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viernes, 13 de febrero de 2015

SILUETAS CIUDARREALEÑAS: “EL TREMENDO”


Modesto Turrillo “El Tremendo”, dibujo de López-Salazar

Para buen café el del Gallo,
El Tremendo para estacas,
Y para la buena arena
-¡Olé!-
la que vende la Carrata
(De una antigua murga de Carnaval)

Frente al efímero Café del Gallo –situado donde hoy está el comercio de los Reyes-, un organillo de manubrio fulminaba el vals de moda: el del beso de “El Conde de Luxemburgo” (“¡Por favor, por favor –dame un beso y verás…!”). Uncido al carro del organillo un asnico, sedoso, arriscante, nervioso, suave, algodonoso, guapo como “Platero”, que puso muy tiesas las orejas y se encogió, todo, de sobresalto… Entre Café y organillo, pasaba el aguafuerte goyesco y popular de Tremendo y sus borricos.

Así, allí, a la entrada de la calle de Toledo, vi por primera vez a este vendedor callejero, más viejo que joven, más bajo que alto, macizo, coloradote, chato, peludo, cerdas agudas, prietas, blanquecinas y rojizas, por barba mal rapada; risa ancha, grosera, como su boca; con calzones de pana y faja negra; con botillos gordos y gran sombrerote…. En invierno, llevaba chaleco “de punto de gancho”, con solapas (prenda tan típica del antiguo indumento manchego) y, en el buen tiempo, chaqueta al hombro o blusa castiza. Por donde podía, asomaba su monumental “pañuelo de yerbas”, y la colilla, rechupada, del cigarro, a medio tostar el papel, pendía pegada al borde de uno de sus labiazos.

Entroncado, sin duda, estaba con nuestra picaresca. Pícaro vivo, real, tangible, de hueso hueso, de carne prieta, era pariente, más que del ciego y del lazarillo de Tormes, más que de Maese Pedro y el Buscón, de nuestro pancino Sancho, al cual no llegaba a superar en picardía, pero, tal vez, pariguales fueran en bondades. Por algo los dos, curtidos de relente, tenían limpio jugo de tierra manchega aireado con vientos de tolvaneras.

El Tremendo, con el bordón de una estaca y, en la otra mano, el cabo del ronzal de la primera de sus bestias, por calles y callejones, de la calle de Granada a la del Espino, de la Jara a los Chamizos, de ancho a largo de Ciudad Real, por el centro, por las plazuelas, por los arrabales, a voces recias, pregonaba sus mercancías: “¡Estacas, estarás!”… y arena y cal, y escobas de “algarabía”… y compraba “pellicas”…, pero, desde luego, los que hicieron famoso al Tremendo fueron estacas y burros.

A voces burlonas contestaba o se metía con la chiquillería burlona. Tremendo, gracioso con tosquedad, pendeciero sin consecuencias -¡a la buena de Dios!- metíase con los grandes a voces de risas tremendas, a gruñidos roncos y guturales, indefinibles. A voces arreaba a sus burros. A dos o tres burros, en reata, atados de rabo a ronzal, cargados de estacas cual haces de viejos lanzones. Estacas largas, cortas, finas, ahorquilladas, gordas…; éstas, verticales; aquellás, a lo largo colocadas; arrastrando, unas; otras, enganchándose y golpeando al burro delantero o a las que el zaguero llevaba… Las “pellicas de conejo y liebre” –tiesas de secas- colgaban, como gualdrapas rotas, de aquellos esperpentos vivientes aderezados con penachos de escobas. Las aguaderas rebosaban cal blanca y arena fina.

No debieron comer nunca los borricos del Tremendo. Sin duda sus huesos torcidos y espinosos, el pellejo, los bultos, “las quebrancías”, las peladuras, los costurones, hiciéronse de la nada. Una nada peor que absoluta, pues de serlo fuera más piadosa con los burros del Tremendo. Miserias de burros viejos, tristes, rabipelados, ojilegañosos, patilisiados, corvos, trascorvos, vencidos de cuartillas, quebrados de corvejones, cojeando de las cuatro patas; con lenguas flácidas, espumajeantes, desbordando la  rota empalizada de grandes dientes amarillos, como remate de largos y secos cuellos rastreantes. Todos iguales y diferentes cada día, y canos, siempre canos, uno tras otro, lentos, seguían al Tremendo con ritmo descompasado y renqueante de tren descarrilado. ¿Cómo, al verlos pasar, no había de sobresaltarse el mozo y pulido Platerillo organillero?

Nadie supo ni el principio ni el fin de los burros del Tremendo, y por eso, chusca, decía la gente fabricaba los de hoy con los de ayer. A mí se me alcanza había de ser, además, de noche, sin luz, en los socavones de las murallas, con cieno y estiércol y añadiduras de dolor. Dolor de rojas, anchas, sangrantes mataduras malolientes con ribetes de moscas verdes. ¡Oh, espectáculo agrio y popular del Tremendo callejero, orondo, campechanote y bebedor- porque, un tanto, bebedor sí era-, y su atormentada “compaña”!

Apuesto nadie sabe, sin no yo y por casualidad, esto otro: sentado en un mojón, junto a las “charcas del hielo” que hubo en la umbría de la Puerta Toledo, miraba con tristeza nuestro hombre… ¡lo que fuera! ¿La larga vereda por donde una vez no se vuelve más?... Se secaba los ojillos con la cochambre de la blusa. Le dí los buenos días y su “¡anda con Dios!” fue un sollozo rudo –así había de ser en él- pero sollozo impresionante. Los borricos, espelurciados más que nunca, junto a él procuraban, con inauditos equilibrios para mantener estable su inestable quietud. En aquella ocasión el cuadro, tras ser agrio…, era amargo y tristemente doliente.

Transparente como el agua vieja y quieta de “las charcas”, como el invernizo aire manchego, me pareció el pelambroso pecho del Tremendo, y en lo hondo escarabajeaba su corazón grandote, atroz, agujereado, ¿Por qué entrañable pasado tierno? No me atreví a preguntárselo. Respeté su pena, serena y sola… y pasé adelante. Eso sí, desde aquel instante la picaresca del Tremendo quedó redimida para mí. No, no era un pícaro; era un buen hombre, en lucha dura con la vida y que, tal vez, logró la norma de ella en un: “¡mis penas para mí!”. ¡Que conociera la gente sólo su simpático humor socarrón, pozo de amargura revestido de alegría populachera!

Tremendo: Si al término de la veredica pina supiera yo dónde está tu sepultura, la unción de mi recuerdo la cubriría con una rama seca de “cardoncha”, basta y rotunda como tú, y de brazados y brazados de florecidas amapolas, besos cuajados de este poniente sol nuestro de cada día que te los dio tantos años. Entre tanto, en el límite del horizonte, unos angelitos barrigudos, feos, reidores y graciosos como los chicos, en cueros, de la Cruz Verde, escarbarían en la tierra de las nubes canas, las siluetas alucinantes de tus borricos desvencijados: Modesto Turrillo.

Julián Alonso Rodríguez. (Revista “Albores de Espíritu”, Año IV Núm. 27, enero de 1949, páginas 18 y 19).


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