Los jardines del Torreón es otro de los
hermosos -renovados- lugares de nuestra ciudad. Cuando paseo por ellos, cosa
que suelo hacer con frecuencia, siento el dolor de la pérdida Arcadia de los
años infantiles. Entonces el lugar era casi inmundo, calles de piedra,
estrechas, por cuyo centro corría el agua vertida de las casas, también entonces,
de mala nota. Y al fondo, enhiesto, el Torreón del Alcázar con sus murallas de
piedra vieja y tierra golpeadas por el tiempo.
Recuerdo -las gentes de mi generación no
me dejarán mentir- que existían unas a modo de cuevas. Las llamábamos «cuevas del
Alcázar». Tal vez ni serían cuevas. No me he preocupado de indagarlo, pues
carezco de madera y paciencia de investigador. Seguramente que Hermenegildo
Moreno sabe de esto lo suyo y lo de los demás. Como decía, las «Cuevas del Alcázar»
y excitaban nuestra fantasía infantil e imaginábamos las más inverosímiles
hipótesis sobre el lugar.
En muchas ocasiones, burlando la
vigilancia de quienes allí habitaban, hemos penetrado en ellas -tal como narró
en una novela sobre el tema, escrita para lectura de jóvenes- y hemos
investigado el sitio intentando descubrir misterios que jamás existieron.
Decíamos que cuando Alfonso VIII fue derrotado en la famosa batalla de Alarcos, escapó gracias al
favor de un pastor que, frente al cerro de Alarcos, en el llamado «Arroyo de
las Animas» vio la entrada de una cueva, por la que hizo penetrar al derrotado
monarca y al que acompañó a lo largo de casi ocho kilómetros bajo tierra, hasta
dar con él en el Alcázar. Lo cual supuso la salvación del Rey.
Naturalmente que en esta explicación hay
errores cronológicos imperdonables, pero la imaginación infantil no se detiene
en tales menudencias. Por otra parte, es sabido que el Alcázar fue ordenado levantar
por Alfonso X, posterior a Alfonso VIII y la batalla de Alarcos, pero a
nosotros nos hacía tanta ilusión que hubiera ocurrido así, que no dudábamos en
creerlo. ¿No es hermoso creer que las cosas son como las pensamos y no como son
en realidad?
Para muchos chicos de los años cincuenta,
el Alcázar, su Torreón y las supuestas cuevas, fueron la más maravillosa
aventura que nos pudiera acontecer. Que sea verdad histórica o no, es cosa tan
insignificante como una gota en medio del océano.
Hoy, cuando han transcurrido tantos
años, y compruebo el cambio operado, no siento pena alguna. Me parece que debe
transformarse la faz de la ciudad y alegrarla con zonas de esparcimiento y
mayor belleza. Solamente añoro el tiempo aquel ido, y aquella imaginación que
nos hacía ver cuevas y reyes y batallas fuera del tiempo, rompiendo espacios y
fronteras, lejos del sensato razonamiento frío de los historiadores, que,
fieles a la verdad, estropean la realidad convirtiéndola en carámbanos de hielo.
De todas formas, el Torreón del Alcázar,
hoy, posee prestancia, gracia, y se ha convertido en zona verde importante para
la capital. No nos importa que se rompa aquel arcadiano sueño, porque siempre seguiremos
contemplando su figura de mediados de siglo, tal como era en nuestra niñez.
Y quien lo vio, da fe de ello...
Francisco
Mena Cantero, Diario Lanza “Conversaciones en el Pilar”, 18 de octubre de 1985,
página 14
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