Gracias, señor C.C.Z. No tantas por la
vanidad de sentirse leído y comprendido por usted, según bien a las claras se
aprecia por su artículo “Réquiem por una… Torrecilla” aparecido en LANZA el día
21, y si muchas porque, sin ser de Ciudad Real, ha calado muy hondo en la
ciudad y porque sus líneas son las únicas llegadas de las muchas que esperaba
del mancheguismo, sentimental, de mis paisanos y de los que en la capital, sin
ser de ella, viven. Su escrito, amigo, es sentido, comprensivo, severo y de
agradecer. Gracias.
Las comisiones, son pecado. Se peca por
acción y por omisión. En esta han caído todos ellos, y quien sabe cuantos,
agazapados en las tinieblas, en la primera.
Allá va, señor C.C.Z., desde este
momento, mi mano franca, sana, fuerte, limpia, limpísima, de amigo, pero
quisiera completan las letras que faltan tras las iniciales, y ello en honor a
usted, por honrar lo nuestro, porque cuando así se logra no son suficientes las
iniciales. De mí, se decide que, en esta ocasión de “réquiem” por cosa tan
entrañable, voy a poner, bajo mi nombre, lo que soy: Cronista de la Ciudad; lo
que me nombraron sin pedirlo, ni soñarlo; lo que, por tenerlo en grandísima estima,
no prodigo y guardo para las grandes solemnidades –y esta lo es- que presente
el adagio que dice: “lo que mucho se usa, se desusa”.
Apenas supe el asesinato, a piqueta
airada, de este otro de los pocos edificios seculares que nos van quedando, pensé
escribir mi nota “necrológica”… pero decidí aguardar otras, y sólo, hasta la
fecha, llegó la suya, ¡que vale por oro!, y por la cual rompo mi silencio.
Nadie que me conozca supondría iba a ser definitivo; una renunciación, ¡vamos!
¡Quiero demasiado a Ciudad Real para serle infiel!
Ha Entrado en el pasado la casa de la
torrecilla de Ciudad Real. Pertenece a la Historia. Hemos hecho Historia,
queramos o no, de este jalón bienquerido -¡otro más!- pequeñito, romántico,
bello, femenino, que nos han quitado del casco urbano en aras de un insulso, si
no ofensivo, futuro.
Era la “Casa de la Torrecilla” como una
flor, seca, conservada entre las hojas de un viejo libro de horas, o de
poesías, que yace entre los densos tomos, de encuadernación llamativa, que
abarrotan los anaqueles del despacho de un nuevo rico. Era el abanico de
sándalo, de cortado país, de la abuela. Era el alfiler blanco, de cabeza gorda,
que prendió el velo de una novia. Era el trocito de seda negra del ataúd del
padre. Era la última carta que nos escribió la madre. Era nada de valor
EFECTIVO. Pero tenía todo, todo el inmenso valor AFECTIVO que no han sabido sentir,
incapaces, al derribarla. Y no era de ellos – ni merecía serlo-. Era de todos,
pero, sin duda no era rentable -¡exquisiteces espirituales! -¡Porque sepulcros
blanqueados, ellos! Ya estarán tranquilos, complacidos, contentos, aunque
alguna comezón tendrán, gracias a Dios. Nosotros nos sentimos tristes, a ver
gonzado, pero no carcomidos.
La Casa
de la Torrecilla antes de su demolición
¿Indiferencia, incomprensión, incultura,
rencor, amor propio herido, desafección –falta de AFECTO –tesón morboso, fines
de lucro…? Si se mezclan, en las proporciones más caprichosas, esos
ingredientes, o solo algunos, elegidos al azar, o, incluso, un solo, el
resultado siempre, necesariamente, es idéntico: ungüento mortífero y
devastador. Y así fue.
Ni siquiera salieron en defensa de la
casa de la torrecilla, como en otras coyunturas, histerismo de marionetas,
chatos y viejos. Poco, por otro lado, sirvieron –o medrado empeño puso en ello
la nueva Comisión de Monumentos- las gestiones ministeriales que acordaron, en
la inicial e interesante sesión.
Sólo nos queda el recuerdo.
No les dio el gusto de caerse. Han
tenido que tirarla, pues, fiel a su destino ahora arrasado, aguantó abandonos,
embates, inclemencias, sin torcer un milímetro su neta verticalidad –de veleta
a cimientos- firme, recia, retadora, casi inteligente, ejemplar, ciudarrealeña.
Como escribí, a poco y no tal que profecía, que bien a las claras podía verlo
cualquiera que sin estrabismos la mirara.
La nieve vino a ser su sudario
inmaculado, piadoso, y el polvo que levantó al caer permanecerá siempre,
queramos o no, y caerá sobre nosotros –sobre ellos- para vergüenza. A usted y a
mí, no nos hizo llorar el polvo. Nuestras lágrimas tienen un origen más íntimo
y selecto. El polvo se posará sobre quienes merecen feo uniforme gris – el más
feo color- sin distinción.
Desde ahora, se dirá: Aquí, en la
esquina que forman las calles de Ballesteros y Dorada, existió una secular,
bella e interesante, mansión de ciudarrealeños medianamente acomodados, hasta
que en el invierno de 1959 a 1960, la tiraron, que ella no quiso caerse.
¡Más se valiera haber estado enclavada
en otro paraje de la Provincia! Eras tan chiquita y tan modesta, tan poco
apreciable, que ni ajetreos taurinos sonaron en ti, ni a grasas de imprenta trascendías,
aunque en tus estancias sonaron los pasos del sabio autor del famoso
Diccionario, aquel buen cura que se llamó don Inocente Hervás tu dueño y donador.
¡No estuviste sola en tus tribulaciones! Te defendimos pocos –eso es lo triste-
pero a voz en grito, desgarrado, en la prensa, y no nos hicieron caso. Fueron
más los silencios, los indiferentes, los cuitados. ¡Y se repitió la Historia! Díganlo
las maltrechas Plaza Mayor y Puerta de Toledo, y el cogollico, cada día más
enjuto, del barrio de la morería, y los ocultos artesonados. Y lo proclama el
recuerdo -¡siempre nada más que recuerdos!- de las murallas soberbias, de los
palacios que fueron, de la cárcel de Santa Hermandad Real y Vieja, de las rejas
pérdidas, de las puertas vendidas, de los escudos pétreos picados y aventados… Y
todo era nuestro, de TODOS de nuestro acerbo sentimental y artístico y lo aniquilaron
unos pocos nada más.
Cualquiera sabe a quién le estará
reservado, en plazo más o menos cercano, contar, documentalmente –y bien hará- la
vida y misterios, glorias, incidencias y
claudicaciones, la Historia, en fin,
de la “Casa de la Torrecilla”, desde que fue concebida hasta su fría
ejecución. Y como segunda parte –“nunca segundas partes fueron buenas”- la
gestación, parto, utilidad, entrañas y demás incidencias de lo que salga en
esos escasos dos o tres metros cuadrados que es, poco más o menos, lo que quedó
como solar.
Torrecilla
de la casa situada entre la calle Ruiz Morote y General Rey, que le daba nombre
a la edificación
Por si fueran útiles, para la biografía
que vaticino, ahí van estos datos.
Mi actuación, “pro redención de la “casa
de la torrecilla”, comenzó, hace cuatro o cinco años, en el mismo punto y hora
que se hizo público el peligro de demolición que corría el edificio. Bien
conocida es de todos, LANZA, a lo largo de tan dilatado periodo, publicó en sus
columnas mi tesón defensivo, constante, solitario, sin flaquezas, altruista,
sin mezcla de mal alguno –creo necesario consignarlo así, sin rebozo- de
rendido amor a mi tierra, para la que sueño un horizonte infinito, inmaculado,
claro, ¡el mejor de los mejores! Amor decidido, indiscutible, puro, honrado, a
pecho desnudo, sin que el vello de la virilidad sienta, ni consienta, sobre sí
el roce odiado, negroide, de plumas teñidas, abalorios y rodajas. Y no es
virtud. Es que así se quiere a la madre y Ciudad Real es la mía y de ella se
trata.
Mediaba el año 1959 cuando, con
gallardía, salió Bermúdez a la palestra y escribió en LANZA. Pocos días después,
en el número extraordinario de Feria de este diario, unos amigos, cuyos nombres
están al pie de sus escritos, y entre los que se contaba también Bermúdez,
enderezaron una página en defensa de la tan citada casita. Con apretada
insistencia, bien agradecida, quisieron unir mi empeño al suyo. Me negué en
absoluto, por entender que los esfuerzos habían de ser convergentes y no
paralelos, ni fundidos, ni gregarios. Cada cual movió los resortes que supo,
pudo y quiso. ¡Mala fortuna tuvo Ciudad Real! Fracasamos, como bien se ha
visto. Yo, aunque entristecido, sereno y tranquilo, por el practicado criterio
de la independencia convergente encuentro la justificación y la confirmación,
que no hubiera podido hallar de seguir el rechazado camino del paralelismo, de
que es sabiduría cambiar de opinión; al observar cuan dócilmente se puede pasar
de la defensa, al parecer viva, de la Casa de la Torrecilla a completar la
unanimidad de aceptación de acuerdos, preexistentes, de demolición.
Amigo C.C.Z. no es preciso esperar a
mañana para saber de parte de quién está la razón; si de la piqueta nefasta o
de los que no queríamos la mancha de esa demolición. Lo sabemos usted y yo.
La razón es nuestra. Lo saben ellos, mal
que les pese. ¡Pero el desaguisado se consumó! Nadie sabe si por merecerlo.
Recordemos la frase aquella de que “cada uno tiene lo que se merece”.
Y un ruego, señor C.C.Z.: De esas tejas
de la casa de la torrecilla -¡buena, hasta muerta!- que dicen van a servir para
cubrir una casa de gitanos, ¿pudiera lograrme una? Colmado quedaría mi
agradecimiento a usted. Le pondría una dedicatoria y la conservaría, piadoso y
sentimental, junto a la carpeta que contiene muchas cosas de la casa, y bajo
una ampliación, que me están haciendo, de una de las fotos mías, de ella. Un
día lo legaría al museo romántico que ha de tener Ciudad Real. Y no sería esa
sola mi donación.
¿Cuál será la próxima acometida de la
brutal, odiosa, inculta y alegre piqueta demoledora? Porque, ¡es que no para!
Julián
Alonso Rodríguez. Cronista de la Ciudad. Diario “Lanza”, sábado 30 de enero de
1960, página 4
Feo
y antiartístico edificio levantado en el solar de la casa de la Torrecilla
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