El libro “El agua en Ciudad Real,
historia de un reto diferido” recorre 800 años de nuestro pasado y detalla los
esfuerzos para dotar a la localidad castellano-manchega de las infraestructuras
precisas para garantizar el servicio. Durante siglos, la ciudad se enfrentó a
dos desafíos contrapuestos y marcados por su geografía: aportar recursos
hídricos en un clima seco y afrontar las inundaciones en los periodos de
lluvias extremas
La historia del abastecimiento y saneamiento de agua en Ciudad Real es un recorrido de ocho siglos protagonizado por los continuos y muchas veces demorados esfuerzos para dotar a la localidad de una fuente constante y de calidad de recursos hídricos.
Muchas de las obras de ingeniería e infraestructuras necesarias, que hoy garantizan el bienestar ciudadano, no estuvieron disponibles hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. El servicio en abastecimiento y depuración que actualmente disfrutan sus vecinos parecería una historia de ciencia ficción a muchos de sus antepasados. Porque durante siglos, las inundaciones, la contaminación de los pozos y las colas con el cántaro junto a las escasas fuentes fueron el día a día de los ciudarrealeños.
Todo ello lo narra el libro El agua en Ciudad Real, historia de un reto diferido, recién editado por Aquona junto al Ayuntamiento y la Escuela Técnica Superior de Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos de la Universidad de Castilla-La Mancha. La coordinación editorial ha corrido a cargo del profesor de Urbanismo José María Coronado, y en la obra participan otros docentes de la Universidad como Rita Ruiz Fernández, Javier Rodríguez Lázaro, Amparo Moyano Enríquez de Salamanca y Eduardo Rodríguez Araujo.
La seguridad hídrica, la
innovación tecnológica, la digitalización y la sostenibilidad que
aporta hoy Aquona, la empresa del ciclo urbano del agua responsable
del servicio público en colaboración con el consistorio, contrastan con un
pasado de incertidumbres y escasez.
Todo empezó con Alfonso X
“Cuando en 1255 el rey Alfonso X decidió ubicar una Villa Real en el caserío del Pozo Seco de Don Gil, estaba planteando, sin ser consciente de ello, un complejo desafío hídrico a las futuras generaciones que habrían de poblarla. El lugar elegido, un cruce de caminos en mitad de la llanura, iba a presentar dos problemas recurrentes relacionados con el agua: la dificultad para el abastecimiento en calidad y cantidad suficiente y, no menos importante, el complejo drenaje y saneamiento del sitio”.
Así arranca el documentado relato que José María Coronado ha tejido en torno a la historia del agua en Ciudad Real. Un pasado hecho de desafíos y también de esfuerzo, valentía y colaboración público-privada -desde tiempos remotos-, para dotar a la ciudad del agua que necesitaba para prosperar. Una aventura plagada de responsables públicos con visión y de emprendedores particulares dispuestos a apostar por su ciudad.
Poco importa ya si Alfonso X acertó o no en la elección del lugar hace ocho siglos. El hecho es que la ciudad está donde está y, durante generaciones, los vecinos lucharon por conseguir que el lugar fuera “su lugar”, y un lugar con agua.
El reto de dotar a Ciudad Real de recursos hídricos es considerable. No llueve mucho, apenas 400 litros por metro cuadrado al año; los ríos cercanos están más bajos que la ciudad y no es posible desviar el agua por gravedad; y, además, la propia urbe está situada en una depresión, de modo que cuando llueve el agua se acumula y es necesario evacuarla para impedir inundaciones.
El libro está ilustrado con estupendas
imágenes que retratan sucesos de otros tiempos, inundaciones recurrentes
donde se puede ver, por ejemplo, la plaza del Pilar convertida en una laguna
incluso en el año 1931. Escasez y abundancia, mal repartidas, se daban la mano
en un clima de extremos que ha forjado el carácter resistente
de los habitantes ante la adversidad.
Donación de Fernando el Católico
Merece la pena leer el libro coordinado por el profesor José María Coronado para apreciar en toda su amplitud la lucha de Ciudad Real por garantizar el agua a sus vecinos. Un recorrido de siglos difícil de resumir en pocas líneas.
El esfuerzo comienza desde la misma fundación del lugar. Urgía, en primer lugar, desaguar. Cuando llovía, el centro de la incipiente localidad se convertía en una laguna, para lo cual se trazaron algunas obras para vaciarla. La más ambiciosa se completó en 1508. Tras sufrir catastróficas inundaciones, se excavó una zanja de drenaje denominada La Cava. Partiendo de la Plaza del Pilar, recogía las aguas de lluvia hacia la puerta de Alarcos y de allí puertas afuera. Narra el libro que el rey Fernando el Católico concedió a la ciudad 1.000 escudos para la construcción “de las minas” de desagüe. Estas obras se siguieron ampliando en siglos posteriores.
Por otra parte, para conseguir agua se empleaban los pozos de la ciudad. Ya durante el reinado de Felipe II, se destinaron 15.000 maravedíes para abrir tres pozos en 1564. Uno de ellos, el Pozo Dulce, ha dado su nombre a una céntrica calle actual.
No obstante, puesto que los pozos no bastaban, o se contaminaban por las filtraciones de aguas sucias, desde la Edad Media se recurrió a transportar el agua en grandes contenedores desde pozos y manantiales de las afueras, labor de la que se encargaban los aguadores.
“La calidad de las aguas de los pozos fue empeorando con el tiempo, con lo que el agua de boca tendría que ser traída por los aguadores desde manantiales y fuentes próximas, por lo que durante bastantes años la ciudad perseguirá el sueño de traer agua potable”, explican los autores.
No fue hasta el siglo XVIII cuando
se plantean las primeras obras de ingeniería. Hacia 1773, Fray Marcos de Santa
Rosa lleva a cabo una captación de un arroyo de las afueras y construye un
depósito conocido como el arca de la Atalaya, donde acuden los
aguadores a cargar.
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