¡Buen “pelao” ha caído!
La luna de enero, sin una nube en el
cielo, derrama, por las noches, plata clara en las fachadas y hace de las
sombras acero bruñido. El hielo, sin piedad, cae día tras día.
Las orejas de la mula, la manta y
montera del labriego, los varales del carro, las seras de hortalizas, estaban
blancos de cristalicos de frío cuando, de madrugada, llegaron a la plaza y
ladraban los perros guardianes asomando los hocicos entre los barrotes de las
rejas, aún no abiertas que protegen, por ambas salidas, el estrecho callejón de
la Alcaná, presidida por San Antonio.
La moza, con la cesta colgada del brazo;
con las manos, sangrantes de sabañones, debajo del mantón; muy apretadico el
pañuelo a la cabeza; dando tiritones; calle arriba, y deprisita, va por la
prebenda.
Huele a nuestro amanecer invernal: a
humedad; a barro; a leña quemada de jara, de sarmientos; a cochura; ¡a frio!
¡Buen “pelao” ha caído esta noche!
Acuchilla al Alba, violeta, rosada,
transparente un sol anémico, aterido limpio. No podrá derretir las humbrías,
pero, luego, “en el hueco del día”, bien lo tomarán en la solana, la vieja y el
gato, y se revolcará en él el chico roñoso de la cata de miel, y jugará con las
risas y secreticos de la moza y del gañan, mientras ella a la puerta de la
casa, sentada en un serijo, menea los bolillos de la almohadilla encajera y el
hombre, cetrino, cerquita, hace tomiza arrimado a la pared, a la par de la
reja, afilada y brillante del arado.
Pero eso será cualquier día soleado de
invierno. Hoy es otra cosa. No es un día cualquiera. Es el de San Sebastián y
–estamos en los años de los Felipes- hay fiesta y romería en la ermita del
Santo; enclavada en la Puerta de Santa María, fuera de las murallas. Lo
anunciaron ayer, por la tarde, y esta madrugada, con voltear alegre, las
campanas de la Iglesia Mayor y el cimbalillo de la ermita. Así la prisa de la
moza de los sabañones en hacer la compra, y el querer concluir pronto sus
ventas el ajero, el albarquero, el hortelano, el estererero… y los mercaderes
del callenjocillo estrecho y oscuro de la Alcaná.
El sol va para arriba y por las calles
de los Reyes, de Infantes, de la Zarza, del Carmen, del Ciprés, hormiguea el
gentío. Arropadica va la gente a buscar el sol y el holgorio, por los campos de
la ermita de San Sebastián. Se extiende por las eras, por el descampado;
pegadas a las murallas; junto al pozo, santo, del Santo. Arremolínanse ante las
espuertas de los puestos improvisados y junto a las aguaderas de los
borriquillos, repletas “de confituras, turrón y todas esas cosas que llaman
cascajo” y son voceadas con grande algarabía.
Allí llegan el hidalguillo finchado, el
labrador rico, la tripuda zafia, el pedigüeño lacerado, la señorona, la
disimulada carne joven de chamizo, pícaros, la linda tapada, la marrullera y
rezadora enlutada Celestina… La mocería juega a los bolos y a la tángara, y
canta y relincha y empina la resobada bota ya mermada de tinto.
La
Puerta de Santa María a principios del siglo XX. Cerca de este lugar ya
encontraba la desaparecida ermita de San Sebastián
Todo es alegría y bulla. No es para
desperdiciar un día de asueto en el campo y al sol tibio de invierno, en medio
de la monotonía cotidiana, tristona, austera y trabajadora. Y con más razón
–pero sin tanta alegría- sí en la otoñada, apretó mucho la peste de los
Terreros, porque San Sebastián es abogado de la peste, y precisa cumplir
promesas y pedir protección.
Las Navidades fueron de nieves y no hubo
retozos, y San Antón sacó las niñas al sol para apedrearlas. Si se desperdician
la romería de San Sebastián y las Candelas y San Blas, “despediros, muzuelas,
hasta Carnaval, que ya no hay más”, y cae muy tarde este año.
Por aquellos tiempos, el reverendo
Cabildo de esta ciudad, se componía de doce beneficiados que existían en las
tres parroquias. En Santa María, cuatro; en San Pedro, cuatro; en Santiago, cuatro.
No sé qué motivo tuvieron para trasladar uno de Santiago a Santa María.
Pues el reverendo Cabildo, completo, con
sus tres cruces parroquiales, capellanes e individuos de la Corporación de la
ciudad, se reunieron, en Santa María, a las dos de la tarde del día 19 de enero
víspera de San Sebastián, y, procesión, cantando el himno del Santo, marcharon
por la calle Infantes, atravesaron la Puerta de Santa María y, por las eras, se
dirigieron a la cercana ermita “con dos puertas, situada donde después estarían
los pozos de la nieve”, y celebraron
solemne oficio de vísperas.
Ahora por la mañana como el día del
Santo, en su altar, habrá misa de voto, con sermón. Se llenará la ermita de
gente. Luego al mediodía, comilona. Por la tarde, saldrá la procesión por las
eras y el pueblo canta, alumbra, se enfila para ver pasar al santo, reza,
implora, llora.
Terminado el desfile –ya lo verás- todos
acuden a beber agua del milagroso pozo. Es famosa cura los males del cuerpo, “principalmente
las dolencias y fiebres malinas”, y los del alma.
Se empujan las gentes; gritan; chorrea
el agua, derramada, por la cuestecilla abajo; a porfía llenan botellas “para
remedios”; se apretujan la linda tapada y el hidalguillo presumido; protesta
airada, la noblota señorona del pisotón del zagal; pellizca, el truhán, a la romerilla
frondosa; la Celestina desliza, en una mano ensortijada, un plieguecillo de
papel escrito y disimulado entre las grandotas cuentas de su rosario de
azabache; se hacen tratos carnales a escondidas y procaces; se ríe; entre
oraciones y con fe, se agota el agua santa de cada vasija que todo es hacedero
con tal tumulto…, y los señores del Cabildo, pausados y reverentes, cantando el
himno del santo, se retiran, a la Parroquia de Santa María, por el mismo camino
y con igual pompa que vinieron el día de ayer.
¡Fuerte y grande colorido el de esta
alegre romería ciudarrealeña de San Sebastián! Ya verás.
Al dar el sol su beso, pajizo, de
despedida a la espadaña, la ermita se queda sola. Dentro en la penumbra, una
lamparilla de aceite y una vela que moquea en el suelo, hacen con sus llamas a
San Sebastián. Fuera de las murallas ya no queda nadie. La noche llega y las
primeras estrellas parpadean vivas; salta un vientecillo, crudo traspasando
como alfileres, cual presagio de otra noche de helada atroz, y los charcos de
la vera del pozo de San Sebastián se endurecerán pronto.
“… La Candelaria y San Blas, despediros
mozuelas hasta Carnaval, que ya no hay más”, porque San Ildefonso y la Paz,
poco se festejan aquí. Mucho, según cuentan, lo hacen las toledanas.
Corrieron esos siglos, y llegaron los
nuestros. Las murallas han pedecido y la puerta de Santa María, también. A las
eras van suplantando las casas de un barrio modesto y un depósito de aguas.
Para ver las patadas que dan a una
pelota, unos mocetones patipeludos, en calzoncillos, y para gritar hasta
enloquecer y palmotear a placer, se forman imponentes “romerías” domingueras.
¡Allí mismo está el campo de fútbol! De la ermita del santo no queda nada, ni
los cimientos.
San Sebastián no tiene una imagen en
nuestra ciudad. De la fundación del voto… no sé nada. Para pellizcos
empellones, manoseos y tratos sucios, no hace falta, ahora, ciertamente, la
revuelta oportunidad de una romería y celestinas.
¿El pozo? Hay lo tenéis. Yo creo es ese
aupado en un montículo insignificante; asfixiado de casas, sin enlucir siquiera
que lo rodeen de cerca; lamido por el comienzo del camino de Las Casas.
¿Y sus aguas, milagrosas o no? No puedo
decirte si existen o se han secado, pues el brocal del pozo está tapiado a
piedra y lodo. Sobre él, arco moderno, de hierro que soportaría, en su última
época útil, el “carrillo” para la soga del zaque de sacar agua que dar a las
bestias, durante las agotadoras faenas de la trilla en las eras vecinas.
Todo pasa.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, miércoles 16 de enero de 1952, páginas 2 y 3.
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