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domingo, 25 de marzo de 2018

RELIGIOSIDAD, PROTOCOLO URBANO Y CONFLICTO: LA BENDICIÓN DE LOS RAMOS EN CIUDAD REAL


Pintura que representa la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, que se encuentra en el interior de la torre, junto a la escalera del campanario de la Parroquia de Santiago

A lo largo de la historia, la Semana de Pasión no solo ha conmemorado la inmolación de Jesús por la Humanidad sino, que demasiado a menudo, actos públicos y ritos religiosos estuvieron trufados de desencuentros entre autoridades civiles y eclesiásticas, piques entre oligarquías e incluso alborotos populares que eclosionan o se generan con motivo de la Semana Santa. Para comprender en su justa medida el alcance de tales conflictos nos detendremos en los problemas suscitados durante la celebración del Domingo de Ramos. Unos ramos que luego portaban los poderosos y se repartían entre los fieles, que los atesoraban en sus casas para que les protegiesen de todo mal durante todo el año.

En la hoguera de las vanidades que es la España de la Modernidad, espectáculos públicos, fiestas comunitarias, desfiles cívicos y procesiones piadosas se convierten en escenarios privilegiados bien para demostrar piedad, prodigalidad o riqueza, bien para visualizar quién es quién en una comunidad. Así, desde el lugar donde se veían los toros en la plaza pública hasta el puesto que ocupaba cada cual en una procesión estaban marcados por tu sangre y tu fama, dos de los elementos en torno al cual se vertebraban las relaciones sociales; de tal modo que era imprescindible que cada uno aceptase su lugar en la jerarquía de cualquier pueblo o ciudad.

Además, debemos tener en cuenta que los eclesiásticos de cada lugar se organizaban en auténticos cabildos, que competían con el propio ayuntamiento a la hora de presidir actos y erigirse en líderes populares, a menudo en beneficio propio. Según el vecindario de 1591 había en la ciudad veintinueve clérigos seculares. Sin embargo, su número se multiplicó a partir del siglo XVII, de modo que la clerecía existente en Ciudad Real a fines el barroco constituía una legión de beneficios, paniaguados y simples aforados sin más afán en la vida que asegurarse el sustento y ser más que su vecino, siendo raras tan las vocaciones auténticas como las formaciones teológicas realmente sólidas. La Iglesia de Santa María del Prado (hoy catedral) albergaba a un cura de almas, cuatro beneficiados y veinte capellanes, además de otros veinticuatro sacerdotes, un aforado de epístola y tres de órdenes menores; la Parroquia de San Pedro no le iba a la zaga, con un cura, tres beneficiados, veinte capellanes (incluidos cuatro músicos), veintidós sacerdotes y tres clérigos de menores; en tanto que la Iglesia de Santiago estaba asistida por un párroco, dos beneficiados, diez capellanes de coro y otros tantos presbíteros, además de siete capellanías fundadas por un indiano, a pesar de todo lo cual se pensaba que había “mucha falta de confesores(1). Tantos pecadores había en la urbe.

Procesión de Palmas en la Santa Iglesia Prioral en 1913. Fotografía publicada en la revista ilustrada “Vida Manchega”

A lo largo de toda modernidad las relaciones entre clero y pueblo osciló entre el respeto y el conflicto, aunque por regla general el ascendiente moral de frailes y sacerdotes sobre los fieles es incontestable. Otra cosa eran los desacuerdos puntuales, sobre todo a la hora de que los representantes del rey (es decir, los corregidores) pretendan ocupar algún sitio preferente durante los oficios divinos o las procesiones, abandonando el tradicional banco de autoridades para sentarse en alguna silla cercana al altar mayor. Así, el 15 de enero de 1605, un acuerdo entre los cabildos eclesiástico y secular de Ciudad Real preveía que el juez regio debía sentarse junto a la grada del presbiterio, cerca del evangelio. Una costumbre que no fue alterada hasta que el 29 de junio de 1785 el corregidor Anastasio Francisco de Aguayo y Ordóñez planta una silla en el coro y en la procesión general que se hace al día siguiente, dentro de la iglesia del Prado, participa con una vela encendida en una mano y la vara de justicia en la otra, ocupando un lugar entre el párroco y las mujeres, cerrando la comitiva escandalizando a los clérigos presentes por dicha novedad. Dos años después, desde Madrid se dice que el corregidor actuó correctamente, pero que debería ponerse de acuerdo con el vicario ciudadrealeño para evitar problemas.(2)

Pero no todos los actos litúrgicos se realizaban en iglesias o monasterios. Desde hacía siglos, las arcas municipales sufragaban diversos votos celebraciones religiosas (San Sebastián, San José, Domingo de Ramos, San Marcos, San Roque, San Agustín, San Miguel, Nuestra Señora, Inmaculada y Aparición de la Virgen del Prado) (3), además de la festividad del Corpus Christi, cuando hasta bien entrado el siglo XVIII costearon incluso las danzas de gitanos que aderezaban la fiesta mayor de la Cristiandad. Pero es precisamente una de estas celebraciones cívico-religiosas, la bendición de los ramos el primer día de Semana Santa, el acontecimiento que analizaremos en esta ocasión.

En la mayoría de las villas y ciudades castellanas de la época, el clérigo secular de mayor rango del lugar bendecía los ramos de palmeras u olivo que luego se entregaban a la corporación municipal, para que participasen en la procesión que evocaba la entrada de la sagrada familia en Belén. Se trataba de un evento en el cual autoridades y pueblo participaban en común de un evento festivo, cohesionado los lazos afectivos y sociales que vinculaban la suerte de la comunidad a la unión de todos sus miembros en la devoción a Cristo.

Pues, bien, en Ciudad Real, el acto de bendecir los ramos parece que estuvo rodeado con frecuencia de la polémica, el conflicto y hasta la indecencia. Cuando en 1596 al cardenal-infante Alberto convoque un nuevo sínodo, el sacerdote Alonso Muñoz, párroco de Santa María del Prado, elevó un memorial a su arzobispo donde manifestó su preocupación por el modo de desarrollarse este acto:

El Ayuntamiento bajo mazas siempre asistió a los oficios de Semana Santa. En la fotografía vemos a la corporación municipal saliendo de la Catedral, tras la bendición de Palmas. Fotografía publicada en la revista ilustrada “Vida Manchega” en 1913

en esta çiudad se a acostumbrado a azer la vendiçion de los ramos de la plaça publica desta cibdad y el sermón en ella pareçe yndeçençcia, pidiese que de aquí adelante no se predique ni se aga la vendicion de ramos en la dicha plaça sino que se haga una procesio xeneral con todas las iglesias (o) lo que el cavildo ordenare y se predique en la iglesia, lo qual se ara con mas devoçion y deçencia(4)

Conforme pasan los años no hacen sino perpetuarse las conductas inapropiadas para días tan señalados, ya que con la excusa de fines piadosos, clérigos y fieles se engolfaban en juegos, rifas, mercadeos y otras pasiones que parecían más humanas que espirituales. Veamos tales costumbres a través de los ojos de un misionero franciscano, de paso por Ciudad Real en 1760, que se escandaliza ante la forma en que se vivía la religiosidad popular:

En tres tiempos del año, Navidad, Carnestolendas y Pascua de Espiritu Santo cada parroquia en su tiempo respectivo tiene soldadesca y ofrecimiento cada una su ramo en el dia que la toca. Ofrecimiento y ramo consiste en esto: salen los clérigos de la parroquia a quien toca la ciudad pidiendo para las Animas Benditas. Uno da una gallina, otro un pernil, etc., siendo mucho lo que se saca de este modo, ya que esta todo junto, lo ponen a la puerta de las iglesias como en publica almoneda, no pasara que alguno lo compre, sino para que lo jueguen; ponerse algunas mesas con naipes cerca, o en la lonja de la iglesia, un sacerdote dize, esta gallina vale quatro reales, ponese a jugar entre dos, el que la gana se la lleva, y el que la pierde da los quatro reales a los sacerdotes, y asi de todas las demás cosas que han sacado: echo esto quatro jaches o mozalbetes hacen de capitán, alférez, cabos y soldados, llegase el dia del ofrecimiento y estos ofrecen los primeros; el capitán, como un doblon de a ocho, y los subalternos con ofrecimientos respectivos, y la demás multitud que se junta a este pernicioso abuso ofrece según su voluntad. Reciven todo este globo los sacerdotes, cada unos de su parroquia, y juntándose la limosna con titulo de las Animas Benditas, a lo menos seis mil reales en cada parroquia, llegando esto por lo regular cada año a diez y ocho mil reales entre las tres parroquias. Esta cantidad se queda precisamente entre los sacerdotes de cada una de ellas, sin saberse si las misas correspondientes a tan crecidas limosnas se cumplen con la equidad y justicia que pide tan reparable manera”.

Aunque desde el Concilio de Trento se quiso separar liturgia y costumbre, comprobamos como, dos siglos después, deben ser los ilustrados quienes atajen una serie de comportamientos aceptados por la mayoría pero execrables para las autoridades, empeñadas en una cruzada contra las vertientes más populistas y espontáneas del catolicismo español.

Cuando se creó el Obispado-Priorato, la bendición de ramos desapareció de la Plaza Mayor, pasando a la Catedral. En la fotografía publicada en la revista ilustrada “Vida Manchega” en 1914, vemos la procesión de palmas con el Obispo-Prior Gandásegui

Paradójicamente es precisamente gracias el enésimo pleito emprendido por un ambicioso burgués ciudadrealeño, Agustín Pérez de Madrid; escribano público, familiar del Santo Oficio, antiguo sastre y próspero tendero, con comercio abierto en la plaza pública o mayor. Orgulloso de su desahogada situación económica, aunque sus padres habían sido un confitero y la hija de un zapatero, anteponía el “don” a su nombre a la menor ocasión y constamos cómo se quería infiltrar en los cabildos más prestigiosos de Ciudad Real (Santa Hermandad Vieja y el propio ayuntamiento). Corría el año 1769 cuando este eterno pleiteista se enroca en aparecer entre la elite municipal, aunque no era más que un simple guarda de campo honorífico titular de la vara de la Hermandad General, solo por “dar que decir, sobresalir y escandalizar”, en opinión de muchos de sus paisanos. Pues bien, gracias a su afán litigista y a su empeño por aparentar, sabemos cómo se desarrollaba la bendición de ramos a estas alturas del siglo XVIII. No sabemos si los párrocos de las tres collaciones de la ciudad se turnaban para presidir este acto o bien se dejaba en manos del vicario de Ciudad Real y Campo de Calatrava, delegado nada menos que por el Arzobispo Primado de Toledo, pero lo cierto era que a esta pomposa ceremonia asistían todas las corporaciones urbanas.

En público se bendecían los ramos que después se habrían de repartir y luego tenía lugar un solemne sermón, que servía de apertura de la Semana de Pasión. De este modo, en unos bancos o estrados colocados en el soportal del consistorio se sentaban el corregidor (el gobernador nombrado por el rey), los dos alcaldes (uno representaba a los vecinos nobles y otro a los plebeyos), los regidores (un equivalente a los actuales concejales, pero mucho más prestigiosos) y el procurador síndico del común (una especie de defensor del pueblo). La comitiva principal estaba integrada por el delegado regio y los ediles, dispuestos en orden jerárquico, comenzándose por ellos a la hora de repartir los ramos, que besaban solemnemente conforme los recibían “pasando desde el estrado a la sala baja de estas casas consistoriales, donde se hallaba el cabildo eclesiástico a la vuelta para tomar el asiento a efecto de oir el sermón(6) . Tras asistir a los divinos oficios en la plaza mayor, todos participaban de la procesión de los ramos, una oportunidad privilegiada para demostrar la devoción, pero también para ver y ser vistos, manifestando su amor a Jesucristo del mismo modo que su interés por visualizar ante sus propios paisanos cuál era su sitio en la comunidad.

No en vano honor y fama, piedad y privilegio eran los fundamentos de una sociedad profundamente imbuida de los valores cristianos, orgullosa de su catolicismo y amante de una religiosidad externa barroca, donde era tan importante la esencia como la apariencia, el sentimiento íntimo como la opinión de los demás. Otros tiempos y otros modos de vivir una Semana Santa que siempre ha sido sentido como momento de contrición, pero también de alegría por la sublime entrega del Hijo por el resto de la humanidad.

Miguel Fernando Goméz Vozmediano. Revista “VERACRUZ” Nº 22, Puertollano.

Era costumbre en Ciudad Real, colgar las palmas bendecidas el Domingo de Ramos en los balcones de las viviendas, para que estas fueran protegidas del mal

(1) Archivo Diocesano de Toledo (ADT), Visitas Pastorales, años 1666-1692, doc. 28.
(2) Archivo Histórico Nacional, Consejos, leg. 1007, doc. 9.
(3) Lopez-Salazar Pérez y Carretero Zamora, J.M.: “Ciudad Real en la Edad Moderna”, en Espadas Burgos, M. (dir.): Historia de Ciudad Real. Espacio y Tiempo de un núcleo urbano, Ciudad Real, 1993, pp. 245-246.
(4) Este cura rigorista tampoco deja títere con cabeza cuando critica la romería a Nuestra Señora de Alarcos en marzo, ya que los clérigos abandonaban sus tareas pastorales y los fieles quebrantaban el ayuno propio de la Cuaresma. ADT, lib. 397, ff. 300r-301v.
(5) ADT. Sala II, Misiones Populares, s. XVIII, sf.

(6) Archivo Real Chancillería de Granada, Audiencia y Chancillería, caja 1121, pieza 1, sf.


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