En la India, las vacas pululan por calles, paseos, jardines… Son sagradas y, como sí, además, fueran conscientes de ello, hacen valer sus derechos con sosegada tiranía. Así, la circulación se interrumpe porque una vaca se tumba, atravesada, en una acera concurrida, o, en ocasiones, se tapona el transito rodado si eligió para descansar el medio de la calle. Como no se las puede molestar, precisa esperar pacientemente, que, cansadas de descansar y rumiar, reposadas y displicentes, se levanten y sigan su camino caprichoso.
En Ciudad Real no hay vacas sagradas, pero hay profusión de perros vagabundos, aunque no sean sagrados. Y son de todas las razas, capas, genio y figura. De ganado, galgos, podencos, lulús, conados; píos, negros, verdinos, albinos, gordos, famélicos, sedosos, espelurciados, sarnosos… Invaden las calles, los paseos, los caminos, los portales, a todas las horas del día y de la noche, con igual libertad que las vacas de la India, en montones ladradores, humeantes, peligrosos. Son una plaga. Los peatones los evaden con miedo, más que con respeto.
Y también interrumpen la circulación. He visto, en la calle de Alarcos, a media tarde, cambiarse la gente de la acera de la izquierda a la derecha, porque un enjambre canino, en las losas de la primera. Dilucidaba sus problemas a dentelladas y ladridos. Y, a las once de la noche, en medio de la calle Toledo, en la confluencia con ella, de las de la estación y de la Estrella, estaba tendida una gigantesca perra rendida de ajetreos, y alrededor, en extenso corro intranquilo, gruñidor, reñidor, muchos canes, de todas las tallas, le hacían la corte. Llegó un coche, encendió los faros, rugió su bocina; trepido ensordecedora, la moto que venia detrás. Ni voces, ni amigos. No hubo medio. Hubieron de parar. Cuando a la perra le dio la gana, se levantó y seguida de su bulliciosa y nutrida corte de novios, tomó carrerilla, calle de la Estrella arriba. Entonces la circulación rodada se reanudó.
¡Espectáculo folklórico!
El año pasado, a las representaciones del I Festival de Teatro Aficionado, asistimos medio centenar de personas, haciendo la cuenta con optimismo. Alguna noche, menos. Salía uno defraudado del público. Este verano, en el II Festival Nacional, cada noche hubo un lleno. Para encontrar acomodo conveniente precisaba ir con tiempo y, a veces, invadir, un tanto tumultuosamente, el local del cine Proyecciones donde se hacía el espectáculo, y ocupar, “por las buenas” las localidades destinadas a las autoridades e invitados y avanzar las sillas hasta las mismísimas candilejas. El público iba a oír; a aguantar esperar, largas, sin protestar, si las instalaciones no funcionaban, y sabía enjuiciar y aplaudir. ¡Hay público, en Ciudad Real, para estas manifestaciones de Arte! Público numeroso, culto y selecto. Y alguna calabaza mezclada. Mejor para ella, pues algo bueno se pegará.
Destacado acierto no imponer obra común para las agrupaciones. Esto no aumenta de modo insuperable, la dificultad de la labor del jurado, y da más fluidez al espectáculo, y permite, como este año, la agradable demostración de que nuestro teatro clásico, centenario, triunfa, jugoso y moderno en su secularidad, sobre actualidades de todas categorías; truculentas, esquizofrénicas, convencionales, mediocres, buenas, noñas y hasta de una rosa demasiado descolorido -¡aquella del “bobita” y de “a mi me llamaban maravilla”, apretado ramillete de carabelas y casualidades-, que solo se salvan, si acaso, sabiéndolas hacer, y se convierten en cursis si los actores son incapaces de levantarlas. No tendrán, seguro, supervivencia secular.
El buen conjunto alcarriano de Antorcha no
superó su laudable representación del primer festival. Quizá la antipática obra
que trajeron tuvo la culpa. El exagerado bienestar de la residencia de
invidentes, con que comienza, la desbarata el malsano Ignacio y concluye con no
menos exagerado total, derrumbamiento dramático. Por obra del resentido y malo,
hasta deja de reír el buen Miguelín, jovial y simpático.
A la agrupación de Ciudad Real, francamente buena, le falta para ser inmejorable, elemento femenino. Su campo de expansión está así, recortado, y se impone solución. La obra que interpretó es amarga. Su dificultad, sin embargo, es excelente piedra de toque. Triunfaron nuestros muchachos. Muy bien todos; muy bien Golderos en su monólogo; muy bien Arjona, con justicia galardonado, pero ¿por qué no matarían antes, -no a Arjona ¡eh!- al cabo que representaba? Hubiéramos descansado y se hubiera acelerado el trágico desfile que a poco remata vaciando el escenario. Salimos con el corazón arrugado.
Hubo otro milagro, que no fue chico. El que hizo el P. Tomás salvando El Milagro. Y otro tercer milagro más espectacular: volver a la vida al micrófono, largo espacio comatoso, largo espacio comatoso, con un simple golpe ¿de reina, de torre, de alfil? Hasta el gordete fraile se asombró.
Si, Galiana, me gustó más la Culpa, que la
Penitencia. Y a usted también. Seamos sinceros. Y a todos. Pero me quedó
insatisfecha una nimia y acuciante curiosidad ¿Para qué seria aquel irregular
ventanico, iluminado de rojo, que se abría en los bastidores, a la derecha del
espectador? Obsesionado estuve toda la velada, pendiente de él. ¿Se asomarían
la Penitencia, o un angelote de alas de algodón, o los cuernos de la luna, o el
Eco I? Nada; ni apareció la prodigada cabeza del tramoyista aquél, con
petulante gorra de amplia visera en violento declive ascendente, que se
transparentaba por el telón; que subía y bajaba, rápido, por escaleras y
cuerdas; que se asomaba entre bastidores; que apagaba y encendía luces; que
circulaba entre el público… Con bien seleccionadas ilustraciones musicales, que
los micrófonos se empeñaron en no dejar saborear; con bella y lujosa
presentación; con vistosa combinación de luces, con excelente representación,
triunfó el Auto calderoniano, y completó el éxito la oportunidad, comparativa,
que nos brindó el grupo madrileño al traernos a escena esta obra vieja que
sigue siendo nueva.
Es necesario mejorar el marco. El actual, es pobre y aún puede no existir el año venidero. En el parque podríamos encontrar otro fuera del ámbito de la talaverana. Más al fondo; sin destrozar un árbol, entre el boscaje si es preciso, encantador: el amplio cuadrilátero donde hay actualmente un quiosco. Hasta, económicamente, le interesaría al arrendatario del quiosco.
Sería conveniente, que los componentes que integran las diversas agrupaciones pudieran permanecer en Ciudad Real durante los días del festival. Las representaciones de unos servirían a los otros, al verlas, de contrastes, superación y estímulo, y de apreciación del justo fallo del jurado.
Tan nimias son estas anotaciones que ni siquiera pueden llamarse sugerencias, ni, menos, reparos. Son nonadas en el selecto espectáculo de cultura con que nos han obsequiado los organizadores a quienes les está prohibidos desalientos, ni retrasos. Y tan merecido tienen esto, como la felicitación sin dobleces. Desde hoy deben empezar a preparar y ampliar el festival de mañana y con alegría, con fe, sin rendirse ante los obstáculos. Tosa ayuda es pequeña.
Obliga el altruismo de los conjuntos que nos visitan, pregoneros del bien hacer y del bien decir. Lo pide un público culto, selecto y numeroso, ansioso de tan valioso manjar. Lo reclama Ciudad Real que tuvo la feliz idea de convocar estos congresos de Arte bajo el manto sereno de nuestras veraniegas noches manchegas, y, con hidalguía que la honra, dispuesta está a seguir siendo campo nacional de tan selectas lides.
Es que -lo estáis viendo- estamos haciendo Ciudad Real, en la Mancha; Mancha, en España, y España, más allá de sus confines. Hasta donde llega el claro clarinazo de los clarines.
Felices ratos me ha deparado, este verano,
el II Festival Nacional de Teatro Aficionado.
Julián Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, sábado 22
de octubre de 1960
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