Hasta la misma entrada del “portalito”
adelantó Rafaelito, antes de acostarse, los Reyes Magos, jinetes en caballos
galopantes y seguidos de hieráticos camellos. Cada día de Navidad, los había
hecho avanzar por el camino de madera, pino y retorcido, que arrancaba de las
puertas del castillo de cartón, con azoteas soladas de mármol blanco y negro de
envolturas de papel de fumar “Jean”, y rendían viaje galopando entre multitud
de figuritas de barro amontonadas esta noche, en apoteósico fin de Pascuas,
ante el “misterio”, con buey amarillo como el manto de San José y mula de igual
color que el pelo de la Virgen, alumbrando con resplandores de llama de oculta
vela, hueca, de esperma.
Allí se apretaban las parejas de pastores bailadores en mangas de camisa y con sombrero de paja; el chiquillo tocador de la zambomba de cañiflote de alambre; la villana de la pandereta; el ciego del guitarrico; el gañán de los pavos a cuestas; la vieja de los buñuelos; el molinero de picudo gorro negro y blanco saco al hombro; el vinatero del tonelillo y del chaleco estrecho; el viejo de la manta remendada y los jamones en las alforjas; el fraile franciscano; la labradora de las cestas de fresas y naranjas tocada con la saya; el leñador; el pastelero con la bandeja de roscos en la cabeza; la aguadora; el carnicero; el pastorcillo del recental reliado al cuello; el de la sartén de migas; el… ¡Un mundo barroco, de barro y alambre anacrónico, encantador y pintoresco, ante el pesebre del Niño Dios ¡Hasta una linda damisela, de porcelana, con falda larga, polisón, abanico pericón y plumas en la tortada del peinado!
Acostaron a Rafaelito; tempranito e intranquilo. Apretaba los ojos para dormirse y no los cerraba el sueño. Se acurrucaba. Sentía frio. Calor, luego. Quedó transpuesto, pero desosegado. Adormecido, en su disparatada fantasía infantil, adquirían perspectivas y lejanías deliciosas el Nacimiento de montes de bornizo y bosques de madroña, y las praderas de musgo arrancado en la umbría de las murallas, y el rio de hojalata, papel platilla y agua de verdad, con un pescador frente a la lavandera del hatico en miniatura hecho por mamá, con primor, con recortes de tela. En lo más alto, el cuadrangular castillo roquero de Melchor, Gaspar y Baltasar, con ventanas ojivales, balcón renaciente, portada de herradura y cuatro torres de negros chapiteles piramidales. ¡Era lo más atrayente del Belén!
La nieve de harina estaba mohosa, pero aun blanqueaba en los roquedales. La escarcha, de cristal machacado, aun brillaba en los llanos.
Veía, soñando, el chozo chico y picudo y
la vieja, grande, calentándose en la puerta. Y no digamos el pueblo de casas
blancas tejadas de papel de lija, y el tapón de corcho convertido en manchego
molino de viento, encaramado en el repecho, y la iglesia, en la plaza, con el
cura, a la puerta, en balandrán y los brazos abiertos. En lo hondo se percibía
el altar mayor con una estampa de la Virgen del Carmen, anuncio de Barrenengoa.
La llueca en la cesta de paja; las ovejas de palo y bayeta y collares rojos; los guarros hechos de bellotas gordas; las gallinas; los pavos… se desparramaban por siembras de césped y surcos de cartón ondulado de envolver no sé qué. ¡Aquel maravilloso cielo azul compuesto por mamá cosiendo estrellas en la colcha azul y, colgando de un cordón, el angélico desnudo que tocaba la flauta pintada de purpurina, se balanceaba como si velase y se aquietaba, de espaldas siempre, enseñando el culito sonrosado!
Todo, todo el Belén iba, venía, se esfumaba, se hacía luminoso, tornaba a desaparecer, en el sueño del nervioso Rafaelito.
Se despertó, levantó la cabeza de la almohada, creyó sentir galope de caballos en los guijos de la calle. Era la señal. Así le dijeron venían por la puerta de Toledo los Reyes Magos cargados de juguetes para los niños buenos. Les había escrito pidiéndoles muchas cosas. Había sido bueno… aquel día ¿Lo sabrían ellos?
Pararon allí mismo, ¿las yuntas que salían al campo al amanecer o los caballos de los Reyes? El corazón le sonaba en el pecho con ruido de zambomba. Quiso levantarse y no pudo. Tuvo miedo. Cuando entraron sus papas en la alcoba, se sobresaltó mucho ¡Llegaron los Reyes!
Arropado en una manta, mamá lo llevó en brazos para que viera, tras los cristales de la ventana, un Rey Mago de carne y hueso ¡de veras! Lo sorprendieron atando unos paquetes a las cruces de los hierros. Traía capa grana y una corona brillaba sobre su blanca melena, crespa, como las barbas, muy largas, y el bigote.
Rafaelito se agarró con fuerza al cuello de su mamá. Tenía mucho miedo y una alegría muy grande.
-¡Pregúntale quién es! –le dijo su papá.
-Soy el Rey Melchor.
-¿De dónde vienes?
-De Oriente.
No dijo más. Terminó de amarrar los paquetones y se marchó solemne, silencioso con majestad de criado disfrazado, arrastrando en la noche su capa grana; brillando a la luna los agudos picos de la corona sobre aquella melena blanca, crespa, como la barba y el bigote; dejando en Rafaelito una enorme emoción de dulzura y encanto…
Tan grandes eran los envoltorios que no cabían
entre los barrotes de las rejas y tuvo Bienvenido, el criado, que salir por
ellos a la calle. En uno ponía: “Para Rafaelito”. En el otro: “Para
Carmencita”.
Rafaelito abrió los dos. Carmencita dormía en su cuna. Era tan chiquitilla que no la despertó el ruido del caballo de Melchor.
Una pelota muy grande, con gajos azules, verdes, rojos, amarillos, para Carmencita ¡Era la pelota casi tan grande como ella! Y una muñeca rubia, “de china cerraba los ojos y tenía un vestido de seda rosa lo mismito que el de su hermanita.
Para él, un teatro que se armaba y desarmaba, con los monigotes vestidos de reyes, de guerreros de enanos, de duquesas, de príncipes, de doncellas, de gitanos… ¡Cómo lo había pedido! ¡Ah, y un tímpano con el macito de corcho y las teclas de cristal, limpias, lustrosas!
Fue a golpearlas con el macito… y le despertó un ruido seco. Eran Tinito y Lilita que irrumpieron en el despacho de don Rafael.
Don Rafael se rebulló en la butaca y acercó al radiador las manos frías, flacas, huesudas, viejas, pero aristocráticas.
-¡Mira, mira abuelito Rafael mira lo que nos han puesto los Reyes!
Lilita apretaba en su regazo un Pepe que parecía de carne y lloraba y hacia pipi y todo.
-¡Y vestido de blanco! ¡Lo mismito que mí vestido bueno! ¿Sabes abuelito?... con lacitos azules.
A Tinito le dejaron un balón pequeño “de reglamento” y un mecano.
-¿Te gusta abuelito?... ¡Ayúdame a armar el puente!... No ¡La grúa mejor! ¿Quieres?
-Mañana os aguarda la chacha. Vais a merendar. Hace mucho frio y debéis volver pronto a vuestra casa con mamá y papá.
-¿Lloras abuelito?
-¡es el humo del cigarro que se metió en los ojos!
Suavemente; acariciando a Tinito; perdiendo sus dedos finos, viejos, señoriales, entre la maraña sedosa de los cabellos de Lilita, los llevó hasta la puerta. Los besó y cerró.
Lentamente, en el crepúsculo de la tarde de Reyes, el venerable y arrogante abuelito Rafael, volvió, otra vez a la butaca. Acercó sus manos al radiador.
-Señor, ¿por qué me habéis despertado?... ¡caramba, el humo del cigarro se metió de nuevo en los ojos!
Don Rafael, maquinalmente, abrió la pitillera, tomó un cigarrillo y lo encendió. ¡Era el primero que fumaba aquella tarde!
En la vacía penumbra del anochecer de la tarde de Reyes quedó pensativo, dormido… y no volvió a soñar ¡Qué lástima!
Lejos reía Lilita y gritaba Tinito.
1895-1953
Julián Alonso Rodríguez. Diario Lanza, sábado 3 de enero de 1953
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