“El día de la Provincia”, perfectamente encajado como festejo imprescindible, ha ido superándose desde que, hace tres años, nació para dar lustre y distinción a la feria.
Bella la parte literaria –“I Fiesta Provincial de las letras”- en el selecto marco del Romasol Cinema, en honor de la reina y de su corte. Aquel racimo -estamos en tierra de “majuelos”- de dulces Dulcineas -¡qué bien suena este piropo a la santa y guapa y bella mujer manchega!- de la capital y de los cuatro vientos de la Provincia llegadas, lo merecía todo. Y más luz; menos vocerío, en conserva, de altavoces y “Mustafás” llegados, con el vientecillo, desde la feria vecina; más etiqueta, y menos trajes color castaña, y nada de equivocas contorsiones masculinas en inadecuado “ballet” fin de fiestas. Del ballet “del festival, lo mejor, la Mistral”, apuntó alguien. Hay que cuidar los detalles.
Se volcaron la ciudad y los pueblos, en la vespertina batalla de flores, y, en desbordante avalancha, entorpecieron, pero no deslucieron, el desfile de las carrozas de originalidad manifiesta, monumentales, alegóricas, simbólicas, rurales… Cada una, más que carroza, era carro de triunfo de nuestras lindas mujeres, más manchegas y más bonitas, aun porque de manchegas iban ataviadas.
Flores, papelillos, serpentinas, piropos, música, alegría. Oleadas de ovaciones cuando aparecieron las carrozas de Socuéllamos, tiradas por hermosas yuntas muleras, caprichosamente esquiladas en alarde de artesanía y con riqueza y lujo enjaezadas, y la de Tomelloso, auténtico carro de vendimia colmado de racimos de verdad, y de zagalas galanas de verdad. Arrastrado iba por varios pares de mulas, de la mejor estampa, que lucían lucientes arreos y la barroca policromía de bordadas camperas gualdrapas de gala y la viveza de su sangre, en perfecta y noble forma, y a los lados cual escuderos a pie servidores de las mozas, recios zagalones con rústico atuendo tomellosero. Era de ver cómo, con majeza viril, se agarraban, se colgaban, a la trasera del carro para, girándolo sobre una sola rueda, hacerlo cambiar de rumbo, elevando esa costumbre campera a espectáculo circense del mejor gusto. Y las mulas, descansadas, solas, alegres, femeninas, campanilleaban más sus colleras, y los aplausos sonaban más que bien lo merecía traer, el adoquinado pavimento ciudadano, un clásico y sugestivo trazo de los polvorientos carriles de la llanura.
Estamos de acuerdo, para estos menesteres no sirve, es feo, el tractor. Huele mal, carraspea mucho. Las yuntas sí que se acomodan bien a tirar de las carrozas.
En Almuradiel, en Puerto Lápice, en los confines de la Provincia, la sonrisa de muchachas manchegas y la Trilogía del vino, de Alcalde, con un dibujo de Villaseñor, abrían a cada viajero el pórtico de nuestra Mancha querida.
Ciudad Real y todos los lugares de su
geografía, se abrazan en esa fecha.
No he logrado ver completo, el “paso” del resucitado concebido y tallado por Donaire. Tuve que conformarme con mirar, por entre los barrotes de la reja, la figura central, recluida en la espesa penumbra de la capilla del Baptisterio de la Catedral. Cristo, parado, parece triste porque al resucitar de entre los muertos, los vivos le han encarcelado en tan mínima u oscura celda, o porque teme por la integridad de la venerada pila del bautismo, que le dieron como peana o por las dos cosas a la vez.
Hasta ocasión más propicia, he de
resignarme, a la fuerza, con el no claro juicio formado a la vista de unas
fotografías del “paso” del resultado publicadas en la prensa: Feliz acierto en
la composición del conjunto; más inspiradas y mejor conseguidas, las esculturas
de los soldados. Sobre todo, ese que corre despavorido.
El antiguo jardín del Instituto, rodeado de alta y extensa verja -a todo lo largo del “callejón” y en gran parte de la fachada de Caballeros- tenía su encanto. Era jardín, escolar, privado, pero abierto a todo el que quisiera cruzarlo para acortar unos metros su camino. Algún rincón -el del añoso olivo del esquinazo del invernadero, en primer término, y, en la lejanía la torre catedralicia- inspiró a Andrade una de sus mejores tablitas. Paco Tolsada le dedicó una buena y sentida poesía y “Albores” la publicó, ilustrada con la fotografía de la citada tablita.
Desapareció la verja -algún reducido trozo pusieron en el mercado de abastos-, se hizo público el jardín y se convirtió en plazoleta frondosa, y pimpante con arbolillos, con muchas flores, pero sin bancos. Me dicen sigue siendo del Instituto (?).
Este verano era desolador aquello. Ni una flor; ni una gota de agua; tiradas las piedras del murete que lo levanta del nivel de la calle; apisonadas parcelas y paseos; los árboles esmirriados, derrengados, desgajados, pereciendo o perecidos; los rosales, las dalias, las plantas de flor, emigraron a otros sitios… dentro del antiguo recinto del jardín, un quiosco, de material estable, para la venta de pipas y altramuces. En nuestros tiempos, a Hilario, con su barquillera, y a su mujer, con su cesta de cangrejos de maro cocidos, sólo les permitían estacionarse fuera, en la acera de enfrente de la calle de Caballeros.
La desolación de esta zona verde se la
endosan a los chicos del Instituto, y yo me pregunto si son también responsables
del abandono en que se hallan la plaza de José Antonio, y el Prado, con la
carencia de bancos y la sobra de montones de basura en los espacio más
visibles, y de la desaparición del tapiz verde del Pilar y de , a fuerza de
malas y repetidas pocas, la conversación de los cursis arbolillos que circundan
el “olmo viejo” -verdaderos bastones de puño de bola clavados por la contera-,
en alfileres de cabeza, y del polvo, sequedad y ruina del hermoso Parque al que
sólo falta, para semejar una esquela de defunción, rieguen con asfalto sus paseos,
según proyectan, y de ser aparcadero de destartalados coches y camiones la
plaza de San Francisco, y del descuido de la de la Misericordia, y si
astillaron, ellos, los semisecos y tísicos cipreses que mal viven arrimados a
las tapias de la Catedral y a la esquina de la iglesia del convento de las
Carmelitas, y si han intervenido, ellos, en que no se siembren siquiera las
desiertas áreas, acotadas para zona verde, en la plazuela de las Terreras, y si…
No vosotros, los actuales chicos del Instituto, mis compañeros de Instituto -también estudio el Bachillerato en él-, no hacéis eso. Sois, como fuimos chicos, pero no sois, como no fuimos, gamberros.
Para ver flores, en Ciudad Real, únicamente se puede ir a la glorieta de Cervantes. Para ver césped verde, tupido, jugoso ¡y regado y todo!, al palmo de tierra que rodea la Puerta de Toledo, y nada más.
Se han concebido premios, a varios pueblos
de la Provincia, por el embellecimiento de sus recintos urbanos. A Ciudad Real,
naturalmente no le corresponde ninguno.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, sábado 5 de noviembre de 1960
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