El mundo de la prostitución en el siglo
XIX era muy diferente al de hoy, se tenía que ocultar de cara a la sociedad.
Las Adoratrices se dedicaban a rescatar a estas jóvenes en sus propias «madrigueras»
o en los hospitales llevándolas a sus colegios. Esta labor suponía el luchar
contra todos los enemigos de la Iglesia y contra los que parecían defenderla,
había que hacer, de alguna manera, frente a la crisis de la juventud, sobre
todo, la femenina, ya que la mujer no era considerada en aquel tiempo como tal.
Fue la Madre Sacramento la que supo captar el momento y se anticipó a su tiempo
con una obra de carácter social. A partir de aquel entonces, las mujeres «de
mal vivir» fueron la razón de ser de María Micaela.
Ambiente
Cuatro plantas encierran tras sus puertas
la tristeza y decadencia de estas chicas jóvenes que por problemas generalmente
familiares -padres drogadictos, alcohólicos, madres prostitutas, etc.-, se han
visto obligadas a la necesidad de acogerse a un centro que las aparte de la
prostitución. No todas lo consiguen a pesar de presentarse voluntariamente. Los
asistentes sociales hacen un buen trabajo para poner más en contacto a los
padres con los hijos a través de visitas domiciliares ante los cuales suelen
reaccionar bien. «Tenemos más problemas con el bienestar social porque nos
ponen muchas pegas para acoger a las chicas por el problema del papeleo, aunque
hemos llegado a un acuerdo para que los papeles pasen a un segundo término»,
comenta Amelia Sopeña García.
En torno a un bonito patio lleno de plantas se distribuyen los aposentos destinados a estas jóvenes, entre las cuales habitan también 10 madres solteras con sus respectivos niños. Se encuentran en un ambiente sensible cargado de recuerdos, sol, plantas, cuadros, muñecos, bonitos edredones de gran colorido, suaves cortinas, fotos personales, pequeñas estanterías llenas de minuciosas estatuillas y, sobre todo, la amistad y compañerismo que se respira. Cada grupo de chicas -seis, siete u ocho, depende- tiene sus propias dependencias y hacen una vida en familia acompañadas de dos monjas que intentan rodearlas de un clima de bienestar y alegría, junto con unas clases especiales de apoyo y una terapia de grupo, a falta de psicólogos en la residencia.
Además de recoger a estas jóvenes humilladas por la vida, las Adoratrices dedican parte de su tiempo también a visitar la cárcel de mujeres de la ciudad.
A pesar del enorme esfuerzo realizado hay
muchas que salen de ahí sin reintegrarse, pero son los menos casos. La labor
que llevan a cabo «no cae en vacío, aunque lo parezca en algunas ocasiones»,
afirma la madre superiora de las Adoratrices, la cual recordaba algunos casos
que se han dado a lo largo de su vida «chicas que parecían que no aprendían
nada, después de muchos años me las he encontrado casadas muy bien y enseñando
a sus hijos todo lo que han aprendido con nosotras, como por ejemplo, poner
todas las iniciales en la ropa y ser ordenadas».
Expansión
Todo comenzó un día 6 de febrero de 1844 cuando Santa María Micaela hizo una visita al hospital de San Juan de Dios, en Madrid. Allí quedó perpleja al conocer un mundo diferente del que ella se imaginaba, se encontró con chicas solas e infelices que por diferentes avatares de la vida habían caído en un mundo de malicia y perversión. A partir de ese día su vida daría un gran giro, se volcó íntegramente a acoger a este tipo de jóvenes. El día 28 de abril de 1845 empezaba la primera casa que podríamos llamar la cuna del Instituto de las Adoratrices. Siete mujeres se turnaban para llevar a cabo esta labor bastante difícil que terminó con la decisión por parte de éstas de acabar con la labor comenzada «porque estas mujeres son incorregibles». Esto dio lugar a que en 1850, Micaela decidiera dar el gran paso decisivo de ponerse ella misma al frente de esta casa en la que buscaban rehabitación cerca de 50 mujeres abandonadas a su suerte, explotadas por muchos abusos y humilladas. Se iba a jugar por entero su vida.
La obra comenzada en una casita de la
calle Dos Amigos se extendió de una manera vertiginosa por el resto del país.
Comenzó la expansión del Instituto por Zaragoza el 26 de noviembre de 1856. Se
continuó ensanchando su esfera por Valencia, Barcelona y Pinto (filial de
Madrid) y, poco antes de morir la fundadora, se abrió una en Santander pese a
las dificultades que se les presentaban. Este brote de ayuda dirigido a jóvenes
marginadas salió fuera del país, llegando a Venezuela, Colombia, Chile,
Bolivia, Argentina, Francia, República Dominicana Portugal, Inglaterra,
Marruecos, Italia, Japón y la India.
Adoratrices en Ciudad Real
Al final de la guerra, año 39, se fundó en Ciudad Real en la calle Conde de la Cañada. Las primeras chicas que acudieron eran de Malagón, con un bajo nivel cultural, «no sabían leer ni escribir y estaban expuestas al peligro», nos dice Amelia Sopeña García, madre superiora de dicho centro.
Por aquel entonces se cambiaba el nombre a
todas las que entraban a formar parte del Instituto, siempre y cuando ellas así
lo quisieran, para esconder de alguna manera su verdadera identidad y evitar
ser conocidas por personas indeseables. «No digáis nunca que habéis estado en
las Adoratrices» les decían el día de su despedida. El fin principal era el
prepararlas física y mentalmente para un próximo futuro y una nueva vida.
Tenían talleres de bordados para su formación, que por aquel entonces era el
medio de sustento del que disponían junto con las limosnas que recibían.
Después de esta etapa, las Adoratrices pasaron a manos de Protección de la
Mujer que se dedicaban a pagar una pequeña estancia a, las jóvenes allí
internadas. En el año 1983 se traspasó al Consejo Superior de Menores y un año
después a Bienestar Social-Junta de Comunidades. En la actualidad, desde enero
de este año, pertenece a la Dirección General de la Mujer, que se encarga de
enviarles chicas de estas características y una cantidad monetaria para el
sustento del Instituto, dinero insuficiente según la madre superiora,
«económicamente nunca hem0s funcionado bien».
Paralelamente a estos cambios, se han ido produciendo otros a nivel de actividades y de régimen de convivencia. En la actualidad funcionan como residencias muy económicas, en las cuales las chicas llevan una vida como cualquier otra jovencita. Acuden a colegios fuera de la residencia para, de esta manera, hacer más fácil la reinserción social que se pretende. Se cuenta con estudios de EGB, Graduado Escolar para adultos, Bachiller y talleres del INEM. «Anteriormente se han realizado durante ocho años los cursos del PPO de peluquería, plancha industrial, cocina y repostería. Ahora mismo hay muchas de aquellas chicas que han montado sus propias peluquerías», dice la madre superiora.
A través de estos estudios se las intenta
buscar un puesto de trabajo, aunque no suele ser cosa fácil. El dinero que
sacan es para ellas, «hay que infundirlas espíritu de ahorro».
Paloma López. Diario “Lanza”, 26 de
septiembre de 1989
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