Releo con frecuencia el libro “Historia de la imagen de Nuestra Señora del Prado”, de Fr. Jesús María de Diego, por encontrar en su prosa sencilla la exaltación sentida, honda y profunda, de fervor mariano, que matiza todos y cada uno de los capítulos de esta –para mi—bellísima obra.
Por estas fechas de pleno estío, parece como si la temperatura excesiva fuese la encargada de traer a mi mente recuerdos lejanos que, sin querer, rememoran en mi espíritu un ayer, ya incierto y borroso, impregnado de encantadora ingenuidad y no exento de melancolía. En él los pequeños acontecimientos que la fantasía infantil había desorbitado, quedan desdibujados, y solamente aquellos otros que por sus características emocionales se afincaron en nuestro subconsciente, son los que afloran, sin esfuerzo alguno por nuestra parte, al intento recordatorio.
Paseo del Prado, Plaza de la Constitución, hoy Generalísimo Franco, eran los centros de reunión de mi infantil “pandilla”. Agosto con la alegría de sus festejos y preludios preparativos de los mismos que para nosotros encerraban aún mayor encanto que las propias fiestas constituían la fecha de la ilusión. Dos acontecimientos destacan entre los correspondientes sucesos de aquellos días: “Bajada” de la Virgen e instalación de las casetas del ferial.
Nuestros
habituales juegos por el paseo, frente a la Catedral, tenían aquellos días un
objetivo muy distinto al del resto del año. Existían –por entonces—unos
jardincillos débilmente protegidos por un alambre de espino de escasa altura,
que nosotros saltábamos alegremente y sin esfuerzo alguno. Por la mañana
acostumbrábamos a penetrar en la iglesia, para arrodillarnos, dar los buenos
días a Nuestra Patrona; pero antes, espiando al viejo guarda y jardinero –todo
en una pieza—nos metíamos entre los macizos de flores situados frente al
Casino, y eligiendo las plantas más bonitas, las arrancábamos cuidadosamente y
las trasladábamos al lugar más próximo a la pared, tras la que se encontraba la
Imagen, ya instalada en su magnífica carroza, y allí plantábamos con todo
esmero nuestra preciosa carga. Realizada la travesura –siempre nos resultó bien
con harta desesperación del viejo jardinero—pasábamos, sonrientes y
satisfechos, a ofrecer a la Santísima Virgen nuestra oración matinal. En los
ojos de la Imagen creíamos adivina un: “Gracias hijos míos por vuestra hazaña”.
El bueno del jardinero nos vigilaba estrechamente, extraña por el cambalache de
plantas, pero nuestro servicio de espionaje eran tan perfecto, que el
trasplante diario se realizaba con entera impunidad.
El otro
acontecimiento, la instalación de casetas del ferial, también constituía motivo
de algazara y regocijo. Esta aventurilla no resultó tan halagüeña, y recibimos
como precio a nuestra oficiosidad, sendos y bien distribuidos cachetes.
Demostrábamos poseer una admirable vocación de carpinteros, si bien solo lo
manifestábamos en esa fecha de preludio de fiestas. Provistos de una piedra, a
guisa de martillo, y unos cuantos clavos trabajábamos de lo lindo por nuestra
cuenta, colocando tabla tras tabla en donde nos parecía mas conveniente.
Naturalmente, a los carpinteros de verdad les molestaba extraordinariamente
nuestra afición, ya que se veían obligados a deshacer nuestra obra, y con más
agilidad que el viejo jardinero, al sorprendernos en plena obra carpinteril, la
emprendieron con nosotros y achicaron a los yangüeses en el vapuleo bien
administrado.
Hoy, que ni la edad ni las circunstancias me permiten arrancar flores en los macizos del Prado, no quiero falte a mi Virgen mi modesta ofrenda y del jardinero florido de Fr. Jesús María de Diego, voy a robar la humilde violeta de uno de los milagros, que tan fervorosamente describe este ilustre carmelita. He elegido precisamente éste, por ser protagonista un niño travieso que, como aquella “pandilla”, tenía su fe en Nuestra Señora del Prado. Respetando todo lo posible el castellano de aquella época y procurando no pierda el sabor piadoso que la matiza, allá va la versión:
“Año 1638, a cinco de mayo, Francisco, niño de seis años, hijo de Gabriel de la Paz y de María de la Trinidad, vecinos de esta Ciudad, andando jugando con otros muchachos de su edad en la portada del Hospital de la Pechera, le cayó una parte sobre él. A los gritos de los demás niños acudió mucha gente, y los mismos padres de Francisco. Otro niño señaló el lugar en donde esta enterrado. Llamaron, con la aflicción que colegir se puede, a Nuestra Señora del Prado, pidiéndole con instancias a su hijo vivo: Y revolviendo la tierra, y la madera, que estaba encima (era como una vara de alto) se oyó una voz, con este indicio, apresurando la diligencia, llegaron a descubrir el corpezuelo de la criatura, sin la menor lesión, ni herida. Y con la sinceridad, e inocencia, que semejante gente suele hablar, decía a sus padres: Que una Señora muy linda, vestida de novia, estuvo con él, desde que le cayó el cuarto encima, y que nunca se cansaba de limpiarle la tierra de la cara ¡Oh mano blanca de María! Dichoso niño, que mereció la blandura de tales halagos”.
Y, devotamente, con la fe de entonces, hoy enriquecida por el dolor a través del tiempo, en esta mañana de agosto, mentalmente me postro a los pies de mi Virgen del Prado, para decirle como entonces: ¡Buenos días Señora, hoy también he robado una flor para ofrecértela, perdona a tu hijo!
R. López Villodre, diario “Lanza” sábado 13 de
agosto de 1960
Está es mi virgen y voy desde linares jaen a lunbrale todos los años?
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