner nuestra piedrecita, sutil o inteligente, pero entrañable, siempre y honesta en su bondad… y no sería chica la vuestra, ni mala, si presentáis, a quienes nos visitan, tres iglesias y sus tres ambientes.
Santa María del Prado con –al menos y es poco- la puerta del fondo sin tapieja ocultadora y los ventanales del ábside con sus góticas celosías, y el Prado –tan descuidado, el pobre- pulido como en sus mejores tiempos.
El estrecho y frondoso jardín de San Pedro apretando los muros de la iglesia en cuyo interior la Virgen de la Guía y su templete –muy elogiado este verano por el gobernador civil- luzcan restaurados… y sin esa solería injuria, ni ese Vía Crucis trianero en castizo templo castellano.
Santiago… de modo que la sombra del fundador, del sabio Alfonso, nuestro señor, no se avergüence de pasear por allí, ni de tener que rezar a una imagen de hojaldre del Cebedeo, cuando a nosotros venga en las fiestas centenarias de hijos agradecidos. Del mismo modo que merecimos honor real cuando vino en cuerpo mortal a Pozuelo, el año 1255, para convertirlo en su “grand Villa a bona” recíbalo él, ahora, colmado de sus vasallos.
Diario “Lanza”, jueves 28 de octubre de 1954, páginas 5 y 6
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