El primer golpe fue una resultía, luego se sucedieron los porrazos hasta que aquello se convirtió en un repiqueteo insufrible. Pájaros carpinteros de la albañilería desmenuzaban piedra a piedra La Muralla, mi Muralla. Aquellos operarios la iban desintegrando con saña incomprensible, la iban desmigajando entre conversaciones cotidianas y algún que otro piropo de mal gusto.
La Muralla ancestral muriendo a manos de una modernidad mal entendida, ella que fue creada para escribir la historia de este pueblo era ahora un pobre muro embalado de palos y de sogas; ella que resistió las embestidas de antiguos invasores; que fue sombra y refugio de esta gente, moría sin dignidad, presa de la ignorancia, víctima de proyectos urbanísticos altamente dañinos.
Yo había crecido allí, al pie de la Muralla.
Aunque no era muy alta, cuando niño yo la veía inmensa, con esa perspectiva que
todo lo amplifica miraba La Muralla y veía un obstáculo insalvable. ¿Qué loco
militar se atrevería a tomar mi ciudad al asalto? Vivía aquellos años anegado
de historias medievales, imaginaba al Cid saliendo por la Puerta de Toledo después
de hacer huir al enemigo; veía huestes de moros y cristianos a uno y otro lado,
guerreando, midiendo los aceros. Ídolos de tebeo y compañeros de escuela se
mezclaban con héroes nacionales ahí, donde La Muralla, era el punto de
encuentro y era un poco la musa de nuestra fantasía. Allí nuestras batallas: sombrero
de papel y espada de madera.
Llegó la adolescencia y seguí visitando La Muralla. Al frescor de sus muros descubrí libertades interiores, aprendiendo entre miedo y compadreo golfo las nuevas dimensiones de mi cuerpo. Allí desembocaban (casi literalmente) nuestras noches de juerga, de borracheras clandestinas. Allí venía a parar alguna compañía femenina entre la indecisión, la urgencia, la impericia y promesas de amor con los dedos cruzados. No hay recuerdo de entonces que no venga bordeado de Muralla, diría que La Muralla enmarca mis recuerdos.
El día que comenzaron, a tirarla se convirtió
en el día más triste de mi vida, estaba allí tumbado, en la huerta de uno de
mis amigos, a diez metros escasos de la demolición, y fue como les cuento, algo
tristísimo. Entonces no entendía de diseños urbanos, entonces no hubo nadie, al
menos en mi entorno, que pudiera explicar por qué se hacía aquello. El tiempo y las lecturas me han dado
explicaciones que no acepto, ¿quién justificaría el derribo del Acueducto de
Segovia? Me invadió un sentimiento de rabia y de impotencia, ¿por qué, -maldita
sea-, y quién decidió hacerlo? Mis amigos, mis padres, los viejos profesores,
quisieron convencerme de que era lo mejor para nuestra ciudad, si esto era lo
mejor ¿por qué no hundirla entera?, construir una ciudad desde la nada, sin pasado,
sin vida en consecuencia. Mi amiga la Muralla se había desvanecido ante mis
ojos, perdía una aliada, me quedaba desnudo en cierto modo. Derramé alguna
lágrima cuando vi la llanura diáfana, monótona delante de mis ojos, yo que
había soñado cada noche un paisaje. En fin, no tenía remedio se había consumado
una de las acciones más lamentables de nuestra historia, un acto cruel que nunca
perdonaré a sus responsables.
Se añora su ausencia.
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