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domingo, 14 de marzo de 2021

EL PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE CIUDAD REAL PRONUNCIADO EN 1957 POR FRANCISCO PÉREZ FERNÁNDEZ (II)

 



TODOS LOS MALOS VIENTOS…

Hasta que un día…

Un día de 1936, fruto y consecuencia de otros muchos días de amarga, pero ejemplar recordación, pasaron por España el vendaval de la  impiedad, el huracán de la destrucción, el cierzo del odio y de la injusticia, el siroco abrasador del crimen y el simún devastador de los hogares y de la propiedad legítimamente adquirida. Todos los malos vientos de la revolución y del odio se cernieron sobre gran parte de España. Ciudad Real, nuestra provincia, no fue de las menos castigadas. Y entre las muchas víctimas, la furia vesánica de los sin Dios se desató contra las imágenes: contra las pobrecitas imágenes, símbolo de las más puras creencias, motivo de adoración y de la fe, representación secular de un culto piadoso y sentido; contra las imágenes inofensivas, inocentes, obras de  arte muchas de ellas, manifestaciones otras ingenuas y sencillas, pero no menos adoradas y reverenciadas por los pueblos; contra las pobres imágenes, que a ninguno de aquellos sicarios ofendían, porque estaban quietas en sus hornacinas, pacíficas en sus retablos, solitarias en sus camarines, hieráticas en sus altares… Y las imágenes fueron también víctimas propiciatorias en aquellos días trágicos del 36. Las imágenes sufrieron el nuevo Calvario de los insultos y de las pedreas, el suplicio del hacha y de los golpes, el martirio de la mutilización y el descuartizamiento. Y sus cuerpos inocentes, de alabastro o de marfil, de madera o de piedra, quedaron esparcidos, rotos, soterrados superficialmente o arrojados a pozos y a muladares, cuando no reducidos a cenizas. ¡Pobres imágenes! En pleno siglo XX se resucitaba la antigua y famosa herejía de los iconoclastas, de los rompedores de imágenes.




LA “QUERELLA DE LAS IMÁGENES”

Perdonad otra vez al profesor de Historia que olvide su condición de “pregonero” y se remonte a hablaros, siquiera sea con la brevedad a que obliga el tiempo, de aquella famosa “querella de las imágenes, que dividió a la Iglesia medieval. La Historia, con el ejemplo del pasado, nos sirve de lección para el presente y advertencia para el porvenir.

Fue en el Imperio Bizantino. Corría el siglo VIII de nuestra Era. Gobernaba en Constantinopla la dinastía de los Isauros. Y en tiempos de uno de ellos, de Leon III, y en el año 728 exactamente, estalló la profunda conmoción que denominamos en Historia “la querella de las imágenes”. Frente a los iconólatras, que adoraban a las imágenes porque aceptaban su espiritual simbolismo y lo interpretaban rectamente, de acuerdo con los Concilios y los Santos Padres, surgieron los iconoclastas, los rompedores de imágenes, que, alentados por el propio Emperador León III, mostraban su ideología oriental, hostil a las representaciones de la divinidad y a la adoración de los Santos y sus reliquias. Ni los Papas ni los Patriarcas pudieron vencer el furor de los herejes. Caían los iconos criselefantinos, los iconos de bronce y de madera, venerados por siglos, al golpe de la destrucción impía. Y los adoradores de las imágenes, los que en ellas creían y las escondían para salvarlas de la destrucción, eran castigados con penas crueles e infamantes de prisión, azote y destierro, cuando no de muerte. Porque a León III sucedieron Constantino IV, apodado “el Coprónimo” (estiércol humano) y León IV el Kazario, no menos protectores de los iconoclastas y amparadores de la herejía. Y aunque la esposa de este último, la santa emperatriz Irene, autorizó nuevamente el culto de las imágenes durante los breves años de su mandato, renovóse el furor herético con León V el Armenio y con Teófilo, en cuyo tiempo culminaron los peores momentos de la persecución. Hasta que otra Emperatriz –feliz coincidencia ésta de que fuesen dos mujeres, Irene y Teodora, las protectoras de las imágenes y debeladoras de la herejía, como antecedente de la piedad y de la devoción femeninas- hasta que otra Emperatriz, digo, Teodora, convocó un Concilio el año 843 y el culto de las imágenes fue restablecido solemnemente. Había sido más de in siglo, 115 años exactamente de ruina y de destrucciones, y el arte religioso, para desgracia, padeció muchísimo con tan enconada persecución.




ESTAMPA DE MÜLHBERG

Pasaron los años y los siglos. Surgió en la Alemania del XVI la abominable herejía luterana que predicara un fraile demoniaco y apóstata, y volvió de nuevo el furor satánico de los iconoclastas, que sembraron de ruinas los templos y los campos, en su odio ancestral contra las inofensivas e inocentes imágenes.

A esta época pertenece una piadosa y elocuente escena que nos relata Mocenigo, el coetáneo embajador veneciano, cuando describe al Emperador Carlos V en su lucha contra los protestantes: es el 24 de abril de 1547 y domingo para puntualizar más. Cabalga el César carlos por los campos de Mülhberg, en Alemania. Sobre la férrea armadura ciñe la banda borgoñona, tal como lo retrata el Tiziano en su cuadro de la pinacoteca del Prado. De pronto, sus ojos se asombran, enfurecidos ante el hallazgo: un Crucifijo, con los brazos rotos por los luteranos iconoclastas, yace en el suelo. El Emperador desmonta de su caballo negro, recoge piadoso los restos de la mutilada imagen y, santiguándose, exclama: “¡Oh Cristo, concédeme el poder vengar la injuria que te han hecho!”. Y la batalla de Mülherg, como sentencia Paul Joachimsen, “es la catástrofe del protestantismo político”. Los 16.000 españoles vencieron a más de 50.000 luteranos. El Cristo exangüe, roto y partido, ayudó con sus designios divinos al debelador de herejes, al César Carlos de Europa, al Emperador de Occidente.

 



LOS ICONOCLASTAS EN CIUDAD REAL

Más años y más siglos en el correr de los tiempos. De vez en vez, las inocentes imágenes pagarían el odio homicida de las turbas sin Dios y sin ley. Hasta ese verano de 1936, al que antes me refería. Si en otros lugares no respetaron obras de Pedro de Mena, de Gregorio Fernández de Montañés o de Salzillo. ¿cómo no iban a destruir también las más modestas imágenes de nuestra Semana Santa?

¡Adiós, talla morena del Cristo de la Piedad, que cincelaran con amorosa unción las manos femeninas de Luisa Roldán, aquella imaginera andaluza, famosa con el castizo apodo de “La Roldana”¡ ¡Adiós, Virgen de los Dolores, para quien fue octavo Dolor que aumentara los siete puñales de su corazón de plata, el golpe del hacha irreverente y homicida! ¡Adiós, esfinge nazarena de la escuela de Montañes, digna hermana del “Cachorro” sevillano! ¡Adiós, Cristos, Soledades, verónicas y Magdalenas! ¿Cómo extrañarnos de la furia devastadora si aquí destruyeron también la venerada y antiquísima Virgen de Alarcos, la marfileña Virgen de la Guía y -¡me tiemblan los labios al decirlo!- nuestra Virgencita del Prado, la morena, la de las campanillas alegres y argentinas, que suenan el 15 de agosto con alborozo en el corazón de todo buen ciudarrealeño.

En unas horas, en unos días, quedó destrozado el esfuerzo y el sacrificio de años y de siglos. ¡Quién sabe, quién sabe si los labios violáceos del Cristo del Perdón no musitarían también, al sentir el hachazo deicida de los modernos iconoclastas, las evangélicas palabras del Gólgota: “¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!”.




RESURRECCIÓN DE NUESTRA SEMANA SANTA

¡Resurrexit!

Y resucitó al tercero día. Y el ángel dijo a las santas mujeres: “Vosotras no temáis, porque sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí porque ha resucitado, como la había dicho…

También al año tercero -¿qué son los años sino días en el correr de los tiempos?- resucitó España. Y con ella recobrada, volvieron nuestras piadosas tradiciones.

En esta última etapa de la Semana Santa de Ciudad Real no sólo me mantuvieron la mayor parte de las antiguas Cofradías, cuyos hermanos, en un esfuerzo de titanes –yo he sido testigo de ello- hubieron de rehacerlo todo, sino que surgieron otras nuevas, que han venido a redondear y a completar el espléndido conjunto de nuestra Semana Santa. Nacieron así la de “Las Palmas”, que llena la mañana jubilosa del Domingo de Ramos, como heraldo anunciador de los días sagrados. Y la Hermandad “del Silencio”, con sus dos pasos del Cristo de la Buena Muerte y la Virgen del Mayor Dolor, titular ésta de la Cofradía de señoras y modelo ambas del más acendrado espíritu de penitencia. Y la del “Encuentro”, reorganizada por el gremio de ferroviarios sobre la del Santo Cristo de la Coronación. Y la de las “Angustias”, constituida por los excombatientes de la cruzada de Liberación en el año 1944. Y por último, la más joven de todas, la Cofradía de “Jesús de Medinaceli” y la “Virgen de la Esperanza”, pujante y animosa, desfile brillante en el anochecer del Martes Santo y frecuencia de cultos y actos piadosos durante todo el año en su iglesia de la Barriada del Pilar.

 



SE NOS PERDIA LA ESENCIA

Porque en esto también ha evolucionado favorablemente nuestra Semana Santa. Reconozcámoslo, con crudeza y verdad: la Semana Santa, el significado y la esencia de la Semana Santa, se nos iban lamentablemente. No lo digo yo, pobre voz, insignificante voz de uno de tantos “hijos pródigos”, lastimero balido el mío de una de tantas “ovejas descarriadas”. Lo decía ya, hace ahora casi treinta años, el Obispo mártir, el D. Estenaga, cuando pronunciaba un profético sermón en la Parroquia de San Pedro, con motivo de la bendición del nuevo paso que trajo la entonces naciente Cofradía de la Coronación de Espinas. Lo repetía una vez y otra su sucesor D. Emeterio, con aquella su tesonería navarra, cuando afirmaba que el aparato externo de las pasionarias es admisible y ortodoxo, pero que lo más importante no es VER la Semana Santa, sino VIVIR la Semana Santa. Lo ratificó el año pasado nuestro Pastor actual, nuestro Prelado el D. Hervás, en aquel acto conmovedor y grandioso, en aquel sermón de la Pasión que pronunció en la noche del Jueves Santo. Y lo reconocen los Hermanos Mayores de las Cofradías, por la pluma de su Presidente, D. Pascual Crespo, en un reciente escrito que titula “Fervoroso renacer de la Semana Santa”.

Sí, hacíamos una Semana Santa devota, emotiva a veces, quizá llena de algún contenido en sus celebraciones populares, pero ¡ay! se nos estaba vaciando de liturgia. Por culpa unas veces de la piedad desorientada, algunas por lo relumbrante y llamativo, otras por el deseo de atracción de forasteros y turistas, y muchas, seamos sinceros, por nosotros mismos, porque nos preocupaba más lo externo, el caso es que se nos iba la verdadera Semana Santa. Y si bien el Jueves Santo visitábamos los Sagrarios, aunque también es cierto que no todos lo hacían, durante el Viernes Santo los templos estaban desiertos y a los Oficios, Tinieblas y ceremonias litúrgicas solamente asistían los sacerdotes, el sacristán, los acólitos y media docena de viejecitas.

Bullicio y algarabía en la calle, mantillas enmarcando rostros de bellísimas paisanas, claveles y fragancias de primavera, pasodobles castizos para acompañar el desfile de las Hermandades hasta sus parroquias, como simpática y pintoresca costumbre, clarinazos y estridencias de trompetas y redobles de tambores, animación en las calles y en las plazas, en la barra del bar, en el casino y en la casa, por la llegada de parientes y forasteros… Y mientras, las iglesias en penumbra, desoladas, enlutadas, silenciosas… ¡y vacías!




UN INTENSO MOVIMIENTO ESPIRITUAL

No. Esto no debía ser y ya no es, en realidad. Un movimiento espiritual intenso ha revolucionado Ciudad Real y su Diócesis, trascendiendo incluso a España entera. Y esto se ha de reflejar en nuestra Semana Santa, contribuyendo a sellar con su impronta de piedad verdadera y religiosidad firmemente sentida, la grandiosidad de nuestros desfiles procesionales.

No. Ya lo sabemos. La Semana Santa de Ciudad Real nunca será como otras por el lujo, por la magnificencia, por la riqueza de tronos y ornamentos ni por la valía artística de sus imágenes. Pero la Semana Santa de Ciudad Real puede también diferenciarse y destacarse por algo como esto: ¡Todos los penitentes que desfilan lo hacen el estado de gracia! ¡No hay un solo nazareno en pecado mortal!...

CERRANDO EL CÍRCULO

…La voz del “pregonero” se apaga… El clamor del “pregonero” se extingue… Su pregón, que ha querido ser añoranza y recuerdo, historia y lección, clarinazo de angustia, estampa de tristezas, reflejo de benditas realidades y augurio de más felices promesas, su pregón, repito, va a concluir, porque la paciencia vuestra se acaba, mis energías se agotan y la inspiración me falta. Pero antes de que la voz se extinga, quiero reservar muy pocas fuerzas para pronunciar una sola palabra: una palabra que venga a cerrar el círculo en que se ha movido el “pregonero”, volviendo al mismo punto de partida, al comienzo de su Pregón. Y esta palabra única es la que os debo por vuestra atención y por vuestra benevolencia. Esta palabra, sola, escueta, es, sencillamente: ¡Gracias!

 


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