El
coro y el retablo de la Virgen de la Guía de la Parroquia de San Pedro, antes
de la destrucción de la imagen en 1936
El Sol y yo, buenos amigos, “en amor y
compaña” callejeábamos una tarde por Ciudad Real. El Sol se puso muy pesado tostando y retostando
rebanadas de cal en las paredes. “De mentirijillas” me enfadé con él y decidí
dejarle. En la casa-curato de San Pedro pegué mi sombra, para que no la viera,
a las paredes de los patios
parroquiales… y, travieso con chispitas de luz, me la agujereó, a través de las
enredaderas. Aprovechando la ocasión –una nube vino en mi ayuda- la metí en la
húmeda sacristía, y, no seguro todavía, quise esconderla en lóbrego y largo
pasadizo cuando, sin darme cuenta, me zambullí en la Iglesia.
Soledad absoluta, refrescante, suntuosa
y placentera llenaba las naves. Firmes, vigilaban los seis pilares desplegando,
por lo alto, sus aristas cogidas de las manos, con ritmo de rigodón pétreo,
para sujetar las bóvedas augustas afeadas de cal. En su penumbra, la Capilla
del Chantre Coca callaba recreándose, amorosa en su retablo, en su sepulcro, en
su lienzo de la Familia Nazaretana.
De los pies de la nave central de la
Iglesia, en a modo de suave y acompasado compás de salmos, creí oír. A lo que
me dijo mi fantasía –sentada “la fresca” al pie de una columna- no era otra
cosa que charla sutil de los innúmeros ángeles, angelotes y santos de yeso de
los relieves del muro y del coronamiento bello del coro hecho por Antonio
Fernández “que contrató con los curas de aquella parroquia en 1591 según el Sr.
Delgado Merchán” y cuenta Arellano. En mí desvarió percibí nombres: Burguetas, Cañamón.
¿Recordaría esa tumultuosa y bien compuesta pléyade de yeso la última noche
que, de par en par, se abrió la puerta
del coro para aparecer, bajo su arco, ante el aterrorizado pueblo, entre paños
negros y cirios amarillos, sobre un altar, el famoso “Cristo de las
Estaquillas” –con dos manos en la Cruz- pidiendo, por su amor, una limosna por
sus almas y para enterrar al Burguetas y al Cañamón, cuando, al amanecer, por
sus delitos murieran en la lóbrega cárcel frontera?
Así se hacía en casos semejantes pero,
desde entonces, no volvieron a franquear la puerta, Puerta histórica: En ella,
bajo un cobertizo cuyos restos aun se aprecian por fuera, en el cementerio, “la
campana tañida”, se reunía el Concejo “durante el siglo XV y gran parte del
XVI”, cuando Sta. María no había alcanzado más prosperidad que San Pedro.
El
retablo de la Virgen de la Guía en 1948, cuando recibía culto en él la imagen
de Jesús Caído
Me acerqué y, ciertamente no fueron
memorias de trágicas penas capitales las sorprendidas en expresiones y gestos
de escayola. Risas, éxtasis, vuelos floridos, actitudes casi clásicas, alegría
de corrillos retozones lo llenaban todo. Era una congregación blanca, alegre,
de nubes amasada con ángeles y santos, nimbando, semiecuatorialmente, el más
hermoso carro triunfal parado, plantado allí para gloria de una Guía, orgullo
de un templo, “acabado modelo, cuyo dorado se hizo con limosnas en el año 1765”
(según Clemente); rehabilitación de un estilo que dio y da, boato y riqueza a
las Iglesias españolas, y capaz, cuando por los derroteros del Arte lo
enderezan, de codearse y hombrearse con cualquiera. Proclamándolo está S.
Martín Pinario en Compostela y, en ella misma, las fachadas del Obradoiro y de
la Azabachería y el Altar mayor entroncados en la solemnidad robusta de la
románica Catedral del Hijo del Trueno, y, en la ojival Catedral primada, la
teoría, interminable del Trasaltar, y la fantasía complicada de la capilla de
San Isidro en San Andrés de Madrid, y… ¿para qué más?
Llegó un momento apoteósico. Lo vi bien
y lo gusté mejor y emocionado. El Sol, aburrido de desconchar paredes, descorre
sobre la puerta postrera, los encajes ocultos del óculo lindo y, a cataratas,
irrumpe vitalizándose todo. Barrió, sacudió y extendió alfombra de luz y losas
por el coro –capilla singular de la Virgen de la Guía- subió a nevar y rizar
manteles, y, con destreza, puliendo relieves policromados, se encarama hasta el
Camarín por encenderlo y hacer llegar a la tiara de S. Pedro, en el lejano
Altar Mayor de mal gusto, los resplandores de gloria que sacó de la silla y del
nimbo argénteos de la Virgen guapa, oronda suave de fijo mirar penetrante,
sano, como el de las mujeres de mi tierra; que aun cuando dicen vino “Ella de
las Américas” se sintió manchega desde el principio.
Más aún: con grumos de grana y oro,
trepó y estrió columnas, lustró molduras,, cuajo flores y frutas en guirnaldas
atrevidas y floreros pomposos, chorreó por las volutas, flameó a las
angelicales. Limó, pulió, retorció, enhebró y engarzó luz y sombras, brillos y
colores convirtiendo en linterna de destellos el carro triunfal parado: el
curioso altar, la urna barroca magnífica esplendente, de cuatro frentes, y,
desde lo alto, sobrándole, tiraba fulgencias a la central monumental araña de
vidrio regando con trozos de iris roto hasta el más recóndito rincón del
templo.
Han pasado un par de lustros. El Sol y
yo, buenos amigos, callejeamos por Ciudad Real. El Sol se pone muy pesado
tostando y retostando rebanadas de cal por las paredes. Lo dejo y lo cito en la
Iglesia de San Pedro. Un armonio –novicio de órgano- animado con los bríos de
correcto y gentil seminarista -¿por qué no tenías tu traje talar y tu beca roja
cruzada en el pecho, aquel día?- carraspea melodías como niño que cambia la
voz, junto al templete de la Guía; carro triunfal parado. La corte angelical y
santa no ríe, ni habla, no ora. Está manca, coja, decapitada, desplumada,
rasgadas sus vestiduras, arañados sus torsos casi clásicos. ¡Está rota
circundando el templete! El Sol acude a la cita y, como todos los días,
secularmente, levanta el encaje del lindo óculo de la puerta de los
ajusticiados, resbala, lame y besa carro triunfal ahora vacio, desmantelado y
solo, y no atina a sacar otra cosa que destellos mustios, desvaídos, turbios de
aquella ruina querida arrogante aun.
La
Virgen de la Guía pintada por Julián Alonso
Desalentado, alarga su dedo índice de
polvo iluminado y con lágrimas de luz, en las gradas de la Capilla de Coca,
escribe a Dios su oración diaria y postrera: Señor ¿cuándo me será concedido de
nuevo incendiar en fulgores complejos, de apoteosis mística y lírica, el trono
bello y completo de tu Madre y mi Guía?
Sí, hermano Sol, que te haces manchego
bautizado, cada día, con polvo de mi tierra inmensa y llana, nosotros, como tú,
añoramos y deseamos: ¿Cuándo esa joya barroca engarzada a maravilla en el
austero goticismo de San Pedro, volverá, restaurada tal cual fue, a dar la
fisonomía tan suya, tan nuestra, tan imborrable, tan deseada imprescindible, en
el interior paisaje de este templo que un día quiso ser Catedral? ¿Cuándo,
hermano Sol, dejarán de tirarnos a la cara, ajenos visitantes nuestra incuria e
ignorante incomprensión para recomponer lo secular, artístico, valioso y
emocional, y nuestra tan alegre facilidad para dar cobijo, pongo por caso, a un
retablo feo de almidón y purpurina baratos, en maderas baratas junto al
armoniosamente rico sepulcro del Chantre, frente a la hermosura sencilla del
lienzo de la Familia Sagrada, mirando a la suntuosidad del retablo de la Virgen
de Loreto, reflejándose en la bellas lápidas marmóreas funerarrias… de la
capilla de Coca?
Quizá me diera la razón, sí esto leyera,
algún buen pintor manchego visitante no ha mucho del templo de San Pedro… y, a
lo que creo, opinando ya me la dio sahumada y anticipada.
Hermano Sol, no olvidéis tu oración
cotidiana para que, como en ocasión análoga escribí, quien puede, quiera y
haga. En su honra y prez; en bien de lo poco bueno de nuestro precario acervo
artístico; para orgullo nuestro; como continuación de anteriores restauraciones
acertadas.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, lunes 9 de agosto de 1948, página 8
Restos
del retablo de la Virgen de la Guía en la capilla del Santísimo de la Catedral
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