El
cine Castillo desapareció en los primeros meses del año 2008
Utilizando el lenguaje de un tráiler de
película de acción bien podría decirse que un comando mercenario derribará las
almenas del Castillo. Es decir, unas brigadas subcontratadas harán sucumbir
otro de los bastiones en que se forjaron algunos de nuestros sueños
cinematográficos. Unos sueños de aventuras, de seducción y de libertad, que
fueron conformando el sustrato de nuestra existencia desde el escenario
luminoso de este cine, y de otros cines, a medida que atravesábamos los
diferentes tiempos vitales.
Primero fue la humilde pantalla del cine
del pueblo de nuestra infancia ("Cinema Paradiso"). Nuestros ojos
inocentes se abrieron como platos a las emociones de aquellas primeras
películas, donde las caravanas de los pioneros del Lejano Oeste nos
transportaban hacia unos horizontes infinitos a los que nunca hubiera llegado
por sí sola nuestra imaginación. Previamente, el Nodo (inauguración de pantanos
aparte) nos había hecho vibrar con las primeras hazañas europeas del Real
Madrid, gritando a coro los goles de Di Stéfano, Gento y Puskas con la misma
fuerza con que estallaban en la sala, caldeada en invierno con un chubesqui de
carbón, los olés ardientemente tributados a las faenas de Antonio Ordóñez o
Luis Miguel Dominguín en la plaza de Las Ventas. Pero aquel cine, el cine CEO
de Fernán Caballero, donde nuestros abuelos nos invitaban a una gaseosa en el
descanso, sucumbió a la despoblación causada por la emigración como en tantos
otros pueblos pequeños.
El cine Castillo, a finales de los
sesenta y principios de los setenta de la pasada centuria, fue el teatro de
nuestros sueños juveniles. Superando en elegancia y distinción al viejo
Cervantes de la calle Alarcos, la "Sinfonía N 40" de Mozart, en la
versión de Waldo de los Ríos, tantas veces la música ambiental que precedía al
comienzo de las sesiones, daba paso a una penumbra que, aliada con el confort
de sus butacas, hizo del Castillo el refugio acogedor para tardes de domingo de
los primeros amores de toda una generación, la nuestra. Una generación que
también supo asomarse al balcón de la ansiada libertad desde la pantalla de
aquel cine, participando en las sesiones matinales de cine fórum que coordinaba
un entonces muy joven Paco Badía.
Ahora salta la noticia de que el
Ayuntamiento, a lo James Bond, ha otorgado licencia para demoler el Castillo,
ya parcelado en tres multicines y adaptado a las demandas de los nuevos
tiempos. Como en aquellas películas americanas donde un reo pasa interminables
semanas de angustia vestido del terrible color naranja que le augura un
fatídico final, el cine de nuestras fantasías y anhelos juveniles ha estado un
año en el corredor de la muerte sin la más mínima esperanza de ser indultado.
La orden de ejecución no llega en este caso del Gobernador del Estado de Texas,
sino de la Junta de Gobierno Local del Ayuntamiento de Ciudad Real. Pero, en el
fondo, ambas instituciones no son sino los brazos ejecutores de una sentencia
inexorable dictada por instancias más implacables y menos visibles.
Si los cines de nuestra infancia
murieron como consecuencia de la despoblación causada por un flujo migratorio
que obligó a trasladarse a la gente del campo a las ciudades ("Qué verde
era mi valle"), los intereses económicos y especulativos hoy dominantes
están matando los cines de nuestra juventud y madurez. El cine es un bien
cultural y, a la vez, puede ser negocio. Pero nunca será un negocio equiparable
al de la especulación inmobiliaria o al que proporcionan los grandes centros
comerciales ("Toma el dinero y corre"). El Ayuntamiento de Ciudad
Real ejecuta cines otorgando licencias de demolición. Pero no es el único, el
de Madrid los liquida cambiando el uso de los edificios en el Plan General, de
cultural a comercial o libre. Así ha cerrado aquí el Castillo, y allí acaban de
cerrar, entre otras muchas, salas tan emblemáticas como las de los cines Azul, Fuencarral,
Bilbao, Benlliure, Tívoli, Canciller... ("La caída de los dioses").
Sabemos que, tan difícil como pensar que
el Gobernador de la película "Primera Plana", de Billy Wilder,
pudiera abolir la pena de muerte en su Estado, sería pedir a los responsables
municipales de la derecha española (quizá también a algunos de la izquierda)
que velaran en sus ciudades por un bien cultural tan preciado como el cine, e
indultaran las salas aún abiertas pero ya condenadas a desaparecer. No lo
harán, porque la inexorable lógica del sistema especulativo y mercantil que
domina nuestras vidas, incluso las de los aficionados a la fantasía del cine
("Laberinto de pasiones"), nos lleva inapelablemente al
individualismo del Home Cinema (cine en casa), o al exilio de las áreas
comerciales del extrarradio. Como esa de "Las Vías", o tantas otras
en las grandes ciudades, donde, antes de acceder a un complejo de salas
múltiples, atendidas por unos jóvenes inexpertos e indocumentados (en cine y en
atención al cliente de cine), es obligatorio atravesar los pasillos de un
centro comercial alienante y hortera que incita al consumo de cualquier cosa
("La tentación vive arriba"), pero que es incompatible con el
ambiente y el entorno que requiere toda manifestación cultural, y el cine en
particular. Fin.
Juan
Gómez Castañeda. Diario “Lanza”, jueves 16 de agosto de 2007. Página 2 “Opinión”
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