¡Qué grato es, después de una larga
ausencia, escuchar la bienvenida, los comentarios, las quejas, las alegrías, de
esos duendecillos invisibles, longevidad envidiable, que pululan por doquier y
se enredan a nuestros pies! Y, no sólo escuchan, sino entablan coloquios con
ellos, ahora que eso de los coloquios se ha puesto tan en boga.
Charlatanes unos, melancólico aquél,
dolorido otro, dulces, grotescos e incluso groseros, avinagrados…, con el duro,
leve, buril de su decir, van marcando, con trazo seguro, a lo largo del tiempo,
la pequeña-grande fisonomía de la ciudad.
Me enseñaron el jardín que fue del Instituto,
convertido este año, en seca ruina de censurable abandono.
-Y del Parque ¿qué me cuentas? ¿Y de la
Plaza de San Francisco?- me pregunto entre acre e irónico el más canijo.
-Sí, faceta nueva es la avenida del Rey Santo,
y, aunque defectillos le saques -respondía
a otro- bien encajan, en ella, las modernidades de la construcción, tan bueno y
gustoso es ese concordar, como deplorables esos edificios, apéndices de
exotismo, que nos ha ido clavando entre lo secular y que más parecen ferínculos
purulentos en la faz tersa, sanota, de nuestra ciudad. Repara: donde había caserones
macizos, portadas de empaque, ventanas y balcones de retorcidos herrajes,
rincones sugeridos, en lo más visible y aparente, pusieron cicatrices feas,
atormentadoras, deformadoras. Plazas rectas, castellanas, que, en lugar de
restaurarlas en forma, ahí la tienes convertidas en sositas, extrañas,
glorietitas lusitanas, a los pies de recios templos seculares, cuando atractivas
serian en otros parajes urbanos. Cúbicos, macizos, angulosos edificios, con
tufo germano actual, nacidos en solares de otros antañones –que debieron ser
redimidos- enfrentados a bellísimos rosetones góticos…
Y los duendecillos y yo estuvimos de
acuerdo. Aquello, la avenida del Rey Santo, si. Esto, pegotes, no.
Recriminé a un enanillo porque propagó,
hasta lejanas latitudes, nuestra penuria hídrica. Tanta negrura puso en ello
que parecían haber resucitado los tiempos de cargueros, y cubas distribuidoras
de agua a domicilio, enterrados muchos años ha. Le referí que conozco ciudades
veraniegas, de mar, de sierra, y turismo –que no quise nombrar- donde falta el
agua muchas horas del día y aun todas las de algunos, y lo rumian en silencio y
tratan de resolver el problema y lo disimulan, suspendiendo las restricciones,
en las temporadas de aflujo de visitantes, y con propaganda maravillosa, a lo
grande y caro, los atraen. No caen en el pecado de aventar defectos. Saben lavar,
en casa, los trapos sucios –que es lo discreto- y lucen las galas cuando
conviene, y medran- que es lo que luce el lomo.
Vimos el torreón del Alcázar que a pesar
de los pesares -¿lo recordáis?- aun no
lo harán consolidado. ¿Cuándo lo harán, adecentando además, como es natural,
sus proximidades?
Una pululea de entes pequeñines, casi
invisibles, tiro de mí y me arrastro hasta San Pedro, y, en verdad, no me peso
la acometida. Me mostraron los bien encajados edificios que allí levantan como
casa parroquial y guardería infantil. Entre ellos y el templo, quedará una
recoleta y evocadora plazuela, ajardinada, que permitirá admirar, aislados de
paredones pegadizos, la noble y secular fachada parroquial, el exterior de la
capilla del Chantre de Coca, el ábside del templo. ¡Qué bonito quedará aquello
a juzgar por planos y gráficos!
Y, estando en esto, una voz sutil,
señorial, armoniosa y dolorida, me llamó. Era “la casa de la Torrecilla” la “ágüela”
de Ciudad Real, mi amiga, que, en pie,
apoyada en las muletas que le pusieron, me saludaba ¡un año más! ¡Y eso que,
hace varios, anunciaban, como inminente, su ruina.
-La culpa de tus achaques- le repetí de
nuevo- la tienen quienes descarnaron tus cimientos y te negaron arrimo y te mal
dijeron, que bien fortachona y alegre estabas gozando de tu senectud. ¿Verdad?
A pesar de tanta injuria ¡ahí estás! Esperando la restauración- no la
reconstrucción, pues dejarías de ser tú, y ¡eso no! –que necesitas para
completar el encanto del espacio que nos preparan alrededor de San Pedro.
Cerré los ojos para no ver la Delegación
de Hacienda y Abastos.
-¡No desesperes, ágüela de Ciudad Real,
amiga! ¡Quién sabe si buenas manos te han de volver tu bello y prístino ser!
Tú, entonces, sana y salva, olvidarás, perdonando –como es de ley en todo buen
ciudarrealeño- el mal que te hacen de ultrajes, desgracias, condena a muerte -¿qué
saben ellos? -y serás gema preciada, de ese rincón, y preciosa, de tu nuevo
dueño, que benemérito habíamos de llamar. Y cantarías gozosa, castiza, sana,
agradecida a tu redentor, la seguidilla aquella, tan nuestra: “Aunque soy de la
Mancha…”, que terminarías con “más de cuatro quisieran tener mi sangre”, como
digno, elegante, manchego, reproche y comienzo de perdón para los otros. Y
nuestro aplauso seria para ti y para quien tanto bien te haga. Y, en las noches
de claro aire, lavado, de Semana Santa, cuando ese riconcico deleitoso huela a
alhelíes y a cera, se acercará a nosotros, contigo, en ti, el recuerdo del
venerable y sabio sacerdote don Inocente Hervás Buendía, el del Diccionario inigualado, que te
quiso, porque te conocía; que te conservó; que procuró eternizarte, legándote a
la Parroquia. Y tu perpetuidad, pese a quien pese, lo ha de conseguir el espíritu
de don Inocente, pues está muy cerca del Omnipotente y lo aboga San Antoñuelo y
es anhelo de Ciudad Real. Así será: sin valentías, huecas, que no sientes, ni
quieres, ni necesitas; sin andrajos, que no tienes. Raida está tu túnica, pero
no pringosa. ¿Verdad?
Al igual que otros veranos, desde el
cristal roto de su más alto ventanal, la casa de la torrecilla nos envió la
sonrisa del último rayo de sol. A los duendecillos y a mí. Y quedó, entre
todos, el silencio, expectante, confiado en la resurrección honorable de la ágüela
de Ciudad Real, como complemento preciso del ornato del recodo, apacible y
jugoso, que, en los contornos de San Pedro, están preparándonos, para gozarlo
con amor y para mostrarlo y enaltecerlo. Y, mostrarle al visitante, “ágüela” de
Ciudad Real, con orgullo de distinción y cultura ¡qué es lo nuestro! ¡Lo
manchego!
Pero ¿qué es eso? ¡No son suficientes
las muletas que te pusieron! Tu pared posterior falló al fin. Claro ¡te
quitaron aguante al tirar la casa inmediata, posterior! Mejor, era pegadiza y
fea. ¡Ahora, hora es cuando llegó la hora urgente de tu restauración en lo que
tienes de bello y reparable y respetable! ¡A ello! Y campearás como quieres y
debes y es de vergüenza en TODOS, y DE OBLIGACIÓN para el futuro, para que no nos
maldigan y, lo peor, nos desprecian.
¡Salve casa de la torrecilla!
¿Verdad que sí?
NOTA: Amigo Bermúdez: Estando compuesto
esto, la casa de la torrecilla, la “ágüela” de Ciudad Real, agradecida, me dio la
noticia del “Cumpliendo un deber”. De Vd. Al sentir de ella, por ella, uno el
mío. Dialogando –está esto muy de moda- me ha centrado silencios y categorías y
cataduras diversas; sorderas; inoperancias… y ¡hasta buenas voluntades y
deseos! ¡Sabe tanto! Señor, ¡como es muy vieja! y “el Diablo sabe más por viejo…”
Julián
Alonso Rodríguez, diario “Lanza”, martes 28 de julio de 1959
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