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lunes, 19 de noviembre de 2018

PÁGINAS DE NUESTRO CALLEJERO FLORAL


Vista de la calle de la Zarza en los años setenta del pasado siglo

CALLE DE LA ZARZA

Zarza: Planta con tallos hasta de tres o cuatro metros de longitud, erguidos al principio, colgantes en los extremos y, cuando jóvenes, prismáticos en su terminación. Posee hojas compuestas de tres a cinco foholos, de borde aserrado. Lleva aguijones en los tallos, en los peciclos de las hojas e, incluso, en los nervios de los foliolos. Estos aguijones permiten a los tallos agarrarse y trepar por las bardas de corralizas, por las rocas peladas y verticales, por los troncos y ramas de otros vegetales más leñosos y constantes y buscan, así, encaramándose, un mayor soleamiento. La maraña de sus tallos hace impenetrables los lugares donde se extiende el zarzal y protege con sus pinchos, la vegetación herbácea que nace y prospera entre él.

Las flores tienen cinco pétalos, blancos o rosados, y estambres muy numerosos. Los frutos, las zarzamoras, maduran en julio y agosto, son carnosas, comestibles, negras y se presentan reunidas en grupos racemiformas.

La calle de la Zarza, con igual comienzo con el mismo remate y con semejantes características de su hermana gemela, la de la Azucena, sigue dirección casi paralela a ella y, como ella, cruza la de los Infantes y la de los Reyes.

Es larga, recta, menos ancha que su hermana y soleada. Tan somera está la roca caliza base de su suelo, que, por algunos sitios, aflora al exterior y cuenta la gente con aires de leyenda, se la ve crecer, de tiempo en tiempo, entre los cantos rodados cuarcitosos de su áspero empedrado.

Una antigua portada desaparecida de la calle de la Zarza

En las viejas casonas que, aquí y allá, a lo largo de la calle reconstruyen, a lo pobre, o permanecen desvencijados, ríen las fachadas con risa de flores cautivas en macetas en los balconcillos con torneados barrotes de madera.

Pero el principal atractivo de la calle de la Zarza se guarda en los patios, grandes y floridos, de sus casas que desbordan a la calle, por lo alto de los tapiales, el verdor macizo y jugoso de las enredaderas. Y también encantan los corralones, abandonados fósiles, con sus añoranzas de yuntas, arados, galeras y gañanías que dejaron la ciudad para guarecerse en los lejanos “quintos”.

CALLE CIPRÉS

Ciprés: Árbol que puede alcanzar hasta los treinta metros de altura, con ramas erguidas y aproximadas al tronco, por lo cual toma macizo parte fusiforme, característico. Las hojas son persistentes, menudas, escamosas y empizarradas.

Es planta originaria de Grecia y Persia, y su longevidad es tal que llega a cifrarse en los dos mil años. En los Cartujos de Roma, aun vive el ciprés que plantará Miguel Ángel; en el convento de Carmelitas Descalzos de Segovia, próximo a la “peña grajera” del santuario de la Patrona la Virgen de la Fuencisla, hasta hace pocos años se conservaba, en lo alto, el que llamaban de San Juan de la Cruz y que quizá el santo plantara; majestuoso es el camino de gigantescos cipreses entre los palacios sarraceños del Generalife granadino.


Por el color verde oscuro, su espeso aspecto decorativo y lo picudo y alargado es elemento integrante de la flora de los jardines monacales, donde, cual singular dedo valiente, imperativo y ascético, parece marcar el camino del cielo; es voluptuoso y adormecedor entre las acequias, claras, y los jazmines, en flor, de los moriscos; soñador en los románticos, y en camposantos y calvarios aquieta el alma y la ayuda a subir, silenciosa, recta, y en las ermitas de Córdoba uno sombrea la calavera que recibe al visitante advirtiéndole: lo que eres fui, lo que soy serás.

Hacia la mitad de la calle del Carmen y en su acera izquierda, nacen, juntas, la calle Real y la del Ciprés. Divergen, allí mismo, y, mientras la primera se aleja y pierde en la morería la del Ciprés, corta, termina en la puerta de Santa María, formando plazuela con la de los Infantes que llega perpendicular, entre las casas antiguas y descuidadas y otras de nuevas construcción, modestas, que componen la calle, no le han podido quitar su sabor arrabalero. Blanco, tranquilo y bueno hoy.

En muy remotos siglos, la puerta de la ciudad que cae hacia poniente y mira hacia el sitio donde está Santa María del Guadiana –de lo cual la puerta tomó nombre- era la única salida que, desde la puerta de Toledo a la de Alarcos, tenía, por este lado, el recinto amurallado, pues el arco de ladrillo, llamado del Carmen –porque “era el racional paso para el convento de frailes del Carmen” enclavado en extramuros- se abrió mucho más recientemente, donde finaba, en las murallas, la que era calle de San Andrés y, desde entonces, llamáronla del Carmen.

Las calles de los Infantes y la del Ciprés canalizaban y volcaban al exterior de la ciudad, por la Puerta de Santa María, el tránsito campesino y trajinero de este dilatado espacio. Por ello es fácil darse cuenta de la importancia urbana de esta arteria, y cuentan, y está muy puesto en razón, dada, además, la situación cercana a la principal calle Real y sus continuos tratos con pobres y plebeyos y nobles, con mendigos maleantes, y con arrieros, con gente, en una palabra, dura y bulla, lo propicia que fuera esta calle, por aquellos entonces, para picaros y bellacos lances, sombríos de espadas y navajas, de naipes y doblones y de adobos de celestinas que en tabernas y tugurios tenían cumplido acomodo.

Antigua puerta y patio de la calle de los Infantes

Un viejo, ochentón, el tío Tomás, sentado en las gradas de la cercana y hace veintiún años desaparecida iglesia –edificada en mil seiscientos diecinueve- del convento de los citados frailes carmelitanos, me refería una sugestiva y bella leyenda, que se repite en muchos climas españoles, y que relaté en la revista “Albores”, y está muy relacionada con la picaresca calle del Ciprés: Fue aquí, cuando mediaba la XVII centuria, donde, en el rufián ambiente de garitos y mancebías, podridas quedaron la inocencia y la piedad que, en su infancia, los frailes inculcaron en el joven hidalgo don Manuel Castro de Antolinez. Joven, apuesto, rico y gallardo pero, canallesco, soez, blasfemo y pendenciero, vivió, desde entonces, sin a nada, ni a nadie, temer.

Una noche iba más de mediada cuando, el hidalgo, dejando la calle de la Paloma, cruzó la Salinería y, al entrar en la calle de Caballeros, vio salir de su casa –que en esta calle y muy cerca de la plazuela del Carmen estaba- larga y miedosa procesión de negros encapuchados, cual almas en penas, que, entre livideces de luces de cirios, caminaban y rezaban. Soberbio, valiente y airado, preguntóles, el de Antolinez, quienes eran y como osaban perturbar el recato y silencio de su morada.

Humilde, pausado y tétrico contestóle un alumbrante:

-¡Callad, hermano, y rezad por el alma de don Manuel Castro de Antolinez, cuyo malvado cuerpo, muerto, llevamos a enterrar.

Alocado, paso a su casa y ni dentro, ni fuera de ella, vio nadie lo que él viera, y por visión infernal hubo de tomar su entierro. En su aposento, el Santo Cristo, que el Prior del convento del Carmen le regaló cuando niño, miró y confortó al liviano y escandaloso galán, cuando, febril y aterrado, se retiro a él.


Antigua reja del Ciudad Real desaparecido

A poco, una mañana, los vientos trajeron a la ciudad las alegrías de las campanas del convento volando a rebato. Era porque el joven arrogante y gallardo, pero vencido y envejecido, y arrepentido, postrado ante el altar, entraba y profesaba, en la santa regla del Carmelo.

Pasaron muchos años. Una peregrina vino a Ciudad Real –donde vivió luego y murió y enterrada está en la parroquia de San Pedro- y trajo la nueva de que el anciano siervo de Dios, P. Manuel del Santísimo Cristo, fraile profeso, que edificados tuvo a sus hermanos con su vida elevada en  perfección y sacrificio, había muerto santamente en el convento del Carmen de Pastrana.

“Los altos juicios de Dios son incomprendidos”. –Así remató el tío Tomás su relato, sentencioso, entre chupada y chupada de cigarro de “cajetilla de real”, sentado en las gradas de la iglesia, de muy castiza arquitectura carmelitana –como la de Campo de Criptana; como la del Santo Ángel, de Sevilla; como la de la Santa,  de Ávila- derruida en mil novecientos treinta y siete, según desdichado acuerdo tomado varios años antes, y que se elevaba, fuera de murallas, sobre lo que, en la actualidad, son jardines y caminos de ingreso al moderno pabellón central del Hospital Provincial llamado de Ntra. Sra. del Carmen en recuerdo del convento de frailes descalzos de esa Orden y del cual es heredero, desde el año mil ochocientos cincuenta y siete, como consecuencia de leyes desamortizadoras. Durante algún tiempo, antes de la última fecha consignada, sólo tuvo categoría de hospital municipal.

Julián Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, viernes 2 de enero de 1959.

Vista de la Puerta Santa María, y las calles Infantes, Zarza y Real en 1928

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