Mi modesta biblioteca es una especie de «totum revolutum» en el que solo yo, y cada vez con más dificultades, soy capaz de encontrar el volumen que en algún momento preciso. Mi familia y mis amigos más íntimos sonríen entre irónicos y escépticos cada vez que manifiesto mi firme decisión de ordenarla, porque saben que mis periódicas intentonas no pasan de ser eso: el recurrente inicio de una tarea inacabable. Pero a mí me encanta, de vez en cuando, abordar la tarea de ordenar mis libros. Ello me permite reencontrarme con los que leí hace tiempo y me evocan un buen recuerdo, o con algunos otros que, más esquivos, no me dejaron entender o compartir su contenido. Pero, en cualquier caso, sea por la alegría del reencuentro o por el desafío de reintentar una lectura que en su día resultó frustrante, es poco el tiempo que dedico al primitivo móvil de ordenar la biblioteca, para dedicarme al más estimulante ejercicio de entregarme a la lectura de algún interesante hallazgo.
Hace unos días, muy pocos, comencé un
nuevo intento de ordenación, con resultados más pobres que de ordinario. De
forma casi inmediata, en un rinconcito, casi escondido debido a su pequeñez,
encontré una «Guía de Ciudad Real» del año 1869, cuidadosamente reimpresa por
el Instituto de Estudios Manchegos hace diez años, y que en su día hojeé sin
demasiado detenimiento, más Interesado por su completo «callejero» que por otra cosa; pero al que recordaba con cariño,
aunque sólo fuese por el hecho de que con su autor, don Domingo Clemente y
López del Campo, me unía el hecho de compartir la misma profesión, amén de
algunas otras coincidencias: manchego, docente en varios sitios y entre ellos
Ciudad Real, del que sale para posesionarse del «cargo
de Inspector de Escuelas Nacionales, regresando después a Ciudad Real con el
mismo cargo» donde se afinca, como dice en una sucinta presentación del
facsímil de la «Guía», don Gerardo Pérez de Madrid y Céspedes. Pero hay que
desorbitar ciertas coincidencias de ejercicios profesionales, traslados y
vuelta a la ciudad en la que ambos quisimos echar raíces, que suelen ser
circunstancias bastante habituales de los que, en su día, nos dedicamos a esta
profesión.
Sin embargo, si estas coincidencias no son
relevantes a niveles estrictamente biográficos, sí lo son en tanto en cuanto
vienen a determinar un especial enfoque en los análisis, fruto de lo que puede
ser una normal y quién sabe si deseable deformación profesional. Don Domingo
Clemente no es historiador, ni comerciante, ni industrial; pero procura
recurrir a todo, manejar los datos más heterogéneos, no con afán de hacer
análisis eruditos, que deja y pide en su prólogo a especialistas; pero que no
duda en utilizar como posible explicación a una situación actual y le sirva de
ayuda para la comprensión de una realidad sociocultural en la que tiene que
desarrollar su trabajo. Se nota que es un adelantado a su tiempo y sabe que
encerrar la enseñanza y la cultura en sí mismas es el camino más seguro para
esterilizar su análisis: «la antropología cultural ha cometido el error de
colocarse en el interior de lo que se ha llamado a veces el culturalismo, y que
postula la separación de lo cultural y lo social», dice cien años después el
profesor de La Soborna Roger Bastide, explicando la tesis en este sentido de
Georges Gurvitch. Y en este tratamiento globalizador el que ha hecho para mi
más atractivo este librito que puede ayudar, desde la perspectiva de ciento
veinte años, a emitir algunos Juicios sobre una ciudad que es nuestra, no sólo
por el mero accidente existencial del inicio vital; sino por la libre y
deliberada decisión de hacernos de ella.
LA EPOCA
Mi ilustre colega fecha el prólogo el día
quince de septiembre de 1869. Hay un importante valor añadido al de la mera
antigüedad de los datos que nos aporta: los momentos cruciales por los que
atravesaba España. Estaba a punto de cumplirse el primer aniversario de la
Revolución de Septiembre, iniciada con la sublevación de la escuadra mandada
por el almirante Topete en aguas gaditanas. Los generales Serrano y Prim,
además del propio Topete que, razonablemente, gozan de la popular consideración
de padres de la Revolución, no coinciden en los detalles de quién había de ser
la cabeza del nuevo Estado; pero sí coincidían en los importantes criterios
cristaliza- ,dos en la Convención de Ostende, primero y en el Manifiesto de
Cádiz, después: devolución de la soberanía nacional, establecimiento de las
libertades fundamentales, convocatoria de unas Cortes Constituyentes
conformadas por sufragio universal. .. y repudio de la reina doña Isabel 11.Y
no debían ir muy descaminados los padres de «La Gloriosa», como casi inmediatamente
se llamó a la Revolución, porque, sin más batalla de importancia que la de
Alcolea, en la que fueron derrotadas las tropas isabelinas, como afirmaba el
historiador A. Opisso, poco sospechoso de compartir radicalismos
revolucionarios, «la Revolución fue acogida, en general, con grandes aplausos.
Cuando en Barcelona se invitó a los vecinos a demostrar su entusiasmo con
iluminaciones y colgaduras, se pudo ver que en casas bien conocidas por su amor
al orden lucían magníficas luminarias. La unanimidad era completa; estaba Visto
que el trono de Isabel 11no contaba con el mayor apoyo, pues no queremos creer
que resultaran hipócrita fingimiento aquellas demostraciones de alegría de las
clases conservadoras, que no parecían sino que fuesen las principales
Interesadas en el triunfo de Serrano y Prim».
La falta de apoyo social a la Reina, que hubo de exilarse, parece clara; aunque yo no dejo de preguntarme si realmente, ese segmento social conservador, en el advenimiento de la Revolución, no vio sino la posibilidad de que una reacción contra ella propiciase el triunfo carlista que hasta entonces habían impedido los odiados «isabelinos»; pero quizá en esta sospecha esté pesando demasiado el infantil recuerdo de un viejo carlista de Herencia, que, ante la menor contrariedad y viniese o no a cuento, se lamentaba amargamente: «¡desde que reinó Isabel II, está España perdía!». Y no considero al tío Casto (que así lo llamaban) con los suficientes conocimientos históricos como para no pensar que tal exclamación no era sino un elemento más de la «tradición» heredada de sus antepasados. Probablemente de los mismos que, en el año 1868, pretendían proclamar como rey a don Carlos en algunos pueblos de nuestra provincia.
LA «GUÍA» y SU AUTOR
Y en este contexto, de unos españoles que
quieren cauces más liberales y progresistas, frente a otros que hasta los que
había consideraban excesivos. Sería bueno saber qué opinaba este notarla del
Ciudad Real de la época. Que no estaba alejado de la intensa impregnación
política del país, o al menos que no quería estarlo, lo prueba el hecho de que
dedica su «Guía» a un diputado de las Cortes elegidas ese mismo año, de los
seis que habían salido por esta provincia. Y no se trata del absolutista obispo
de Jaén, nuestro paisano Monescillo; sino de don Enrique Cisneros y Nuevas, del
que espera grandes cosas, dada su actuación como gobernador y alcalde
corregidor de la capital y, de ser ciertas las actuaciones que le atribuye la «Guía», no lo hizo mal con nuestra capital: «La creación
del Hospicio, de la Casa de maternidad y de expósitos, y de las escuelas
normales superiores de maestros y maestras; el ensanche del Instituto de
segunda enseñanza y del Hospital, la construcción de la Puerta de Ciruela y de
las fuentes públicas, la mejora del aspecto de las calles, plazas y paseos, la
celebración de una exposición de agricultura, la restauración del santuario de
Alarcos, la erección del monumento consagrado a la memoria de Hernán Pérez del
Pulgar, el de las Hazañas; el proyecto de desecación de los Terreros, el de
construcción de un edificio para las oficinas del Gobierno de la provincia y de
otro para un Presidio modelo, y por último el de creación de una Escuela de
Párvulos». Y aunque la verdad es que tales merecimientos justifican
sobradamente que se le dedique una guía de la localidad al que tanto la
benefició, pienso, por el contexto de algunas observaciones de don Domingo, que
la dedicatoria se debe también a cierta afinidad Ideológica con el gobernador y
alcaide-corregidor, que lo fue desde 1858 a 1863. Debió ser, pues, don Enrique
Cisneros y Nuevas, hombre de la Unión Liberal, puesto que duró en el cargo lo
que el Gobierno de aquella formación política en la que militaron gentes de
diversas procedencias (algún comentarista de la época les llamó por ello
«resellados») y que tendían a un progresismo sin demasiadas estridencias.
Deshecha la Unión Liberal, el que fuera alcaide-corregidor se nos aparece como
diputado, no sé si progresista o Unionista, en la constelación de grupos ideológicos
que conformaron a los «septembrinos». Y por ahí es
por donde creo que habría que buscar las inquietudes políticas de nuestro
autor.
De ser cierta esta adscripción política,
no deja de extrañar el hecho de que en la lógica reseña histórica que sirve de introducción
a la descripción de la realidad ciudarrealeña de 1869, don Domingo Clemente
comience su reseña histórica, no por la Fundación de Ciudad Real, sino con la
historia de aquellos bandoleros, conocidos como los «Golfines» que
aterrorizaron el desamparado territorio que se extendía entre los Montes de
Toledo y Sierra Morena, y que justificaron la creación de las Hermandades, que
en número de tres, se establecieron en Ventas con Peña Aguilera, Talavera de la Reina y en el
propio Pozuelo de Don Gil y que fue conociendo los nombres, o mejor, antenombres,
de «santa», «real» y «vieja» y que cesó en su actuación de prender, juzgar y
castigar malhechores en 1835. Quedando aún, en los tiempos que nos ocupan, su
corcel en el número cuatro de la calle Dorada y con ese nombre conocida, aunque
fuese ya cárcel del Juzgado. La explicación de esta poco aparentemente progresista
preocupación, podríamos encontrarla, o bien en la creencia de que el tema
puede, ser de gran importancia a la hora de fijar cierta justificación al modo
de ser de nuestras gentes y al hecho de que vierte una interesante visión
histórica sobre la durísima Hermandad, recogida de los deseos de los Reyes
Católicos al respecto, y que, seguramente, podía ser muy del gusto de un septembrino
como era don Domingo Clemente y es el hecho de que la Santa Hermandad «constituyera
un contrapeso formidable para la oligarquía».
Domingo
Luis Sánchez Miras. Diario “Lanza” 14 de agosto de 1987. Especial Feria de
Ciudad Real
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