Blanco y Negro 02/05/1926, Página 45
Alfonso XI reunió Cortes en Villa Real
por las que llevó a cabo el célebre Ordenamiento. Aquí recibió a los
embajadores del Emperador de Marruecos que fueron a testimoniarle su gratitud
por la libertad que concedió a sus hijos, prisioneros en la batalla de Tarifa.
Este Monarca se albergó en Villa Real siempre que atravesaba el territorio
manchego en aquellas sus gloriosas incursiones por tierra enemiga, fruto de la
cuales fue el triunfo del Salado, con el que marcó tan decisiva fecha en la
Reconquista. De Villa Real salió el Concejo, con sus ballesteros y demás gente
de guerra, que tanto ayudó a levantar el cerco de Algeciras, que ya duraba año
y medio. Aquí vivieron los condes de Arbi y Soler, omes de grand guisa del regno de Inglaterra. Después, en los
reinados de Juan I y Enrique III, Villa Real pasó a ser señorío de doña Beatriz
y, más tarde, de doña Blanca de Navarra. En tiempo del segundo acaeció la
matanza de judíos en toda España, siendo víctima de ella la Aljama de Villa
Real, una de las más nutridas y laboriosas, con lo qué sufrió la ciudad análogo
perjuicio al experimentado más tarde, cuando la expulsión de los moriscos,
principales productores de la agricultura, quedaron yermos sus campos y, con
ello, la ciudad en la pobreza. Juan II otorgó a Villa Real el título de ciudad,
ordenando que a partir de entonces se llamara Ciudad Real, en gratitud al buen
servicio que le hicieron sus milicias, que fueron las primeras en acudir a su
llamamiento, cuando logró evadirse del castillo de Montalbán, en donde le había
encerrado el infante D. Enrique. Enrique IV dióla en dote a su mujer, doña
Juana de Portugal en 1455, quien mandó construir la torre del Alcázar, en el
lugar que ocupaban unas casas adquiridas en 1473 para este objeto. Además,
concedió a la ciudad la exención de todo perdido y moneda forera.
Al advenimiento de los Reyes Católicos,
Ciudad Real fue por algún tiempo asiento del Tribunal de la Inquisición,
después trasladado a Toledo, así como de la Audiencia o Chancillería, llevada
más tarde a Granada.
Ya era entonces sede de la Santa
Hermandad, que perseguía y castigaba a malhechores y golfines, y en sus
cercanías, camino de Toledo, se contaba el triste lugar de Peralvillo,
verdadero osario de aquéllos, que eran perseguidos por los cuadrilleros de que
nos habla Cervantes en el Quijote. En esta ciudad eligieron los Reyes Católicos
cien de sus vecinos para arcabuceros de su escolta. Y por entonces tuvieron
lugar las últimas manifestaciones de la hostilidad sangrienta entre la Orden de
Calatrava y los realengos. El alma de este recrudecimiento de rencores fue el
maestro D. Rodrigo Téllez Girón, que, ambicioso e iracundo, a pesar de sólo sus
diez y seis años, declaró la guerra a la plaza, así como a los Reyes, pues era
partidario de la Beltraneja. Armó en Almagro un ejército de 300 caballos y 2000
infantes, y atacó a la ciudad, que fue al fin tomada, tras gran efusión de
sangre. Los ciudadrealeños quejáronse a los Monarcas, quienes, viendo el
peligro que representaba el que el maestre se quedase con Ciudad Real y
marchase después en ayuda del Rey de Portugal, que pretendía asentar en el
Trono español a doña Juana, enviaron
contra él a D. Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra, y a D. Rodrigo
Manrique, maestre de Santiago, con mucha gente de guerra, con la que vencieron
a Téllez Girón.
Ya en la Edad Moderna, cesado que
hubieron las luchas con los calatravos y reconstruida la ciudad tras la gran
inundación sufrida en 1508 por el desbordamiento del Guadiana, Ciudad Real gozó
de una próspera paz, que sólo fue turbada cuando, tres siglos más tarde,
aconteció la invasión francesa. En 1674 fue designada para residencia de la
Tesorería, con la que después, en 1691, al crearse la provincia de la Mancha,
eligióse como su capital. En 1750, siendo ministro de Fernando VI el conde de
Valparaíso, natural de Almagro, logró en beneficio del lugar de su origen, que
fuera trasladada la capitalidad a la antigua ciudad calatrava. Pero al
advenimiento de Carlos III volvió aquélla a regir la provincia. Tras los
desmanes sufridos en los primeros meses de la francesada, durante la cual
Ciudad Real estuvo guarnecida por los 19.000 hombres del Ejército español de la
Mancha, al mando del conde de Cataojal, y los episodios del Carlismo, no
registra la historia de la capital manchega hechos importantes de la índole de los reseñados.
En ninguna otra ciudad como en ésta
experimentará el viajero que la visite, conociendo su historia, el sentido
elegíaco de los versos de Jorge Manrique, cuando hable de “Los castillos impugnables,
los muros y baluartes y barreras.” Porque la transformación de Ciudad Real en
el época contemporánea ha sido asombrosa. Apenas queda nada del famoso Alcázar,
ni de las murallas, un día acaso las mejores de España. Todo está derruido,
excepción hecha de la Puerta de Toledo. Desaparecieron iglesias y conventos
famosos, así como otros muchos edificios celebres, que se modificaron
adaptándolos al sentido utilitario que poco a poco fue imponiendo el nuevo
ritmo de la vida. Y es lástima, porque Ciudad Real debió –como Segovia, como Ávila,
como algunas otras vetustas ciudades- haber adunado sabiamente lo “muy antiguo
y muy moderno”. A esta ciudad acogedora, atrayente y pulquérrima, con bellas
edificaciones modernas, tales que la Diputación, el Ayuntamiento, el Instituto,
el Seminario, el Palacio Episcopal y otras, algunas de ellas dignas de admitir
el parangón con las mejores similares de otras ciudades; con feraz campiña e hidalgos moradores, no le
falta –en sentir de los que en su solar hemos evocado siempre su pasado esplendoroso,
lleno de leyendas caballerescas y de gestas bizarras- otra cosa que ese
conjunto de vestigios que muy bien pudo conservar.
Empero, el turista siempre encuentra en
Ciudad Real muchas y muy interesantes cosas. Le deleita la Puerta de Toledo,
ese admirable paradigma de la antigua arquitectura militar, terminada en 1328,
cuyos seis esbeltísimos arcos de gran altura –los mayores del estilo ojival,
que arrancan de los muros laterales, descansando sobre fustes cilíndricos con
capiteles cónicos, y los otros de herradura coronados con impostas- no tienen,
sencillamente, superación. La eurítmica belleza de esta Puerta ha merecido de
un escritor estas brillantes líneas: “Estos arcos, gótico el uno, árabe el
otro, separados entre sí por su parte superior, cobijado éste por aquél y
formando ambos armónico y bellísimo conjunto, parecen simbolizar la doble raza
de cristianos y mudéjares que constituían entonces el núcleo de esta población,
amparándose los segundos bajo la noble y franca protección de los primeros, y
viviendo, a pesar de sus distintas creencias religiosas, en la mejor paz y
armonía, y hasta mutuamente contentos y satisfechos.”
Buen rato le retiene la Catedral,
antigua iglesia de Santa María del Prado, Patrona de la ciudad, de estilo
gótico con influencias del Renacimiento, cuya construcción data de los
comienzos del siglo XV. Su única nave, de verdadera audacia arquitectónica por
lo espaciosa y elevada, en la que penden los estandartes que se exhiben en la
proclamación de los Reyes, causa admiración a todos, tanto como su retablo
famosísimo, uno de los mejores de España, obra maestra de Giraldo de Merlo,
según unos, y de Martínez Montañes, en opinión de otros, coincidiendo todos en
el altísimo valor artístico que entraña la armonía de los tres estilos clásicos
que en él se dan: dórico, jónico y corintio. Seguirá el viajero viendo grandes
cosas; la iglesia de Santiago, la más antigua, edificada apenas fundada la
ciudad, cuyas esbeltas bóvedas tenían bellísimas labores de ataurique y hoy
están cubiertas con capas de cal y pintura, y cuyo retablo y cuadros son valiosísimos;
y la de San Pedro, con altar churrigueresco y rica sillería de coro. Se verá
cautivado por las frondas de los bellos jardines del Prado y el Parque de
Gasset, y las alamedas de la Poblachuela. Comprobará la nombradía de sus
industrias, la lindeza de las mujeres ciudadrealeñas y la cortesía de sus
claros varones, cosas todas tan notables como sabidas. Se enterará silo
ignoraba, que Ciudad Real alumbró en el decurso del tiempo varones tan
conspicuos como Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas; Alvar Martínez de
Villa Real, jurisconsulto de los más doctos de su tiempo; Juan Molina, gran
escritor de Historia; García de Loaisa, el marino de la célebre; Adame,
Medrano, Guzmán, Vargas, Poblete, Maestre, Rey, Aguilera, Andrade, Vázquez y
otros, los tres últimos felizmente aún vivos, todos los cuales con la pluma, el
pincel y la espada honraron el solar nativo. Y, finalmente se complacerá viendo
que Ciudad Real va a erigir al fin un monumento que, siendo dedicado a
Cervantes, lo es al héroe de la idealidad, el Quijote, a cuyo soberano espíritu
debemos acogernos en esta torpe época materialista todos los manchegos
fervorosos de nuestra estirpe, que ausentes de la Mancha, nunca olvidamos, y
que sentimos revive en nosotros cuando nos asomamos a la prodigiosa llanura de
otro que se abre en medio de la Patria como un corazón.
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