Venía la Paz, entre ventiscas, lluvia
punzante y fríos abrileños, tras larga y dolorosa guerra. La plazuela de
Santiago no era despiojadero público, aquel día. Las puertas de la Iglesia
estaban abiertas. Entre por las naves, vacías, el pastor avejentado y pobre,
paseaba su silencio y su tristeza. Yo, vi los techos ahumados; cada cuatro
pasos, las losas del suelo calcinadas por el fuego de hogares profanadores,
encendidos cada día de casi tres años, y las paredes desconchadas,
pintarrajeadas, cochambrosas. Ni un retablo, ni un santo, ni una campana. El
reloj muerto en una hora triste. Los muros del presbiterio partido, sepulturas
rotas… El cura, pobre, triste, envejecido, tornaba al redil que vigiló con
vigilia tensa, constante y peligrosa, y desolado lo hallaba. Un cuarto de siglo
de labor apostólica austera, liquidado en tres años escasos. Había de volver a
empezar y la labor se presentaba durísima. Por todos se pedía y para nada alcanzaba la
ruina de todos.
De aquel párroco nadie supo, nunca, con cuantos sacrificios y miseria tapó, acá; jabelgo, allá; enselló y remendó, lo que pudo, y repelló, por doquier, sin disimulo, ni herejía artística, con tal de volver el culto a su Iglesia y reunir otra vez su grey entre pobreza suma, ciertamente, pero entre limpieza, piedad y silencio confortadores. Hizo lo que pudo, más de lo que cualquiera hubiera podido hacer, y espero tiempos favorables para llevar a su Parroquia a un resurgir glorioso, con todos los honores de una meticulosa restauración. Así lo reclama la más antigua Parroquia de Ciudad Real; ese templo de todos y cada uno de los ciudarrealeños, que así lo han ido queriendo, desde quien lo fundara, hasta el último donante.
Empezaban tiempos de mayor holgura y buenos parecían para el arduo resurgir de Santiago, según puede deducir en grata conversación con una principal autoridad, cuando, el Prelado llamó, al cura, a su Cabildo Prioral, como honrosa recompensa. En arrebato envidiable, manso y santo; por homenaje sentido a su Parroquia, donde quedaba su sacrificio y ejemplaridad, el cura robó, a su patrono, una cruz roja -de fuego, de sacrificio de amor- como espada, en su pie; de Calatrava entre sus brazos… y la prendió en su muceta con dignidad, cariño y fe.
Ha llegado otro párroco a Santiago. Sobre él recae, como herencia ineludible e ingente, la continuación de la obra abnegada y el comienzo de la otra, pues los tiempos siguen pareciendo propicios. Con gusto y entusiasmo quiere acometerlas, nos decía, la otra mañana cuando, al frente de don Emilio Bernabeu, unos cuantos irrumpíamos en turbión afectuoso y bien recibido, para empapar el ánimo en belleza secular, aunque maltrecha, recorriendo esa Iglesia de Ciudad Real, cuyo origen pudo ser una antigua mezquita de confirmarse la apreciación sagaz, del amigo Agostini, a lo que da pábulo el arco con caracteres árabes, citado por Quadrado, que mi amigo me encargo buscar y, cegado y desfigurado, señaló como posible el otro día en el muro de “los panteones”, D. Emilio. Desde luego, es este templo el más interesante de la ciudad y aun en la provincia, según decía Ramírez de Arellano, dándole con justeza, categoría, no sólo de monumento local, sino provincial, al cual nadie puede volver la espalda, ni uno solo tiene fuerzas humanas suficientes para acometer su restauración necesaria urgente y ecuánime, para volverlo, a su primitivo estado, desvirtuado, principalmente, cuando, quizá haga 2 siglos un cascarón de yeso ocultó el suntuoso artesonado mandado construir, a sus expensas, en el siglo XIV, por el gran maestre Muñiz de Godoy, bravo que se atrevió a cerrar las puertas del Castillo de Caracuel a don Pedro, el Cruel, nada menos.
Bernabeu se apunta, la aventura del descubrimiento en nuestros días, del ocultado techo, y su acertada descripción la hizo el citado don Rafael Ramírez de Arellano. En tiempos del doctor Esténaga, pidiendo la caída de la bóveda, fea, actual, la copié en “Vida Manchega” y en el fugaz y fulgurante “Albores”, hace poco, la volví a copiar. Aquí, hoy, largo ser a consignarla. Por otro lado, el artesonado es ya cosa popular.
Es en Santiago, como el hermoso Camarín de la Virgen de la Guía y la Capilla de Chantre Coca, en San Pedro: joya irrenunciable para la Iglesia, para Ciudad Real, para el arte, para la fe, y para el acerbo artístico nacional. ¡Nadie las toque para fenecerlas!
Reparar el tejado; desempolvar el artesonado; tapar con madera las dos rajas que le hicieron al abrir las “guardillas” de ventilación; hacer lo propio para cubrir los huecos de los pocos tableros podridos de la hermosa armadura; derribar el antiestético y decadente cascarón que lo tapa, es la obra primordial a realizar en Santiago. La restauración del artesonado, en sus detalles, en sus pinturas, es más costosa y alguna vez vendría. Mientras llega y a pesar de los deterioros -¡son 6 siglos, señor lo que tiene!- luzca pronto, como, repetimos digno techo del templo, para deleite de la gente para orgullo del arte y Ciudad Real que a voces apremiantes lo reclaman.
No es esa la única obra preciosa en la añeja Iglesia. Allí está la torre esperando caiga su capitel pizarroso y le devuelvan su primitiva cúpula octogonal, de ladrillo, asentada en las pechinas aun intactas, bien conservadas. Así y coronada de almenas, como posiblemente nació ¡que interesante y bella quedaría!
Urge, además, limpiar de cal la fachada que da a la plazuela, dejando al descubierto las vetustas piedras del muro, hasta con las marcas de canteros, como está la fachada opuesta la de “los Panteones”, los cuales deben desbrozarse y, derribando las bardas circundantes, convertir aquello en chiquito y encantador jardín romántico. Entre césped y sombreadas por cipreses y olivos, las lápidas sepulcrales que se hallaran, tendrían, como fondo los muros parroquiales que nunca debieron, ni deberán, taparse, sin grave atentado artístico, con bardas, como ahora ni con construcción alguna adosada.
De este modo, por un costado, y por el otro, con la plazuela rodeada de casitas, con carácter restauradas o sustituidas (alguna podía ser casa curato), sin que otra vez -¡prohíbelo Navas!- por ningún concepto, un mazacote seudo modestito rascacielos de ocasión con ínfulas de modernismo, rompiera la armonía de ese trozo de típico barrio, y, en el centro de este singular rincón –mitad jardín deleitoso, mitad plazuela manchega- el templo señero y severo, hasta por el nombre del santo titular, en cuyo interior, rasgadas las ventanas hasta donde estuvieron, y abiertas las cegadas, pudiéramos admirar columnas, sin yeso; curiosos capiteles apenas apreciables ahora; paredes, sin cal o adornadas con las pinturas que ocultas pudieran existir; pisando solería de grandes losas de ocre arcilla cocida, o de ladrillo de igual material: con capillas bien ambientadas, y a lo mejor llegando hasta nosotros, resbalando por la hermosa escalera de caracol arrollada en el aire, las preces postreras de transcendentales juntas cofradieras celebradas en la amplia y famosa sala de la Santa Espina, guardadora del recuerdo de tantas opulencias, bajo destrozada techumbre, a reparar.
Loor al párroco que, día a día, durante una cuarentena de años -¡toda una vida!-, encerró en Santiago su trabajo, sus proyectos, su abnegación, sus amarguras, su ejemplo callado y benemérito.
Loado será el párroco actual si recorre con entusiasmo, con tino, escrupulosamente, con éxito, como quiere y es de esperar, ese largo y duro camino que tiene delante. Me atrevo a certificar, no han de faltarle asesoramiento y ayuda, oficiales y particulares para ello.
Julián Alonso Rodríguez, diario “Lanza”, miércoles 2 de agosto de 1950
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