Al retornar, sacudo la túnica de peregrino, solitario y veraniego, para que el polvillo de las eras, de los caminos, de los rastrojos de mi tierra, mezclen sus olores de arcilla, de mies, ¡de campo!, con el salobre de las salinas y de las resacas gaditanas y aromen mi casa y la penetren toda.
Con el ajetreo del sacudido, saltó, de entre los pliegues del sayal, una libretica, arrugada y pringosa, llena de garabatos escritos a lápiz, de tan resobados, se han borrados mucho, y, de tan malo como es el papel del cuadernillo, se han corrido y emborrado, más de la cuenta, los que pluma fueron trazados, pero aún puede leerse algo, y aquí lo copio -aunque quizá no te interese- porque, si Dios quiere, a mí, cuando el tiempo pase, ha de serme de mucha recordación y añoranza, releerlo, y yo cuido mucho de este mi pecado de egoísmo.
Desde el
balconcillo de las campanas de la torre, veo Ciudad Real. Me pasma como se
desparrama desmesuradamente y considero el grave, y grande, conflicto que para
la urbanización e higiene se esta creando, cuando, en su antiguo recinto
edificado, se perciben tantos y tan amplios corrales y huertos que podían
edificarse sin dilatar el perímetro de la ciudad, ni aumentar pisos y pisos en
las casas, porque esto va contra la característica, la costumbre y la necesidad
de nuestra urbe. Ciudad chata, ancha y cómoda, como es lo suyo. Comparar el
bien concebido barrio del Pilar con el de “Vista Alegre”. ¿Para qué llevar a
Ciudad Real al trance de convertirse en feo e inadecuado colmenar deslumbrado,
neciamente, por las fotografías de los muy contados rascacielos
norteamericanos? Porque son contados los que allá existen.
Si copistas -¡qué pena!- queremos ser, fijémonos en el entusiasmo que en los americanos despiertan nuestras casas con independencia familiar, con jardines circundantes, con patios ajardinados. ¡Como son la mayoría de las modernas ciudades de ellos! ¿No lo habéis visto prodigado en las películas y revistas que de allí nos llegan?
Ciertamente es bueno ponerse auriculares, pero es vergonzoso cerrar los ojos al legado que nos dejó el pasado.
Se extiende Ciudad Real, arbitraria e inconvenientemente y un tanto cursilona de exotismo, y, no obstante, recorriendo sus calles se ven, en su centro mismo, muchos solares de casas derrumbadas. Sin ir más lejos, en la calle de la Azucena, del Camarín, de Caballeros, de la Paloma, Dorada, el que dejó cierta casa “ruinosa” -y no se caía- cuando, piquetazo a piquetazo, la demolieron, y luego resultó -¡cosas de Dios!- era, con su “ruina”, nada menos que el recio sostén de la casa vecina, que se viene abajo ahora. Sucedió algo así como cuando se quita un libro de una prieta estantería.
Solares
crónicos, unos Solares, otros, en parajes castizos, que van rellenando de
mazacotes, que llaman casas modernas, con ventanales sin herrejes; con tela
metálica como barandal de sus balcones, que es peor todavía; con fachadas
revocadas, como cuartitos de baño, con pequeños taquitos de azulejos
policromados. Alguien, señalando una, me dijo: “ese edificio de casas que ves
ahí, ¿no te da la impresión de castillo de los Reyes Magos de un belén
barato?... Era feliz la comparación.
…Y los escudos nobiliarios de las portadas y de las fachadas, y las columnas marmóreas de los patios, y los férreos balconajes y ventanas, y las vigas y zapatas talladas, van desapareciendo. Se van perdiendo.
Ciudad Real, gris.
No faltan elogiables contrastes: La ancha calle Obispo Esténaga -carente de bueno y definitivo pavimento- que se ennoblece con los notables edificios del Instituto Provincial de Sanidad, “la sindical”, un grupo escolar y otras casas particulares, como la de Barco, que tuvo el acierto de emplear como materiales, el granito y el ladrillo, siguiendo las directrices de las buenas construcciones de siglos pasados y de las que, en el XIX y con características de su tiempo, son destacados ejemplos la Diputación, el Banco de España, el Seminario, el palacete de Barrenengoa, el palacio del Obispo…Y la calle -para avenida se quedó estrecha- del Rey Santo, bien conseguido remanso de modernidad -aunque con algún feo edificio- trazada en paraje que no destroza nada del pasado; que urbaniza un extenso huerto, de origen morisco, y que se completa con el Romasol-Cinema cómodo, acogedor, selecto, muy a la última moda.
La Catedral está vuelta del revés. Al coro, situado a los pies, lo han improvisado en cabecera del templo, en el Altar Mayor. Es que están de obras de reparación. La Virgen no abandonó su trono. Por ello es curioso el espectáculo: en un mismo banco, unos devotos se colocan mirando al coro, cara al Cristo de la Piedad y de espaldas al retablo mayor, a la Virgen, y otros, al contrario. Los sábados, la sabatina se canta cara al Cristo y de espaldas a la Patrona.
Después de la
guerra, quedó el Presbiterio incapaz para el decoro del culto, y nuestra
maltratada Catedral quiere resucitar gracias al culto y bien orientado Prelado.
Aún añoramos como estaba antes del envite de las funestas obras de principio de siglo. Con la guerra sufrió el templo la postrera acometida devastadora Como ave fénix, de sus cenizas resucitará, sencillo, severo, el templo de Santa María del Prado.
“Día de la Virgen”. Una hora, larga, estuvo desfilando la procesión. No figuraba en ella el estandarte antiguo de la Virgen -del XVI, XVII- que no es “cochambre”, según apreciación ligera, y si valiosa vieja tela que, deteriorada por los maltratos y los siglos, pidiendo está -exigiendo- si no puede lucirse en la carrera, cuidadosa conservación encristalada y emplazamiento en preferente lugar en la escalera del Camarín, como rico y visible recuerdo, insigne e imperecedero, de otros tiempos y para admiración en los presentes y venideros. Salvemos responsabilidades.
Al término de las dos inacabables hileras de siete mil devotos, que iban alumbrando, y sobre todo la alfombra que en el suelo formaban los goterones de cera de sus velas, ardiendo en regueros votivos, venía la Patrona, ya de noche, oliendo a nardos, radiante de luz y plata bajo palio, majestuosa, paseándose -recreándose- en su feudo. El tintineo, leve, argentino, de las campanillas de sus arcos, apenas rompía el silencio impresionante. Insuperable momento, con escalofríos de emoción.
Cuando la
Virgen del Prado desapareció, la calle de la Estación Vía Crucis apagó sus luces.
Las estrellas brillaban más. ¿Quiénes estarían asomados a ellas?
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, miércoles 5 de octubre de 1960
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