Todos nos hemos preguntado alguna vez
por el sentido de los horrendos dragones que hermosean las bóvedas de las naves
central, de la Epístola y del Evangelio en la iglesia de Santiago Apóstol.
Algunos, quizá, habrán reparado en el curioso efecto óptico que puede
contemplarse desde el fondo de la iglesia y desde la ventana de fuera, y muy
pocos, sin duda, habrán apaladinado la interpretación correcta que posee el
dragón para la época en que fue creado.
A mi juicio, representa una mezcla de diversos monstruos: la Hidra, el dragón del Apocalipsis y, sobre todo, el juguete de Dios, Leviatán, que aparece en el libro de Job (XL, 25-XLI) como ejemplo de soberbia humillada al poder divino, y que para los judíos (que habitaban el barrio donde se enclava la iglesia, ocupados en una próspera industria textil desaparecida a fines del siglo XVI) era una gigantesca serpiente oceánica que al fin de los tiempos se tragaría el sol, inundando de tinieblas el mundo.
El primer monstruo, la Hidra, se relaciona con la alegoría de los vicios en la Edad Media, representados por las cabezas cuya multiplicación sólo el fuego cauterizador puede cercenar, como los estudiosos de la simbología explican fehacientemente. Pero también, y eso es lo curioso, con el efecto óptico del que hablábamos. El dragón de la nave central tiene ocho cabezas mirado desde frente (el programa iconográfico de la iglesia se funda en el número ocho: número que la aritmología identifica como el de la justicia, y recordemos que una de las advocaciones por las que es conocido Santiago es “El justo” a lo que no es ajeno que en Ciudad Real llegara a ser establecida la chancillería y la Santa Hermandad de los Reyes Católicos). Sin embargo, al mirar desde ciertos lados pueden contarse nueve (lo que es más sensato según la leyenda de la Hidra). Cuatro cabezas son azules, a la derecha, (color de los justos, de lo celeste, a la derecha del padre) y las otras cuatro, a la izquierda, rojas (color del fuego y de la tierra, de los réprobos condenados al infierno, a la izquierda del padre). No obstante, saliendo de la iglesia, y contemplando a través de la ventana disponible de la bóveda central del altar los dragones, observamos, las tardes que son propicias, que siguen estando los azules a nuestra derecha y los rojos a nuestra izquierda. ¿Cómo es posible, si hemos cambiado nuestra posición saliendo al exterior y girándonos ciento ochenta grados? Muy sencillo: los nervios de las bóvedas parten las cabezas de la Hidra en dos, y cada nervio separa dos colores opuestos, de modo que el nervio nos tapa la cabeza correspondiente del otro lado y el bien se encuentra siempre a la derecha, esté cada uno en la situación que esté: la justicia es la misma para todos.
Asimismo, para cualquier observador que no se encuentre exactamente en el lugar del presbiterio en el que se coloca el sacerdote para levantar el cáliz, existen ocho cabezas, cuatro buenas y cuatro matas, mientras que para éste, cuando levanta la cabeza y el cáliz y mira a los cielos, existen dieciséis cabezas, multiplicadas como los vicios, que le obligan a insignificarse contemplando el poder de Dios, recalcando la doble responsabilidad que tiene el sacerdote frente a los feligreses y la humildad que se le exige.
En la redonda clave, (como la sagrada
forma) de la bóveda central se distingue, en hueco relieve, el castillo que
aparece en la bandera regional: símbolo de la realeza temporal, sojuzgada por
la realeza divina y eterna. Era un tópico. Recordemos el soneto que Lope,
sacerdote culposo, dedicó a la sagrada forma cuando la elevaba: “Cuando en mis
manos, Rey eterno, os miro…”. Evidentemente, el rey eterno no ocupaba un
castillo temporal: la ciudad de Dios estaba por encima de la ciudad de los
hombres o estado. La redonda clave, por otro lado, en el centro o estómago del
monstruo policéfalo, parece ser el sol devorado de la tradición rabínica.
Goethe decía en sus Epigramas venecianos que Dios separaría a buenos y réprobos a derecha e izquierda, pero sólo miraría a los discretos o justos que tenía frente a sí, quizá porque eran como El. El ingenioso pintor medieval del dragón parece habérsele adelantado un poquito en el concepto, si no en el significado. Quién sabe si había leído el Rimado de Palacio del Canciller Ayala, donde se clama por las injusticias y se hace un examen de conciencia de los vicios del autor, por cierto muy devoto de la Virgen Blanca de Toledo, una reproducción de la cual se conservaba en Santiago.
Los otros dragones de las capillas colaterales tienen una interpretación política referida a la rivalidad de las órdenes de caballería con la corona, pero las diferencias de estilo afirman que son, sin duda, posteriores, al menos en algunos años. Testimonian, por lo menos, el éxito que tuvo el artificio óptico que hemos referido.
Pero ahora llega el turno de hablar de Leviatán: su nombre cuenta con las ocho letras que “Santiago” o “Justicia”, y recordemos que las figuras geométricas de la techumbre son octaedros y estrellas de ocho puntas y las flores de las claves menores constan de ocho pétalos, así como son ocho los nervios de la bóveda central, e incluso aparecen ochos arábigos (confundibles con adornos) rodeando la clave central de una de las capillas, la que ostentan el escudo de los Reyes Católicos, que tanto daba uno como montaba el otro. Por no hablar de numerosos detalles significativos por igual del rosetón interior. Leviatán aparece descrito en un pasaje significativo del Libro de Job con los detalles representados en la pintura: escamas, labio rugoso y fuego en la boca. Este último alude, además, a un pasaje de la Epístola de Santiago, III, 6-10, y se deja interpretar como una referencia al incendio que sufrió el barrio con motivo de ciertos desórdenes entre los conversos y el partido favorable al maestre que entonces existía dentro de la Ciudad Real, como cuenta Cuadrado, por otro lado sería una advertencia a los conversos que habitaban la parroquia.
Santiago era un apóstol guerrero: ya Valdés se escandalizaba de que su culto se pareciese tanto al pagano de Marte, desde que presuntamente apareciera en la batalla Clavijo montado en un caballo blanco (compárese esta imagen con la de Ap. XIX, 11-16) y su culto se pusiera de moda. En época de Reconquista contaba, pues, con no pocos devotos entre la nobleza; pero sí tenemos en cuenta, por otra parte, el salmo LXXIV de Asaf, donde se menciona la destrucción y profanación de un santuario por un ejército enemigo, salmo donde se menciona a Leviatán y recordamos la destrucción del santuario de Alarcos en la famosa batalla, repararemos, consecuentemente, en el significado histórico de la identificación de Leviatán con el monstruo de la bóveda: personifica a los impíos allende el mar, cuya amenaza pende aún sobre el pueblo, todavía no bien librado y temeroso de ellos, y del cual les liberó no sólo el poder divino de Cristo, sino el temporal de los reyes de Castilla. Un versículo de la descripción del libro de Job es significativo: “¡Acerca a él tu mano: al pensar en la lucha no volverás a ella!”.
La descripción no deja lugar a dudas de
que es el modelo del anónimo pintor: “Su dorso es de hileras de escudos /
cerradas con sello de piedra” alude a los escudos que decoran la techumbre
recientemente restaurada y a la clave de piedra que cierra la base del cuello
de todas las cabezas. También alude a ello “Su corazón es duro como piedra /
duro como piedra de molino”. Es más, “salen antorchas de sus fauces, chispas de
fuego saltan” ilustra literalmente las llamas que se ven salir en los frescos
de sus bocas abiertas y dentadas, igual que “su aliento encendería carbones /
una llama sale de sus fauces”. Sobre su situación en las alturas no cabe duda
en varios versículos, el menos significativo de los cuales es: “a los más
altivos mira a la cara / ¡es el rey de todas las bestias feroces!”. Además,
otro detalle puede verse también reflejado en los frescos: “son espesas las
mamellas de su carne / pegadas a él, no se desprenden”.
Leviatán es, pues, la personificación de un enemigo exterior, el Islam, que se identifica con un cocodrilo mitológico para los hebreos (curiosamente parecido al natural en los frescos de Santiago). Enemigo que también se encuentra en Ciudad Real, en forma de moriscos o de criptojudíos falsamente conversos: a ello alude el pasaje de la epístola de Santiago sobre la lengua falaz, que igualmente puede decir verdad y mentira, lengua de llamas que es imposible dominar, y cuyo carácter doble ha sabido reflejar el artista. Búsquense los textos citados, demasiado largos para ser transcritos aquí.
Por último, en el sentido de la Bestia del Apocalipsis, el dragón representa una advertencia del Juicio final, instalada en una bóveda nervada que recuerda la concha o “venera” característica del santo, y que aparece como motivo ornamental en casi todos los tramos de la techumbre mudéjar, y a veces personificada como ángel. Es un tópico de la imaginería simbólica la concha generatriz de monstruos.
Ángel Romera Valero es profesor de Instituto, la Tribuna de Ciudad Real, sábado 15 de agosto de 1992
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