Al sonar las campanadas de las tres de
la madrugada del Jueves Santo, en la torre de la vetusta iglesia de San Pedro,
de Ciudad Real, el agudo toque de un clarín impone el más absoluto silencio
dentro y fuera del templo. Como siempre, con puntual exactitud –que también es
norma de penitencia, de sacrificio y de renunciación a la comodidad- se abren
las puertas y, al conjuro del primer redoble seco de tambor, empiezan a salir
los negros encapuchados –tosco sayal franciscano y cíngulo blanco- de la Hermandad
del Cristo de la Buena Muerte.
Si para los que, año tras año, venimos
presenciando el desfile de esta Cofradía, la salida resulta impresionante, en
el forastero produce un impacto imborrable de emoción y de piedad. Para un
niño, es como hermoso cuento de Semana Santa, como una maravillosa estampa de
esas que escapan de un libro al levantar sus tapas. Cuando las puertas
señoriales de la parroquia de San Pedro se abren despacio, lentamente, a las
tres en punto, se nos antojan movidas por un artilugio que estuviese conectado
con el carillón de su inconfundible torre.
La noche suele ser tibia y perfumada,
sobre todo si, como este año, la Semana Santa cae ya muy entrado el mes de
abril. A ráfagas, una ligera brisa, casi imperceptible, aletea en los párpados
cansados de los que no se acuestan esperando la hora e hinchados de los que se
acaban de levantar. Y si alguien siente escalofríos, que no se los achaque a
esta noche de plenilunio primaveral, suave y acariciadora, sino al Cristo, al
silencio, a la meditación en los misterios de la Pasión, que el predicador va
desgranando a lo largo de las catorce estaciones del “Vía Crucis”, y al
ambiente de penitencia de esta procesión.
A veces, la noche es tan clara, que
apenas si se ven las estrellas en el cielo. Entre la luna llena de arriba y las
luminarias de abajo, palidecen y se esfuman los luceros. El desfile cobra
hondura, emotiva vibración, cuando pasa por las callejas angostas a las que aun
no han llegado las conquistas del progreso. Cuando los cirios se reflejan en
las retorcidas forjas de las rejas estrechas y de las celosías impenetrables o
en las paredes fantasmales de los viejos conventos –como en el de las monjas Terreras-
parece el silencio más denso, más agobiante, como el paso de una losa que
cayera sobre nosotros por haber, todos un poco, crucificado a Cristo. Y son
esos conventos –tabernáculos perennes de piedad y amor a Dios- los que se transfiguran
cuando antes ellos pasan procesiones como la del Silencio. Entre la exuberancia
de los días de primavera, sus paredes opacas son terroso sayal de penitencia;
por la noche, la luna se encarga de hacerlas brillar como un ascua. Para el
mundo, son humildes e incomprendidos
lugares de recogimiento; para Dios, selecto cenáculo de oración y penitencia.
Por eso cuando Cristo, pasa ante ellos, los transfigura, para darnos la sublime
lección de cuáles son las cosas valederas en la otra vida, en la que los
humildes serán ensalzados.
La emoción es grande también cuando la
imagen del Cristo de la Buena Muerte recorre las tortuosas esquinas del Compás
de Santo Domingo o de la calle del Lirio, donde se alzara la antigua sinagoga,
luego transformada en convento. A través de las rejas, parece oírse el
desgarrado lamento del pueblo judío por el deicidio.
En la paz serena del amanecer, el Cristo
de la Buena Muerte, entre la plegaria fervorosa del silencio intacto, vuelve al
templo. Son ya muy cerca de las siete de la mañana…
Carlos
María San Martín (Publicado en el diario ABC, el 18 de abril de 1957 en la
página 13)
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