El reto era arrogante, digno de las
hazañas de nuestros caballeros andantes; rebosaba la entereza y la intrepidez
de nuestra sangre española. “Puesto que no puedes venir contra mí, envíame barcos
y saetías, que yo pasaré con ellos y con mi ejército adonde estás, y pelearé
contigo en tu misma tierra”.
Esto escribió Alfonso VIII, con
magnífico y soberbio arranque, al poderoso emperador de los almohades; Jacub
ben Jusef Almanzor, que se hallaba en Marruecos; y el desafío del intrépido rey
de Castilla fue contestado en el acto, reuniendo Almanzor un ejército de cien
mil guerreros, en el que fueron alistados “los mozos y viejos de todas las
edades, los moradores de los valles profundos y de los altos montes y de las más
apartadas regiones”. Aquel ejército, el más formidable que ha invadido España,
desembarcó en Algeciras y avanzó en dirección de Toledo, donde se hallaba
Alfonso VIII, y el futuro vencedor de las Navas de Tolosa, al tener noticia de
las colosales fuerzas que venían a ofrecerle batalla, solicitó auxilio de los
reyes de León, Navarra, Aragón y Portugal.
Pero el auxilio pedido no llegaba, y un ejército
pequeño que los propios árabes, aficionados a fantasear, y más tratándose de
enemigos, evaluaron en 300.000 hombres, salió de Toledo; fue sorprendido por
las fuerzas de Almanzor cerca de Alarcos, y, loco ó arrogante, no quiso huir, y
aceptó la desigual batalla.
Avisado Jacub Almanzor que la victoria
se ha decidido por él, avanza con sus banderas, sus tambores y sus huestes
escogidas hacia el sitio donde Alfonso VIII, con los caballeros que le restan,
pelea lleno de desesperación. Pero el rey castellano, al ver acercarse aquel
nuevo ejército, y enterado por los gritos de los moros de quien viene contra él
es el propio emperador almohade, huye, temiendo caer vivo en poder de su
enemigo y soñando con el desquite que el tiempo hubo de ofrecerle en las Navas
de Tolosa.
Veinte mil cristianos perecieron en el
combate y en la persecución, y sus cadáveres cubrieron por completo los campos
de Alarcos. Todavía sedientos de sangre los vencedores, penetran por una puerta
del castillo en busca del rey Alfonso, asaltando la fortaleza, quemando las
puertas, matando a los que las defendían, y, furiosos al no encontrar dentro al
rey cristiano, que ha huido por otra puerta, se entregan a nuevas matanzas y
saqueos, hacen prisioneros a cuantos moradores hallan en la ciudad y prenden
fuego a Alarcos, haciéndolo desaparecer para siempre.
Más generoso que sus guerreros, Almanzor
deja libres a los veinte mil cautivos hechos aquel día, casi todos mujeres,
niños y vecinos pacíficos; pero el rasgo disgusta grandemente a los moros, que
lo consideran una extravagancia caballeresca del rey, y éste, en la hora de su
muerte, se arrepiente de aquel rasgo humano.
La Giralda de Sevilla conmemora aquella
famosa victoria.
La mandó construir Almanzor en recuerdo
del triunfo de las armas mahometanas.
¿Qué queda hoy de Alarcos, teatro de
aquella epopeya admirable en medio de nuestra derrota? A una legua de Ciudad
Real, en las llanuras cubiertas de viñas y olivares, entre los que se desliza,
manso, el Guadiana, álzase un cerro, en cuya cumbre, de áspera subida, halla el
viajero un blanco muro almenado con restos de torreón, una puerta que en otros
tiempos debió de ser de herradura, con una faja de oriental tracería, y dentro
del recinto murado una pequeña iglesia concluía después de la reconquista de la
plaza, probablemente en las postrimerías del siglo XIII.
He aquí, en este piadoso monumento y en
este cerro, todo lo que queda de la antigua ciudad de la Oretania, conocida con
el nombre de Laccuris, y con el de Alarcuris en la Edad Media, de la ciudad
histórica cedida por Benabet, rey de Castilla, a su yerno Alfonso VI, como dote
de su hija, ganada nuevamente por Alfonso VII y repoblada, en 1178, por Alfonso
VIII, a quien, diez y siete años después, estuvo a punto de servirle de tumba.
Recobrada por los vencedores de las Navas, no lograron ya levantarla de su
abatimiento.
Alrededor de la colina asoman a flor de
tierra cimientos de casas, y la reja del arado arranca muchas veces férreas
puntas de flecha de las que sin duda sirvieron para cubrir de cadáveres cristianos
aquel Valle de Sangre, en el que hallaron sepultura veinte mil soldados de
Castilla.
La tradición supone que la iglesia fue
respetada por el victorioso califa, en medio del general asolamiento de 1195;
pero, en opinión de algunos investigadores, más bien parece construida en el
siglo XIII, después de recobrada Alarcos. Su estilo de transición lo
caracterizan las anchas ojivas, los bajos pilares, las columnas bizantinas de
los arcos de comunicación entre las reducidas naves del templo, los capiteles
de su cobertizo y las sencillas molduras que orlan las puertas.
Y, entre esta humildad, destacase una
bellísima claraboya de calados rosetones, engastada como una piedra preciosa en
el tosco muro de la fachada…
Miguel
Medina. “La Esfera, Ilustración Mundial”
- Año V Número 222, 30-03-1918.
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