Buscar este blog

viernes, 26 de octubre de 2018

VIDA Y MUERTE DE DON MANUEL CASTRO DE ANTOLÍNEZ


Fachada del desaparecido Convento de los Carmelitas descalzos 

La calle de Caballeros, de Ciudad Real, comenzaba frente al Alcaná y terminaba en la plazuela del antiguo hospitalillo de San Andrés, sustituido ya por el monjil Monasterio de descalzas de San Antonio Abad. Desde su esquinazo, en línea recta, salía la calle de San Andrés, y en extramuros, finaba atravesando la muralla, a las puertas del Convento del Carmen. Muy al término de la prócer calle de Caballeros, hacia la derecha mano, tenían su morada los Castros, hidalgos frecuentadores del Convento de frailes del Carmelo, fundado años atrás. En su huerta jugaba, y se instruía en las verdades de nuestra santa religión bajo la dirección del R. P. Prior, la infantil piedad de don Manuel Castro de Antolínez. Como en años, saber y salud crecía la mocedad del hijo de los Castros, allá cuando mediaba la XVII centuria hubo de tomar partido por las armas o por las letras.

Partióse de su tierra, y si triunfó o no en las armas que eligiera, no lo apuntó la Historia, pero sí que, joven, gallardo, alegre, rico, poderoso e hidalgo, gozó, como varón, y se encenagó, como hombre, en garitos y mancebías.

Varonil, valiente, apuesto, pendenciero, hidalgo... y soez, volvióse, un día, al abrigo paterno y de su ciudad, donde pronto se hicieron famosos sus escándalos y liviandades.

Conoció, en las callejas escondidas del barrio de Santiago, y en las revueltas calles de Barrionuevo, a las mujeres fáciles vendedoras de amor. Frecuentaba tugurios. Manejaba los naipes con ventaja. Tuvo cuchilladas, por no se sabe qué dama de la calle Dorada, ante las puertas de la capilla del Cristo del Muro de la Puerta de Granada. Por su causa hubo alarma, una noche, en las cercas del Convento de Nuestra Señora  de Alta Gracia. Más de una vez, el P. Guardián de San Francisco, santamente, y la diablesa de Peralvillo, intervinieron en los lances pecaminosos de don Manuel Castro de Antolínez. Acaso, junto a la ermita de San Miguel, alguien, al morir, llamó a la Virgen de la Soterraña o de Valvanera y maldijo a don Manuel que, varonil, gallardo, pendenciero, a nadie, ni a nada, temió.

Desde su retorno a la ciudad, ni una sola vez volvió a la huerta jugosa y pacífica de los frailes, ni tuvo penitencias en las solitarias capillas de la Iglesia del Carmen. La enlodada calle de San Andrés, que tanto recorriera años ha, finaba para él, ahora, allí donde arrancaba la del Ciprés, brindadora de placeres.

…Y el Prior severo, y la madre santa, y el noble varón vencido, rezaban y lloraba por don Manuel Castro de Antolínez, que seguía su vida torpe, licenciosa y carcomida.

++++++++++++++++
Vista de la calle Caballeros en los años cincuenta del pasado siglo XX, lugar donde tenía su vivienda don Manuel Castro de Antolínez

La media noche era pasada, pues ya los gallos madrugadores clavaban en las estrellas el clarín de su canto, cuando don Manuel Castro de Antolínez dejó la calle de la Paloma, cruzó la Salinería, llegó a las casas de los Velardes –que al comienzo de la calle de Caballeros creo las tenían- y percibió a lo lejos un grande y extraño resplandor. Siguió su camino y distinguió como el grande resplandor era de las luces de infinitos cirios que gente desconocida, con uniformidad de procesión silenciosa, sacaba de su casa. Empavorecióse un tanto, repúsose al punto, y, colérico y decidido, avanzó más… y las luces y los enmascarados, en procesión inacabable, seguían saliendo del espacioso portal, poniendo espanto y pavor al ánimo más esforzado.

El de don Manuel Castro de Antolínez, brioso, acerado y violento, soberbio, a su voz airada, demandó así:

-¡Gente endiablada, decid quiénes sois y qué queréis que de este modo turbáis la paz de mi casa a tales horas!

Imperiosa, tétrica y solemne, contestó una voz:

-Callad, hermano, y rezad por el alma de don Manuel Castro de Antolínez, cuyo malvado cuerpo muerto llevamos a enterrar.

Alborotóse el hidalgo. A sus gritos, alborotóse el barrio. Ladraron los perros. Una vieja asomó el candil por el alto ventanillo frontero y a su mortecina luz, en la negrura de la noche, vio abrirse las puertas de la sosegada casa, y trémulo y enloquecido, traspasarlas el de Castro y la gente que al ruido de sus voces acudiera.

Ni dentro, ni fuera, vio nadie lo que él vio. Sus padres reposaban tranquilos. Los criados hallaron las puertas cual las habían atrancado.

Visión infernal, sin duda, fue la suya, y es lo cierto que, tan singular suceso, súpolo, después, la ciudad entera.

Solo y alterado fuese a su aposento. Al amanecer, vertiginosamente, en su febril cabeza aun rodaban, y se enganchaban, recuerdos aterrados y confusos; cuerpos yertos entre humos espesos de cera amarilla; enmascarados penitentes con capirotes forrados de naipes y de ojos negros de mujeres lascivas; calientes rosas de sangre con lazos de cintas y broches brillantes; contorsiones lúbricas de bailes carnales; tufos asfixiantes de vino y tahúr; dados y monedas; lágrimas; blasfemias; cirios macilentos y sombras siniestras; soberbia y desgarros; maldiciones; carcajadas; besos ásperos… y, en la pared, con la belleza de su talla, recia, agonizante, sombrío y ensangrentado, dulce, abandonando, clavado, el Cristo que un día regaló el severo Prior al gentil y piadoso mozo que, lleno de piedad creciente, jugaba, a diario, en la jugosa huerta de los frailes del Carmen, más allá de las murallas… al final de la calle enlodada de San Andrés…

Mirólo el Cristo. Lloró él. Sosegóse, luego, poco a poco. Durmióse y soñó… y, al despertar, ¡siguió soñando!...

++++++++++++++++
Vista de la calle Caballeros desde la Plaza del Carmen en los años cincuenta del pasado siglo

Las campanas del Convento del Carmen mandan a la ciudad, desde el otro lado de las murallas, su alegría chillona, loca, impertinente. Hay salmodias en la Iglesia, y, entre las albas capas de los frailes, un hombre joven, arrogante, pero vencido y envejecido se postra ante el Altar.

Un nuevo religioso había entrado en el Carmelo y pronto saldría de la ciudad.

++++++++++++++++
Pasaron los años. Vino el olvido… A la puerta de doña Juana Velarde llegó, cierto día, desde Pastrana, una pobre peregrina. Diéronle limosna y la señora, compadecida, sumóla a su servicio.

Por la pordiosera se supo cómo santamente muriera, en el Convento del Carmen de aquel lugar, el muy humilde siervo de Dios P. Manuel del Santísimo Cristo, su confesor. Era un santo y anciano fraile profeso cuya vida fue tan elevada, en perfección y <<Los altos juicios de Dios son incomprensibles.>>

++++++++++++++++

La mujer peregrina quedóse en Ciudad Real. <<Fue de vida justificada.>> <<Confesaba con don Pedro Ignacio Vallejo, cura de San Pedro, y murió al servicio de doña Juana. Sus restos descansas en la Parroquia de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, bajo el arco de la capilla vieja de San José, que estaba en el Presbiterio, al lado de la Epístola.>>

(De esta manera, al solecico, entre cigarro y cigarro de tabaco duro, de cajetilla de a real, sentados en las gradas de la –el año 1937, y por acuerdo tomado varios antes- derruída Iglesia del Carmen – de castiza arquitectura carmelitana- me lo contó el tío Tomás, viejo ochentón con agudo perfil quijotesco, que, punto por punto, de este modo, oyólo relatar a su abuelo, y éste, asimismo, al suyo, y…)

Julián Alonso Rodríguez. Revista “Albores de Espiritu”. Año IV, Núm. 30, Tomelloso, abril de 1949

Parroquia de  los Apóstoles San Pedro y San Pablo

No hay comentarios:

Publicar un comentario