La festividad del Corpus Christi fue instituida
por la Bula “Transiturus” “otorgada por el Papa Urbano IV, el francés, el 29 de
agosto de 1261”, dando así carácter ecuménico a la que, aunque decaída, venía
celebrando la Diócesis de Lieja desde que, 1247, la estableció su Obispo
Roberto Torate, “El Concejo de Villa Real asociose al contento de la Iglesia e
hizo voto –que ha resultado perpetuo- de celebrar la solemnidad del Señor, y,
añaden viejas noticias escritas , “la función del Corpus la tenían las dos Parroquias
de Santa María y san Pedro. De este modo, salía la procesión de Santa María y
en San Pedro se decía la misa, fundada por Simón Ruiz de Vergara, y después
regresaba a Santa María”.
Sometidos, pero disgustados, habían
quedado con esta decisión la clerecía y los parroquianos de San Pedro y San
Pablo –que de este modo de denomino en un principio la Parroquia- pues siempre
pleitearon por la primacía de su feligresía que con la anterior disposición les
era arrebatada, cuando de hecho la tenían, puesto que San Pedro, y no Santa María,
desde que, con anterioridad a la del Corpus, se estableció la fiesta del
Domingo de Ramos por el Papa Gregorio, el italiano (?), celebrada la bendición
de las palmas o ramos de olivo en la ermita de San Lázaro, más allá de la
puerta de Alarcos, en un principio y, posteriormente, por privilegio singular
en España, en el Ayuntamiento que también en la feligresía de San Pedro estaba
enclavado.
Al correr de los tiempos, la detención
de la procesión del Corpus, que imponía la misa en San Pedro, se hizo molesta
al Clero y Comunidades de Santa María y, tachándola de contraría al espíritu de
las disposiciones de Urbano IV, quisieron suprimirla. De este modo, resucitaron
rescoldos de polémicas y competencias pasadas, pues el Clero y las autoridades
de San Pedro se alzaron en defensa de sus derechos, aunque mermados, fundándose
en la secularidad de la costumbre. Y a tal extremo llegaron las disputas que el
Consejo de la Gobernación del Arzobispado Primado las elevó a Roma quien
designó un juez eclesiástico, que tras indagaciones meticulosas y lentas,
suprimió el derecho para San Pedro, y para Santa María quedó, en adelante, “hacer
la función más principal que es la del Santísimo Corpus Christi”.
Cuando, en 1867 Pío IX, en Breve de 23
de mayo, concedió pudiera hacerse por la tarde la procesión del Corpus, Ciudad
Real acogiese a ello y al atardecer de tan señalado día viene celebrándola desde
entonces.
No conozco la pompa dada a esta fiesta
por nuestros antepasados remotos, pero si la celebraban como al comienzo de la
actual centuria, bien podemos calificarla de modesta, que aquí no tuvimos
procesionales carros dorados de profusas tallas barrocas o de cincelada plata
renacentista, ni monumentales custodias con artística y complicada labor
gótica, cuajada de pedrería, que pasear en ellos, como Toledo, Sevilla,
Córdoba, Cádiz, Santiago… Sólo recordamos el barroco ostensorio que pasó a la
Merced, al convertirse Santa maría en Catedral, y que, sin la grandiosidad y la
riqueza de los de las ciudades dichas, era hermoso y esbelto y paseaba a
Dios-Hostia por las calles del barrio en la suprimida, ¿por qué? Tradicional fiesta
de la Minerva de Santa María.
Y ahora me viene a la mente un episodio
que relata Hervás en su Diccionario y es curioso y pintoresco:
“El gremio de barberos, por antiguos
usos, había de hacer una danza en la carrera de la procesión, pero en 1530 no
estaban de humor para bailar y se resistieron, entablándose el pleito
consiguiente, que ganaron en Valladolid”.
Siente uno pena por estas cosas que no
se supieron conservar. ¿Cómo sería el baile de los barberos? En Redondela
(Pontevedra) aún hacen los pescadores, ante la custodia, complicada e
interesante “danza de las espadas”.
Claro, como la tarde del Corpus, está en
nuestra memoria el recuerdo de la de ese día, en Ciudad Real, a los comienzos
del siglo XX: Poco a poco, iba llegando “la crema” al paseo de la Virgen, en el
Prado los papás de negro y las mamás con veraniego vestido de “señora de cierta
edad” y llenas de joyas. De punta en blanco, de estreno, estaban las nenas, y
sus sombreros monumentales, eran un Edén de lazos, flores, frutas y pájaros
disecados, y los señoritos, de bigote tieso a fuerza de cosmético, con cuello
alto y rígido sombrero de paja, manejaban a la perfección el flexible bastón de
caña. “En un rincón, las cuarentonas cuchicheaban y mientras tanto” la juventud, paseo va y
paseo viene, y miradas lánguidas, románticas e hipocritonas, que vienen y van,
aguardaban el momento de salir la procesión, que, al fin, por el camino de toda
aquella pulida sociedad hiciera, desfilaba sencilla, pueblerina, solemne, dándole
tono al Cabildo Catedralicio presidido por el obispo Gandásegui, revestido de
pontifical, y, de etiqueta las autoridades. Escoltaba al Sacramento la Guardia
Civil, de gala. El humo del incienso subía y, unido al acre olor de mejorana y
juncia, con que alfombraban el trozo de calle de sus casas doña Victorina,
Calatas, Medrano, Cendrero… embalsamábase la Hostia que, portaba en modernísima
carroza, se alejaba por las calles limpias; entre fachadas jalbegadas de vivos
y varios colores.
Enseguida, con rapidez de llegar tarde,
quedaba vacio el Prado y se ocupaban, tomadas al asalto, las mesas de la
terraza del Casino. Entre las altas rejas que la separaban de la calle, como en
monumental jaula de Zoo, el enjambre elegantón de Ciudad Real consumía, a
cucharaditas y con barquillos de canela, el amarillento y primer mantecado
helado del año, no con prodigalidad elaborado.
Quienes quedaban sin sitio, y sin
mantecado, habían de conformarse con sentarse a las mesas que las dos estererías
de la calle de Arcos ponían fuera de las aceras y tomarse un buen vaso, de esos
de “dedos”, de horchata valenciana, o uno de fresca, fresquísima, pero no
helada, y ambarina y dulzona agua de cebada que en aquella fecha empezaba a
vender, junto a un poste de piedra de la Plaza Mayor, la vieja Rosario de cara
lustrosa y sonrosada y pelo blanco, tusido. ¡Era de ver a la Rosario con su
rodete prieto en lo alto de la coronilla; sus pendientes de dos chorros de
aljofar en las orejas; mandil blanco, sobre vestido negro, y con simpatía
bonachona, derramada por arrobas, sentada a la vera de la garrafa!
¡El Corpus abría el verano de Ciudad
Real!
¡Ah! Se me olvidaba: desde este día, hasta
pasado el de la octava de la Virgen, por las noches de los jueves y domingos,
después de cenar, la banda de música municipal daba conciertos en el kiosco del
Prado, ¡y era gozo pasear por “el paseo de en medio”!
Estas musicales veladas en el “Prao,
fresco y regao”, no eran cosa nueva ya que, en 1792, “estaba muy divertido el
Prado, en verano. Todas las noches concurrían dos músicas, en la una Pascasio y
su mujer y, en la otra, Tomás Villaverde Camacho y su mujer, que llamaban “la
Pizca”, de modo que iban de competencia sacándose, como se dice, unos a otros
abujetas”.
Del día del Corpus ahora, vosotros me
contareis. Yo no lo conozco. Largos años ha no lo pasé en mi tierra.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, jueves 20 de junio de 1957, páginas 3 y 4.
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