I
En sus dominios Villa-Real famosa
tuvo hace siglos el maldito cerro,
que de su triste historia no conserva
ni rastros ni vestigios ni recuerdos.
Cerro de la justicia y de la muerte
en donde tantas vidas se perdieron,
que llenarán de fijo numerosas
muchos, salones igneos del infierno.
Del infierno, si tal, que eran malvados
de sangre vil y corazón perverso.
Sucedió en tiempo de Fernando el Santo,
noble monarca de sagrado cetro,
que de la Villa-Real por los contornos
libres corrían los golfines fieros,
causándole terror al viandante
y odió cerval a los vecinos pueblos.
El capitán de la feroz canalla
que asaz infame, sin dolor ni miedo
los crímenes más grandes repetía,
era Carmena, corazón de hierro,
en cuya historia con su sangre escrita,
late un amor que se revuelca en cieno:
Carmena era cristiano, bravo y noble;
todo él, cuerpo y alma de guerrero,
que si del Cielo recogiera ofensas,
su espada volvería contra el Cielo.
No nació criminal, nació valiente;
lo transformó la fuerza de los hechos.
II
Ricas luces pintó la alborada
del castillo en la cúspide heniesta;
alegre bandada
de avecillas, cruzó la floresta,
formando una orquesta
por Dios concertada.
Dócil potro trotante ligero,
sonar hace bruñida armadura
de noble guerrero,
que a la luz de mañana tan pura,
brillando figura
fantasma de acero.
Para al fin bajo artística almena
de un antiguo bestuto castillo,
y en ella serena,
asomada se vé una morena,
como un angelillo,
que adora en Carmena.
¿Qué se dicen? Copiad aquel trino
que el gilguero sonó en la enramada,
el soplo divino
que dió luz a la bella alborada.
Es un beso que sigue el camino
que le traza una ardiente mirada.
III
¿Quién pensara que un idilio
tendría tan fatal término?
¿Quién dijera que la Gloria
puede trocarse en infierno?
Quísolo la suerte infausta
que no siempre hace lo bueno.
La adorada de Carmena,
la hija del noble manchego
que tenía la comarca
y el castillo aquel, en feudo
por su rey fué concedida
á otro más feliz mancebo.
Prepáranse grandes fiestas
en todos aquellos pueblos,
y a ellas acude Carmena,
con el corazón desecho,
tan ganoso de venganza
como rabioso de celos.
Llegó el día de la boda;
el gran Fernando Tercero
apadrinaba el enlace
honrándolo a fé con ello;
bendíjolo el sacerdote,
mas no lo bendijo el Cielo,
que el Cielo nunca bendice
amores que no son ciertos.
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