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jueves, 19 de abril de 2018

LA BOTICA


Reproducción deliciosamente sainetera, de la cual forma parte la botica

(Para vosotras, aquellas niñas de larga trenza, que jugabais “a la comba” y “a los colores” en el Prado y teníais novio niño, intrépido y sentimental…)

Junto a ella desembocan calles muy principales. La entonces más comercial arteria de la ciudad es dominada, de punta a cabo, desde el interior, y, en otra dirección, desde la puerta, a través de un arco, la amplitud pueblerina de la cercana y cerrada cuadrangular Plaza Mayor con sus casas uniformadas, rodeada de estrechos soportales –“los portales”- con postes cuadrados, de piedra, enjalbegados, y, al fondo, el Ayuntamiento. El arco pertenecía al Ayuntamiento viejo, y, en segundo término, enmarcaba la decoración deliciosamente sainetera. Enfila la botica, con oportunidad envidiable, una crujía de “los portales”: la preferida como paseo único, al anochecer, durante el largo invierno de La Mancha y aun durante el verano. La vida de la ciudad, al rodar y rodar, monótona, pasa y repasa, se acerca a esta botica que tuvo tertulia vespertina selecta, cortante, constante. Por algo es botica y corrían los primeros años del siglo.

Poco a poco congregábanse don Ceferino, don Joaquín, don Federico, don Eloy, don José María, don Antonio, don Álvaro, don Emilio, don Ángel, don Rafael, don Lorenzo, don Jacobo… Si hacía frío venían con capa de embozos de relucientes terciopelos rojo y verde; con el ritual sombrero hongo; quién con gorra de visera. Cuando el calor apretaba, el sombrero era de paja, rígido,  o exótico “jipi” y flamante chaleco blanco, “de piqué”, con botones nacarados. Siempre, con abotonada bota, bastón de puño de plata, gran cadena de reloj de ostentoso colgante, lentes de oro, asombroso solitario.

En invierno se apiñaban dentro de la botica ante los bien enringlados tarros de cristal blanco, con filos de oro y aguda caperuza, que parecían contemplar, absortos, y oír. En estío, muy ordenadas, con gran compostura, al filo de la acera bien regada, sentadas en sillas negras de rejilla, aquellas caballerosas economías bigotudas y bien barbadas o emperilladas, montaban la guardia fiscal de todo bicho viviente que acertase a pasar por el dilatado campo de observación y no se decidiese a buscar otros apartados derroteros para llegar a la Plaza.

 
La botica de Lamano en la actualidad, centro de tertulia a la que Julián Alonso hace alusión en su articulo
  
Dentro y fuera, en la canícula como en Navidad, temblorosos pasteles de nuevo Concejo se confeccionaban allí. Vaticinábase sobre la crisis ministerial pendiente. Había diputados, senadores, catedráticos, literatos, banqueros, abogados, periodistas… Organizábase un banquete y, con igual destreza, un cartel de toros. Sugeríase un baile o una fiesta en “La Concordia”. Hubo alegría por la llegada de Alfonso XIII y por la toma del Gurugú; duelos por el asesinato de Canalejas, la huelga de Barcelona, la bomba de Morral, y quebrantos por la desdichada reforma de la Plaza, que arruinó arcos, quitó postes, puso feas columnas de hierro y sustituyó el antiguo solado de “los portales” por otro de grises onzas de duro chocolate de cemento. Comentaban la traída de aguas y las obras de reforma de la Catedral y de los jardinillos del Prado. Leíanse las pastorales de los obispos Piñera y Gandásegui. Debatíanse el fallo de un Jurado de Juegos Florales y las conferencias cuaresmales de San Pedro. Las fiestas del Centenario de la Independencia tuvieron sugerencias allí y sugerencias salían de allí para los festejos de Feria. Se elogiaba un soneto de La Tribuna o de El Labriego. Se anunciaba una boda, se hacían chistes, se murmuraba…, se arreglaba el mundo o, cuando menos, la ciudad. Hasta destacaron “comisiones” para presenciar, en las eras de Santa María, como don Jacobo y don José elevaban, sobre la ciudad, su mayor “barrilete”, de chorreante bengala en la cola, en los crepúsculos marceros. Era cocedero, mentidero;  se hacía política y amistad; se pasaba revista al transeúnte y se daban sombrerazos ceremoniosos. Era la botica como el sombrero de copa de un prestidigitador. Era una encantadora tertulia de novela galdosiana.

Percibíanse, al cabo, síntomas de desbandada: decrecía el trajín de “los portales”; retornaba acompañada de su hija casadera, la señora que buscó, de comercio en comercio, un ovillo de hilo que no necesitaba, ni quiso encontrar; terminó la novena en los Jesuítas; pasó la Sierva de María con prisa de pasar  la noche en vela; volvía el hijo de don Vicente de platicar en la reja o se escurría, desapercibido, a no santa y apartada cita; dos clérigos, al retirarse, cruzaban y saludaban; languidecía la luz del farolillo de aceite en pinceladas verdes, rojas, azules, amarillas, sobre el lienzo de la Inmaculada y las cartelas en su alabanza; borró la noche los relejes de verdín pintados en la pared por el agua de la canal rota; en “los portales”, ya casi desiertos, culebrea, de pared a postes, un borracho…

Se despueblan la Plaza y las calles. Queda vacía la botica. Dentro de poco la ciudad duerme sosegada, boca arriba, en cruz –de la Cruz de los Casados a la Puerta de Toledo; de los Terreros al arco del Carmen-. Su cabeza, sus pies, sus manos, descansan en vides, olivos, huertas, eras, escarcha, y –“¡Ave María Purísima, las dos y nublao!- un sereno le canta la Nana. Mañana, ¡otra vez a empezar!


¡Vida vieja de mi tierra! Así discurría cuando el bigotudo y embarbado caballero de la tertulia tenía una niña de larga trenza rubia, con lazo en la punta; cuando la mano, incipientemente varonil de un niño, con pujos de novio intrépido y sentimental, se quemó una noche, en “los portales” de la Plaza, con el primer pitillo petulante, al coger, a escondidas, la carta rosa dada, con sofoco, por su primera novia, linda niña de larga trenza rubia, con lazo en la punta –siempre acompañada de la criada de confianza-, que bordaba una papelera de raso “marrón”, con hilo de seda matizada, en un colegio distinguido de apartada calle de Ciudad Real…

Años después. Pasó la guerra del catorce. La barra del bar mató las tertulias. No hay bigotes, ni barbas, ni alfileres de corbata. ¿Hay algún sombrero hongo por el mundo? El bastón es artefacto montañero o prehistórico. Los novios, solos, van del brazo al cine o a lo más obscuro del Parque. La radio, las gafas ahumadas de brutales armaduras…, el fútbol… ¿Es peor, es mejor la vida de hoy? Es, sencillamente, ¡la vida de hoy!

En el centro de un sentimental museo de añoranzas, sobre el tablero de mármol blanco de una consola de caoba, de patas zambas y talladas, bajo u fanal, debería guardarse un tarro de botica –de aquella botica- de cristal blanco con ribetes de oro y agudamente encaperuzado. Dentro, en lugar de digital o nuez moscada, nombres, fechas, estas fotografías, una oración, una barra de cosméstico, barbas de vario color y catadura –rizosas, lacias, sedosas, indómitas-, puros de rancias marcas, pitillos, una boquilla de ámbar con anillo de oro y un alfiler de corbata…, y una píldora rebozada en polvos de licopodio,  y un papelillo, y un sello de quinina, y una pastilla de goma gordita y escarchada… Sobre el nombre raro de la planta medicinal, pegadas con obleas añejas, anaranjadas, de la papelería de Bermúdez -¡castizo y desaparecido comercio!-, un letrero que dijera: “Cenizas venerables de la Historia de Ciudad Real. 1900 a…”

El adormecedor aroma del espíritu del pasado se haría más penetrante cada vez que, en silencio respetuoso,  se parara, hoy, ante ese monumento, el deportivo hijo de la, ayer, linda niña de larga trenza rubia, hija del, en mil novecientos…, bien barbado correcto tertuliano de la botica de…

Julián Alonso Rodríguez. Revista “Albores de Espíritu”, Año III, Tomelloso, septiembre de 1948, núm. 23.


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