David regreso, a Ciudad Real de su largo viaje, de lapidario mercader, por tierras de Flandes, y había muerto Sara, la hermana bella y querida; de piel de alabastro; de ojos, profundos, de azabache; de pelo de endrina; de alegría de salud.
David, pensó enloquecer…
La “Alcahueta”, mentirosa vieja, barbuda y mellada, de la calle de la Culebra, triplicó sus tercerías contándole amoríos de Sara y del apuesto don Martín, el rico; hechizos, del cristiano, junto a la ermita de la muralla, y no sé qué de bebedizos.
Davíd lo creyó. Pero el Cristo de la ermita sabía que los hechizos eran la Cruz, y los amoríos fueron amores y los bebedizos un frío grande, que se metió en los huesos de Sara y la consumió.
Una noche, la llama de la lamparilla del Cristo, sacó destellos, de acero, a un puñal. El guardián del Convento de San Francisco, que por allá pasaba, oyó un: “¡Cristo perdónanos!” y vio un cuerpo desplomarse, y una sombra perderse, a la carrera, en la encrucijada de las calles cercanas.
Don Martín, había muerto. En adelante, al
Cristo de aquella ermita le llamaron del Perdón.
No se volvió a saber de David.
Muchos años después, un mendigo vino a la ciudad; se cobijaba por las noches, en las ruinas de la casa de David; comía la sopa del Convento franciscano; rezaba de rodillas, y lloraba, todos los días, a la hora incierta del anochecer, ante el Santo Cristo del Perdón. Una vieja contaba: Tenía, el mendigo puntiaguda la barba, blanca, como era la endrina, de David, y como él, larga y afilada la nariz; sus ojos, mortecinos, eran negros, profusos, misteriosos, como los de Sara, la judía bella, muerta de un frío, grande que se le metió en los huesos y consumió su carne.
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En lejanos tiempos -que la tradición remonta al año 70 de la fundación de Villa Real-“el general Albarrana” defendía las murallas. En la parte más recia se ellas; frente al vecino y hostil, campo calatravo; en la torre cercana al portillo de Ciruela, tenía Albarrana, su mansión y estancia. Mandó traer, a la reciente villa del Rey -y bien custodiado por cierto- lo que en la Iglesia de la arruinada Alarcos quedara. La Virgen quedose allá, pero, entre lo que trajeron, vino una imagen del Cristo en la Cruz. Para El, hizo, Albarrana, una capilla en la muralla. Ante ella, David, mató a don Martín.
La injuria de los siglos arruinaban las murallas, abandonadas ya, sin misión defensiva, y, “en ese caso, un Párroco, celoso, de San Pedro teniendo presente la tradición antiquísima del Santísimo Cristo mandó llevarle y colocarle en su Iglesia Parroquial y, para memoria, dejaron, en la ermitica pequeña del muro, pintada “en la tapia, la imagen de S.S. Cristo que hoy” –primer tercio del siglo XIX— le llama el Santo Cristo del Muro.
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A los pies de la nave del Evangelio, en la Parroquia de San Pedro, colocado estaba, en el último y oscuro nicho del y trascoro, el Cristo, viejo, del Perdón. Salía, en los primeros años de la actual centuria, en la Pasionaria mañanera del Viernes Santo.
De Él, escribieron: “Es obra del siglo XIV, y, aunque defectuoso, como todo lo de aquel tiempo, tiene una cabeza hermosísima y llena de unción religiosa. Por su antigüedad, es importantísimo y digno de consideración”
Dicen que, en una ocasión, el sol quemaba la tierra y calcinaba las cosechas. Unieron, al Cristo, los deseos de agua, y llovió. Desde entonces, se llama el Cristo del Perdón y de las aguas.
Yo no sé deciros cuando, y por qué, sustituyo, --como parece deducirse de la época de su talla— este viejo Crucificado al que, Albarrana, mando traer de Alarcos. Lo que si certifico, es la impresionante belleza de su cabeza. La belleza de su paño de pureza casi clásico. ¿Por qué lo taparían con moradas enagüillas?
En la segunda decena del siglo que corre, al remozar, espléndidamente nuestra Semana Santa, cambiaron el viejo Cristo por un nuevo paso, espectacular y poblado. El Cristo viejo era más hermoso, valioso e interesante ¡pero fue relegado al olvido! Tenía Hermandad. Para el Nuevo, la reorganización y costeó, en parte, con ribetes de lujo, numerosísima y vistosa, don Federico Fernández. Por eso, el Cristo del nuevo paso, llegó a conocerse, popularmente, por “el Cristo de don Federico”.
Contemplar al viejo Cristo, empolvado, en su hornacina sucia, olvidada, silenciosa era confortador. -¡Quien tuviera su fotografía!- Ver pasar el Cristo nuevo, cerrando la procesión de la mañana del Viernes Santo, era estampa luminosa, inolvidable.
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Al viejo Cristo y al nuevo Cristo, ¡los hemos perdido! Como al antiquísimo.
En las ruinas, y con entusiasmo, ha rebrotado la Hermandad y han copiado –opinar vosotros con qué acierto— el paso nuevo.
Ahí tenéis el novísimo Cristo del Perdón y de las Aguas; junto a la vetusta y mal encopetada torre parroquial; bajo el sol esplendente de la Semana Santa de la Mancha; embalsamado, su pecho, con olor de los alhelíes blancos de la plazuela; mirando, con aire de bendición, calle Dorada arriba, hacia donde estuvo la “ermitica pequeña” de la muralla. Por donde traería, al Viejo “un Párroco celoso”.
En Sevilla, el barroquismo cofradiero se manifiesta hasta en la cabecera de sus reglas y estatutos. Si mal no recuerdo, una se titula así: “Real Insigne y Venerable Hermandad de Penitencia y, Archicofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia, Nuestra Señora de la Piedad, Patriarca Señor San José y Nuestra Señora de la Soledad. (Capilla del Baratillo)”. Allí, la Hermandad de nuestro Cristo del Perdón y de las Aguas, posiblemente llevaría un nombre semejante a este: Insigne, Venerable y Muy Piadosa Hermandad de Nuestro Padre, Legendario, Antiquísimo y Milagroso, Santísimo Cristo de Alarcos, de Albarrana, del Perdón y de las Aguas, (vulgo, de don Federico).
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Por las calles de Ciudad Real, el Viernes Santo, en las horas trágicas, va el Cristo del Perdón y de las Aguas, envuelto en sol, agonizante, desgranando las Siete Palabras.
Párate, míralo. Como curioso o como creyente. Vale la pena.
Julián Alonso Rodríguez. Diario
Lanza-Extraordinario de Semana Santa- martes 20 de marzo de 1951
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