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domingo, 7 de agosto de 2022

IMPRESIONES DE UN VERANEANTE (IV Y ÚLTIMO)

 



Mi colección de fotografías de Ciudad Real aumenta, este verano con siete tomadas en el mismo espacio. El que se extiende, por la carretera de ronda, de la puerta de Granada a la de Alarcos. He aquí dos, tiradas en idéntico sentido, paso más, paso menos, ante el edificio de los ferroviarios, a la entrada del Parque, mirando hacia la puerta de Ciruela. La A, al abrir septiembre sus días. La B. tres fechas exactamente después. Las otras, que completan esta coleccioncilla, son tan tristes, y desoladoras como la última.

¿Qué motivos pueden justificar lo que ellas manifiestan? ¡Ah! No lo sé. Quizás ampliar la anchura de la carretera de ésta, que fue paseo de Cisneros, para facilitar el tráfico rodado, aun cuando da la casualidad de que en este trozo, concretamente es en el único que no aumentó. Al contrario, mermó mucho el que allí afluía, por las carreteras de Granada y Calzada, una vez desviado por la nueva carretera de Miguelturra que aboca, en la de la ronda, mucho más allá, frente al Reformatorio.

Los árboles con su silencio -y tal vez por él- benemérito, constante, secular, de trabajar haciendo el bien, sin mezcla de mal alguno; en contra de la belleza que representan, y de nuestra salud, alcanzaron este cruel “premio”.

Entre las tres fechas, que mediaron entre las fotos A y B, se le rompió una gran rama al hermosísimo olmo de la entrada del Parque. El brazo que la soportaba, carcomido, hueco, como consecuencia natural y funesta de podas anteriores e irracionales, que le produjeron heridas muy extensas y, por tanto, sin posible cicatrización, no pudo soportar el peso de la frondosa rama y de las hojas, y se desgajó. Decían fue de miedo ¡Vaya usted a saber si era verdad! Porque ¡es para temblar, semejante racha!

 



Al concluir de tirar la foto B, mi ánimo se refugió, deprimido esperanzado, en la singular arboleda de nuestro Parque, en el cual en su paseo inicial, que antiguamente era el principio de la carretera de Alarcos, también se aprecian zarpazos del hacha arborofoba. Y esto tampoco debe ser, que el arbolado del Parque es firme e intocable, sea cual sea, y cuando sea, cualquiera retoma que se pretenda hacer. Nos costó, a los ciudarrealeños mucho trabajo y entusiasmo, conseguir tan lozana masa arbórea para pulmón de la ciudad, deleite necesario, expansión de todos, salud de los niños, descanso de los grandes, y obligación irrenunciable, es, para todos, defenderla de ligerezas mal orientadas y intromisiones irresponsables, pues el Parque es parte, capital y valiosísima, del culto rico, honesto y orgulloso patrimonio de los ciudarrealeños.

En el viejo cofre, de los recuerdos viejos, guardo, con celo y cariño, una medallita de latón, tal que una antigua moneda de cobre de 10 céntimos, de grande, con un lacico de seda rojo y gualda. Me la dieron cuando en mi infancia, un año, los niños de la escuela, acudimos a la anual, y creo antaño obligatoria, “fiesta del Árbol” -el Sr. Del Moral quiso resucitarla no ha mucho- que, en aquella ocasión, se celebró en la granja agrícola de la puerta de Calatrava. Y plantamos un árbol. Las infantiles promesas, de amor a los árboles y a los pájaros, que nos hicieron recitar, aún siguen vivas y frescas en mí y me acudirán siempre.

Envuelta tengo la medalleja en un papel donde están escritos una famosa sentencia y un sabio refrán: “Quien plantó un árbol, no perdió su vida”. “El hombre y el árbol, no se forman en un año”.

¿Quién tendría el diabólico gusto de inventar, Dios sepa en qué añejos tiempos, el hacha arborófoba y la odiada piqueta demoledora, activas, sin sosiego?

 


Con singular agrado pase casi toda una tarde hablando con Villaseñor y viéndole pintar la curva pared levantada en el salón de sesiones de la Diputación. Por primera vez vi pintar un muro.

Tal salón, de castizo tono de época de la regencia de la reina Cristina, se convertirá en notable ejemplar modernísimo. Las pinturas de Villaseñor se encargan de establecer fuerte y desconcertante, contraste con el cupulín de la suntuosa escalera, por cierto muy deteriorado, que fue decorado por Ángel Andrade, y con los numerosos lienzos colgados en las dependencias y galerías del edificio y con la arquitectura de este.

Soy indocto. Me gusta, pero me considero incapaz de saborear, hasta lo hondo, la monumental obra de Villaseñor, éste actual pintor nuestro.

Soy indocto. Recuerdo el realismo sombrío de Solana el grupo de la familia manchega; la fantasía de Goya, áspera, genial, un tanto morbosa, de “los caprichos”, se nos viene a la mente con los desnudos, con los mineros, con el arador; los ángeles que rodean al beato Juan de Ávila parecen versión moderna de los tranquilos y placenteros, arcángeles Gabrieles de las primitivas Anunciaciones. Y todo con un carácter muy personal y actual. Son convergencias.

Suavidades de agua del padre Guadiana; rigideces violentas del secular Pantocrátor, puertas al día en el Santo Tomás de Villanueva; blancos sayales de freires calatravos; blancura, blanquísima y brillante de la huesuda cabra tertigolgante, y del esquelético jamelgo, quijotesco, empeñada en que resalten su valor, las sombras pizarrosas y las opalandras negras de los judíos -toda figura, en esta composición pictórica, tiene su simbolismo manchego- y en poner de manifiesto al total patinado, ocre, del conjunto variado y armónico a la vez.

 


Lo malo será si el mobiliario entorpece la visión de parte baja de la original y extensa pintura mural.

¡Campo manchego de tranquilidades! Huele la llanura a mies y a tierra, resecas. Acompasado, suena el andaraje -reloj del agua-, de la noria. Cantan las regueras a borbotones, y susurra el panizo, movido por la brisa suave. Parlotero chillar de gorriones y más garriones, que buscan, en la higuera, el descanso de la noche que llega. Magro pernil, pan, con miajón, tomate carnudo, melón meloso, bajo el nogal de la huerta amiga. ¡Cómo brilla! ¡Ocaso tras la cercana Cabeza del Palo y las cumbres de las sierras remotas de Guadalupe! Saben a cenobio, en recreación vespertina, el bisbiseo sentencioso de dos jornaleros, viejos, coronados de humos de “colilla” rechupada, sentados en los bajitos bancos de la plazoleta del Cristo de las Huertas, al empezar a desflecar sus retorcidos vuelos los “murciélagos”. Conforta el ánimo el postrer recorte de la luz, a la ermita, en salutación angelica a la Virgen de Alarcos.

Al regreso, son más lindos “los caballitos” del Parque suenan bien los “cha, cha, cha”.

En la terraza de un “bar”, bajo dosel de arboleda, sorbo a sorbo, ¡qué bien sabe el vino de mi tierra! ¡Y no pensar en nada!

Cruza, sobre “el olmo viejo” camino de la torre de San Pedro, el “Eco I”, puntual, brillante, símbolo del poder urbano y, ¡ojalá de la paz!

En la noche estrellada, estradilla el grillo, escondido en la reducida maraña, húmeda, del hondo patio, blanco. Ladra el perro del corralón vecino. El gallo clava, en el aire, agudos alertas, y el campanillo del convento eleva al cielo, entre tañidos, el rezo, trasnochado y virginal, de las monjitas. Trasciende a albahaca, a madrugada.

¡Que deprisa va el tren! Se encaraman las torres, para decirnos: “¡adiós, amigo, hasta el año que viene!” ¡Cómo flamean el pañuelo, blanco, de sus caseríos, los lugares tendidos sobre barbecheras! ¡Cómo plantean los olivos y verdean las viejas vides, y levantan nubecillas de polvo las yuntas al abrir el rastrojo y el caballo del guarda que va por la “verada” y la tartana en el camino viejo!

¡Cómo se va perdiendo la Mancha en la lejanía! ¡Cómo la corta, definitivamente, Despeñaperros!

 

Julián Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, jueves 1 de diciembre de 1960



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