El elocuentísimo orador y escritor
católico Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, extremeño ilustre, figura cumbre
del siglo pasado, pero cuyas sabias doctrinas políticas y religiosas no han
perdido actualidad, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de
la Lengua trató de la “Santa Biblia”, calificándola como el libro más
portentoso de la humanidad.
Pues bien, en esa magna obra se habla de
aquellas cinco ciudades que constituían la llamada Pentápolis, entre las que
estaban Sodoma y Gomorra, que por sus crímenes y licenciosas costumbres, fueron
arrasadas fatalmente por el azufre y el fuego que como castigo en forma de
lluvia le echó Jehová.
Estas ciudades, que los arqueólogos e
historiadores quieren localizar en el “Mar Muerto” o en sus proximidades, se
llamaban Malditas, queriendo Dios, en su justa indignación borrarlas de la faz
de la tierra y aún más hasta de la memoria de los hombres. He pensado algunas
veces, como ciudarrealeño, si nuestra capital en los modernos, tan olvidada y
preterida, podía ser acaso, otra “ciudad maldita”, como aquellas de que nos
habla el libro sagrado.
Pero no, me contesto en mis largas
meditaciones sobre esta pretensión, abandono y olvido de Ciudad Real, repasando
su ejemplar y brillante historia, no encuentro motivo, ni queja, ni hecho
alguno que justifique esta condenación tácita pero real y palpable.
Sucintamente diremos que en el correr de
los siglos, arrancando desde el siglo XIII, empieza a sonar en nuestras
historias y crónicas el lugar que hoy es Ciudad Real.
El rey don Fernando III, el Santo y su
insigne madre la reina doña Berenguela, escogen el “Pozuelo de don Gil”, para
tener en él las célebres vistas en 1244, lo que demuestra su predilección por
este pueblo, teniendo tan cerca Calatrava y Almagro. Diez años después el hijo
de estos grandes monarcas, Alfonso X, el Sabio, concede en 1255, la carta
puebla haciendo del pozuelo de don Gil, Villa Real, viniendo el mismo egregio
fundador a trazar con un arado o como dicen otros historiadores, el circuito
por donde se habían de levantar las murallas y puertas, así como sus iglesias,
calles, plazas y edificios comunales de la nueva villa.
Como aquí muere casi repentinamente el
infante don Fernando de la Cerda, que había escogido Villa Real, para
reconcentrar aquí las tropas de la nobleza y las milicias concejiles, como
sitio el más adecuado por su proximidad a Sierra Morena, para atacar a los
moros, al saber aquella muerte, a marcha forzadas, viene el otro infante don
Sancho que de aquí parte con su ejército para la guerra en Andalucía.
Aquí viene también el rey Enrique II,
venciendo y matando a su hermano don Pedro el Cruel, en Montiel, en el célebre
Castillo de la Estrella, cuyas ruinas se ven todavía.
Para demostrar el gran apreció en que se
tenía a Villa Real, don Juan I hace donación por sus días al rey de Armenia,
León V, hecho que se repite por el monarca don Enrique IV, que le da a su
esposa doña Juana el señorío de esta población, como una de las joyas más
preciadas de la Monarquía castellana.
Don Juan II cuando estaba preso por los
rebeldes infantes en el Castillo de Montalbán pide auxilio para que lo liberten
del asedio al Concejo de Villa Real, que prontamente envía sus milicias y las
de la Santa Hermandad, consiguiéndolo.
Por este auxilio y lealtad concede a
Villa Real el título de Ciudad, con el apellido “de muy noble y muy leal”, que
con legitimo orgullo ostenta en su escudo heráldico.
El hermano de Isabel la Católica,
provisionalmente rey de Castilla, don Alfonso, concede a Ciudad Real la fábrica
de batir o acuñar moneda, que estuvo instalada donde hoy está la Escuela
Popular, en la calle de la Mata, precisamente donde estuvo San Vicente Ferrer,
predicando al pueblo desde uno de sus balcones.
Como en la guerra, que sostenían los
preclaros Reyes Católicos, Ciudad Real resistió heroicamente a las tropas del
poderoso maestre de Calatrava Girón, que defendió la causa de doña Juana la
Beltraneja en contra de la reina Isabel, en premio a su lealtad, estableció el
alto Tribunal de justicia, llamado Real Chancillería, trasladada después a
Granada.
¡Y para qué seguir enumerando la
importancia de esta capital y la predilección que le tuvieron todos los reyes
hasta casi nuestros días!
Ciudad Real y su provincia, ha sido
siempre tierra de guerreros, de santos, y de hombres de ciencia, como Hernán
Pérez del Pulgar, Diego de Almagro, Espartero, Aguilera, el obispo y poeta
valdepeñero Balbuena, el Beato Juan de Ávila, Santo Tomás de Villanueva, el
cardenal arzobispo de Toledo Monescillo, etc. etc. etcétera.
Con este brillante historial, ¿a qué se
debe el abandono, la preterición y el olvido de esta capital?
¿Será, como aquellos de la Pentápolis,
nuestro pueblo una “ciudad maldita”?
Emilio
Bernabeu. Diario “Lanza”, miércoles 5 de junio de 1952, página 2.
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