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jueves, 21 de febrero de 2019

PÁGINAS DE UN CALLEJERO FLORAL. CALLE DEL ALAMILLO BAJO


Un patio de la moruna calle de Alamillo Bajo en los años sesenta del pasado siglo

Pobretona y moruna. Va paralela a la calle de Morería, desde la de las Postas a la del Olivo. Cerca de esta última, se le llega la del Alamillo Alto y, antes, casi al mediar su recorrido y también por el lado de la derecha, la de la Jara.

Hace pocos años, por las noches, me adentraba en sus estrechuras. Cuando la había, la luna jugaba con las nubes a encender y apagar, y yo pensaba hubo de ser este y no otro, el camino que don Diego, el mancebo cristiano de la barba endrina, gallardo, varonil, había de seguir para alcanzar una casucha de la Lentejuela cercana y gozar los amores de la bella Zoraida, la dulce gacela, hasta que una noche de Luna lunera, agorera, bobalicona, a traición acuchillaron a don Diego en el patio florido de la linda mora. Cuenta la leyenda que, a poco, otra noche, oscura y con vendavales, Zoraida la bella, dolida y consumida, al cuello la Cruz damasquinada chiquita, de la conversión, fenecía su vida de amores tronchada. Desde aquellos tiempos, todas las primaveras, un solo día los ojos negros de Zoraida , dulces y grandes como los de la gacela reviven pintados en las alas blancas de una mariposa que busca para posarse, desfallecida, con misteriosos espasmos nupciales, la corona agreste, de una amapola nacida, bajo el olivo del patio de una casucha de la Lentejuela, sobre la huesa del mancebo gallardo, cristiano, de la barba endrina, que, año tras año, siglo tras siglo, aún sigue tiñendo de sangre, viril y enamorada, los pétalos de la flor triguera.

Una de las casas de la calle de Alamillo Bajo, pobretona como dice Julián Alonso

Con charla de algarabía, un ciego viejo, picado de viruelas, que a modo moruno, sentado estaba en un esquinazo de la calle del Alamillo bajo, me contó que la calle conoció, entre todas, por el ruido las babuchas del almuecín, venido de luengas tierras del sur, que iba a susurrar sus salmodias monótonas y rituales, en una casa cuyos tapiales se extendían gran espacio por uno de los costados de la calleja y eran disimuladores de oculta mezquita de moriscos renegados.

Y, asimismo, me refirió –quien sabe dónde lo aprendió o cómo lo inventó-, que en otra casa de la calle, que solo tenía puerta como único ojo para mirarla, vivía una bella sarracena vengadora, con su hermosura malvada, de las injurias hechas a sus gentes. Junto a la acequia, muerta, del recóndito huerto; entre perfumes penetrantes de hierbajos de menta de reguera de alberca y sahumerios desparramados por pebetero de cobre trajinado a martillo, hechizaba, endemoniaba, a los cristianos danzando con su cuerpo caliente, pecador, la desnudes de su escultura, prieta perfecta, lasciva, trenzada con hilos de arabescos y acompasada a repiqueteos de brazaletes, a sones de dulzaina y a cansinos canturreos, bárbaros, del esclavo, manso.

Ahora, la calle del Alamillo bajo, sabe de trajineros y hortelanos que, para vender sus mercancías, a hospedarse vienen a la cercana y nueva posada. Tal que supo antes de “civiles”, y como aprendiendo está un léxico extraño –inmunidad, profilaxis, sueroterapia, rickettsias, virosis, pandemia…-, escurrido por los muros laterales de su vecino el flamante Instituto Provincial de Higiene, que, edificado el año 1955, le cedió tantos terrenos como para, de enjuta y ruin, ponerla dilatada en los dos tercios de su largura, por el lado siniestro de su entrada por la calle de las Postas.

Julián Alonso Rodríguez. Diario Lanza, miércoles 22 de enero de 1958, página 2. 


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