I
Allá en los tiempos del monarca sabio;
cuando era la corona a un tiempo, signo
de soberbia y temor; noble entre nobles
partió Don Diego a la encendida guerra.
A punto de marchar, con la armadura
luciendo erguido su arrogante cuerpo
ebrio de amor acercase a su esposa,
besa con labio trémulo su frente
y con voz más que frase; agrio gemido,
solemne se despide.
Parte luego;
piafa el corcel, rechinan los herrajes,
y entre nubes del polvo que va hollando,
por fin le manda su postrer saludo
y sé pierde a lo lejos su figura.
II
No alcanzará la más negra conciencia
el infinito negro de sus ojos;
rizo el cabello de tinieblas tinto
y rojo el seductor ardiente labio,
era Laura la estatua más hermosa,
la pintura mejor; pero la suerte
quiso dotarla de alma traicionera,
más infame que obscuras sus pupilas;
alma á quien sirve corazón de tigre,
de esclavo y defensor.
Por eso Laura
aceptó sin temblar para su esposo
a un hombre con mentido juramento.
III
Era una noche trasparente y pura
Dé las que hablan de Dios. Manto de
estrellas
vestía el firmamento. Luna clara
se miraba al espejo blandamente
en los cristales del dormido lago.
Y el mundo se mostraba tan tranquilo
como el alma de un justo. Por la orilla
una mujer a un hombre iba abrazada
en lazo criminal. Idilio infame
presenciaban los astros, y las ondas
rumor copiaron de insolentes besos.
IV
De pronto se oye, no lejano, el trote
de un brioso alazán; luciente casco
de ondeante pluma que en el aire juega,
cubría la cabeza del jinete,
guerrero vencedor que al fin volvía.
Llega hasta la pareja venturosa;
lanza un gemido la mujer villana,
y entonces el soldado salta a tierra
y a Laura reconoce.
V
Hubo un instante
de muda indecisión. Luego valiente,
el esposo ofendido, reta fiero
a singular combate a aquel bellaco
hurtador de su honra, y con la espada
aquella espada tantas veces tinta
en la sangre agarena, le arremete.
Crujen los hierros al violento choque
hasta que agudo a la reñida liza,
pone fin un quejido, y el amante
cae desplomado; de su pecho brota
una fuente de sangre que lo anega.
VI
Ella, la infiel, abraza al moribundo
transida de dolor. Ruge el esposo
lo mismo que un león, ásela fuerte,
y no queriendo encenagar su acero
en corazón tan ruin, la arroja al lago
que con sordo murmullo hace protesta
del impuro regalo y en el cielo
tiemblan los astros ante tanto dolo.
VII
Cuenta la historia que del lago triste
se corrompieron las tranquilas aguas;
que de sus ondas en la noche oscura
trasgos surgieron de mortal aliento,
y que la muerte en el podrido fondo
habitó largo tiempo, detrozando
vidas y vidas del lugar vecino.
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Ahora hay un campo solitario, estéril,
donde estaba el pantano pestilente
que fue único testigo de aquel drama.
Campo sin flores, fúnebre paseo
por el cual solo vaga algún poeta
o alguien que llora doloroso luto.
Allí no hay alegría; allí amanece
sin trinos, sin aromas, ni colores,
y al ocultarse el sol, la brisa pura,
entre las ramas de copudos olmos,
gime eterna canción de desventura.
Rafael López de Haro. Leyendas en
verso, imprenta El Labriego 1898
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