La
fotografía es de 1895 y nos muestra las obras que se llevaron en la torre para
sustituir el chapitel de pizarra por el actual. Archivo Lopez de la Franca
Empezaba el siglo. Era beneficiado de la
Santa Iglesia Prioral don Antonio Sánchez-Gijón, “el tío cura”, como le decían
sus sobrinos los Sánchez-Gijón, y así, cariñosamente, “el tío cura”, lo
llamábamos todos los de la familia, fueran los que fueran la edad y el grado de
parentesco que con él nos uniera. Magro, descuidado, viejo, sordo, de carácter
sencillo, pero entrañable. Por derecho de “nacencia”, y por dignidad, era el
capellán familiar y a su cargo estaban nuestras misas votivas, los bautizos,
las primeras comuniones, pero no las bodas, decía “sí el casorio sale mal, del
primero que se acuerdan los desavenidos, para no desearla nada bueno, es el
cura que los casó”. Tampoco actuaba en los entierros. En ellos lloraba el buen
“tío cura” y no podía entonar los “réquiem”.
Le creció un lobanillo en una mano y por
vicio, más que por nada, siempre se lo estaba resobando. En el coro, los
pícaros seises –el más pícaro era Marcos Redondo- lo enrabiaban sentándose en
frente y remedando los sobos que se daba. Al concluir los rezos, como castigo,
en la sacristía ponía en fila a los seises y les obligaba a pasar ante él, uno
a uno, para besarle la mano del lobanillo y regalarles, con la otra, un “capón”
que los chicos esquivaban entre respingos, muecas y risas, y risas suyas
también.
Allá, en los años 2 al 4, el ámbito
catedralicio se redujo al camarín de la Patrona. En él se celebraba todo el
culto. Lo demás estaba clausurado como consecuencia de obras de gran
envergadura por su extensión, pero de intensidad deplorable y no menos grande.
Por semejante incidencia, un año, en
Feria, no pudo bajar la Virgen al altar mayor. Había que subir a Ella, y el día
de su día, para salir de “su casa” y pasearse bonachona, por el Prado tuvieron
que improvisar, con telas rojas y viejas, una cámara tras la puerta que da al
paseo, y tan raquítica que solo pudo albergar la carroza.
El proyecto de las obras se debía al
arquitecto diocesano, señor Rebollar, pero, con su silencio y su consentimiento
más rendidos, Dios sepa por qué, se constituyó en arbitro y absoluto director
de las obras el Penitenciario, y luego Arcediano, muy ilustre señor canónigo
don Estanislao de Miguel Andrés. Este “maestro de obras” hizo y deshizo, a su
antojo, sin tener en cuenta el proyecto y de modo tan desdichado; que dio al
traste con la belleza y encanto sencillo y austero que el templo de Santa María
del Prado conservó, mientras fue Parroquia, hasta convertirse en Catedral, como
escribió por entonces, Ramírez de Arellano.
Aumentando
la fotografía anterior podemos ver cómo era la antigua puerta de mediodía de la Catedral
antes que se transformara a principios del siglo XX
La consumación de tanta ruina y de tanto
desacato artístico, levantó gran polvareda en la ciudad y, como es natural, no
pudo faltar un Quijote que saliera contra esas torpezas. Fue el sabio sacerdote
don Inocente Hervás Buendía, Vicepresidente de la Comisión Provincial de
Monumentos Históricos Artísticos quien, en el periódico local “Don Quijote de
la Mancha”, publicó sus célebres “Diálogos” entre “el maestro albañil Tomás” y
“el oficial Valentín”, censurando las obras con razones, justeza, valentía,
erudición y gracejo. Pues, a pesar de ello, no logró frenar la desenfadada
incompetencia del penitenciario, que llevó a término su error y su capricho, y
solo, en “La Tribuna”, respondió a don Inocente con algún deslavazado
soberbioso y poco documentado “Artículo”. Reunió Hervás los ocho diálogos, con
otros interesantes escritos suyos sobre las obras y curiosos datos y los
publicó en Mondoñedo, en el 1905, con el título: “Obras de la Iglesia Catedral
de Ciudad Real”, y constituyen un sustancioso trabajo imprescindible en toda biblioteca
pública o particular de la ciudad.
El revuelo y comentarios que, desde el
comienzo produjeron las famosas obras se avivó con la publicación periódica en
“Don Quijote” de los “diálogos”. Mi padre quiso cerciorarse, viendo lo que
leía, y recurrió al pariente “tío cura” que, una tarde, llevó a mis padres a
ver las obras. Y a mí con mis contados años, me aseguré a la mano paterna con
tenacidad caprichosa y consentida.
Aquello aterraba. Me dio miedo.
Andamios, polvo, maderas, voces, escombros, suelos levantados.
Retronaban en la nave, los golpes de la
famosa piqueta demoledora. (Si, en el Retiro de “los Madriles”, nada menos que
el diablo “el Ángel Caído”, tiene un monumento, ¿sería disparate que nosotros
aquí, en lugar perfectamente adecuado -¡pues si que tenemos sitios para
elegir!- levantaremos uno, con sentida dedicatoria, a la piqueta demoledora,
secular, incansable y malquerida y a la odiada hacha arborófoba?)…y la joya del
retablo mayor se ocultaba y protegía con el negro velo de Semana Santa con lo
que parecía estar de luto por tanta desdicha. Aquel impresionante cuadro,
dantesco, quedó marcado de tal manera en mi infantil memoria que aún parece lo
estoy viendo, y ella y los escritos de Hervás nos sirven de guía.
No fueron obras de reparación, como
debieron ser; no fueron de restauración; fueron antipáticas y antiestéticas
modificaciones, caprichosas, ejecutadas contra viento y marea del Arte y del
buen gusto, del respeto a los fines de los templos y el debido a la ciudad y a
la letra del proyecto.
Exponiendo a los miembros del Cabildo y
a los fieles, a traidoras corrientes de aire, desapareció el cancel, buena obra
de carpintería del siglo XVII, de Francisco Navas, con herrajes cincelados de
gran mérito. Sin duda asustado de esta parte de su obra, el Penitenciario
encargó a Bermejo la improvisación de otro cancel, pero la premura impuesta,
las condiciones de ajuste y la probidad de tal maestro carpintero, lo
impidieron, según me contó en una ocasión el propio hijo de Bermejo. Y, sin
cancel, quedó la Catedral desabrigada y fría.
Tal
y como quedo la puerta de mediodía a principios del siglo XX tras las obras que
se comentan en este artículo
Sustituyó el airoso chapitel de pizarra
de la torre, cuadrangular, por el actual, octogonal y feo, de escamas
policromas. Desterraron el púlpito a la iglesia de las Hermanitas de los Pobres
–hoy de los Marianistas-, e ignoro su paradero. Embadurnaron de yeso las
piedras, seculares, de muros y pilastras y, ¡para imitar granito!, con
escobones salpicaron con cal y pintura negra el enlucido, con lo que el
interior quedó muy a tono con la manifiesta pobreza de las recién nacidas
capillas del Corazón de Jesús y de Santo Tomás de Villanueva, semejantes, por
el exterior a aguaduchos, o cosa así, como comentaba don Inocente en sus “diálogos”.
Arrancaron el férreo balconaje que
corría a mitad de altura de la nave, que era donde pendían las banderas
conmemorativas, perdidas todas, menos una que, ¿por qué sin razón? Ha pasado a
propiedad particular y ondea, a veces en alguna procesión que, precisamente, no
es la de la Virgen del Prado.
A los pies de la nave de la iglesia,
levantaron una tribuna para el órgano. Desaparecieron, cubiertos o destrozados,
los góticos y aunque sencillos, curiosos adornos externos de las puertas
laterales de entrada, y en la del Sol poco después en 1907, y en la capillas,
aparecieron enormes y detestables arcos de cemento –¡de cemento, Dios mío, en
templo gótico!- y de tan excelente calidad que ni una grieta tienen cuando de
modo espontáneo, debían haberse derrumbado de vergüenza. ¡Gran propaganda para
acreditar, si existe, la fábrica
proveedora de tal material!
Demolieron las bellísimas tracerías
góticas, floridas, de los ventanales que, tamizando dulcemente la luz, hacían
acogedor y ensoñador el interior de la Catedral, y de ahí está cual granero con
ventanas de lo mismo. Como sería la cosa que, posteriormente, tuvieron que
poner cortinas como remediadoras del mal.
La noble solería se cambió por los
baldosines actuales, sentado precedente funesto, que han seguido, en estos
años, Santiago –que ya muestra desportillado el reciente pavimento-, San Pedro,
“las Terreras”, las Carmelitas, las Dominicas, los Remedios, dando a los
seculares y venerables templos parcial apariencia de sositas, modernas,
capillitas de monjiles conventos de enseñanza de pago. Dios quiera no se repita
más el hecho ‘Ya está bien!
Y el coro, desde el fin de la nave, pasó
al altar mayor, y no hubiera sido malo, pues con ello se aumentaba la
solemnidad del culto y se evitaron las idas y venidas de los prebendados, entre
la gente desde el coro al Presbiterio, pero demolieron, y esto, es lo doloroso,
el severo y antiguo altar mayor, adosado al retablo, para colocar otro, exento
y sin mérito alguno, en el centro de la plataforma levantada, y desmontaron, el
notable y monumental sagrario tabernáculo, pieza noble integrante del retablo,
como puede apreciarse en viejas fotografías aún existentes, para colocar, sobre
el nuevo altar, solo el manifestador demasiado redorado y desvirtuado – si es
que no era otro-, dejando vacío el emplazamiento del antiguo, que no pudo
llenar dignamente la fenecida magnifica silla prioral de Uclés. Pero, eso sí,
para acoplar la sillería coral, desconcharon las pilastras del ábside y
ocultaron, con las cresterías de los sitiales, relieves de la Pasión del zócalo
de la famosa obra de Giraldo.
Y… ¿para qué seguir?
La
antigua sillería de la catedral del siglo XVIII destruida en 1936
Así quedó la Catedral y la hemos vivido
hasta 1936, pero al concluir la guerra, en 1939, la devastación sufrida durante
ella, impuso nuevas obras, las indispensables, para restaurar decorosamente el
culto. No había para más. Recorrieron los tejados. El coro volvió, con pobreza
patente, a los pies del templo. El Presbiterio quedó tan ruin e incapaz que las
solemnidades se celebraban con dificultad. El altar mayor era precario y
anodino. El tabernáculo más todavía y, de puro chiquito, casi invisible ante la
tela roja que cubría el arco que encuadraba al primitivo. El retablo parecía
colgado. De las imágenes se reemplazaron, por donación particular, las ocho
destruidas en los intercolumnios, pero todavía faltan las de la Virgen Dolorosa
y San Juan, junto al Crucificado, y, en el coronamiento, las de los cuatro
Evangelistas. Algo más barrocas son las imágenes, pero son tallas que suplen
cumplidamente a las antiguas.
De la efigie de la Virgen del Prado nos
ocupamos en ocasión pretérita.
No podemos silenciar el envidiable el
envidiable rasgo del M. I. canónigo, monseñor Jiménez Manzanares, deán del
Cabildo catedralicio, que retornó a Santo Tomás de Villanueva, Patrono de la
Diócesis, a su capilla donde, en retablo con alarde de dorados, preside la
preclara trilogía de la santidad de la provincia que compone con los beatos
almodovenses.
Y todo –imágenes, altar, retablo y
embellecimiento- se hizo por devoción y munificencia de monseñor.
Por ley inexorable que, sin excepción,
se cumple en plazo más o menos dilatado, casi a los sesenta años, la razón
mantenida por el valiente manchego don Inocente Hervás, en defensa de lo
nuestro, de nuestro pasado, de nuestro Arte y buen nombre, se siente
reconocida, pues el Excmo. y señor Obispo Prior, Dr. Hervás y Benet, concibe y
emprende la ingente benemérita y total empresa de volver el carácter de
dignidad artística, de austeridad entrañable, de sencillez prístina, el
maltratado templo Catedralicio, empezando por limpiar de yeso muros y pilastras,
y, como lo único aceptable que se hizo en las comentadas obras de principio de
siglo fue llevar el coro al Presbiterio, a él lo vuelve para realce y comodidad
del culto. ¿Se tendrá en cuenta la traza del altar y del manifestador
originales?
Si el acierto se aprecia en la
iniciación, ¿cómo no hemos de tener esperanza en un completo éxito creciente
hasta el remate, de las actuales obras?
Cuando tanto que valía la pena
desapareció, por indiferencia, por negligencia o por lo que sea; cuando tan poco
nos queda, ¿quién no se conforta con estas resurrecciones, y deja de
elogiarlas?
Estoy seguro, allá, arriba, un sacerdote
manchego, culto, modesto, y valiente defensor, hace más de medio siglo, de la
S. I. P. empieza a sonreír bondadosamente, y no por él: por Ciudad Real, la
bien amada y sufrida ciudad nuestra.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, Extraordinario de Ferias, sábado 13 de agosto
de 1960
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