Nuestros cines de verano. Aquellos cines
a la intemperie de no hace años, hoy día, duermen en el olvido, bajo
construcciones despersonalizadas y especulativas. Cines que llenaron de ilusión
y aventuras, muchas noches…. Para algunas generaciones, todas las noches de sus
vidas.
Cines siguen habiendo, pero los cines de
verano de Ciudad Real –y esto se puede hace extensivo a otras localidades-
forman parte ya del recuerdo y de los escenarios urbanos, desaparecidos, que
forman parte de la arqueología de nuestras ciudades.
Han cambiado los tiempos y por
consiguiente los gustos. Antaño, las salas de proyecciones de verano como
versión estival de los locales de invierno, constituían puntos de encuentro con
la magia del celuloide. Hoy son otros los lugares.
Primero llegó la TV en la década de los
60, seguidamente las discotecas y otros espectáculos al aire libre. El
desarrollismo de los 60/70, blandió su espada destructiva sobre el terreno que
ocupaban –generalmente, en zonas céntricas y codiciadas para la especulación-
reduciéndose su espacio, a moldes despersonalizadas.
En el pasado siglo XX, llegaron a
funcionar puntualmente con la llegada del verano, alrededor de nueve cines de
verano , entre ellos en el “Huerto del Marques”, “Ideal Cinema”,
“Proyecciones(Terraza)”, “Cine Parque”, “Savoy”, “Cine Avenida”, “Plaza de Toros”, “Romasol Cinema” y
“Calatrava”. Locales que hoy forman parte del recuerdo, víctimas del cambio de
los tiempos y su reconversión en edificios.
Aquellos cines de verano, servían en las
calurosas noches estivales, para entrar en la magia propiciatoria de sueños y
aventuras. Conectábamos directamente con las estrellas rutilantes de la galaxia
de la fantasía. Hacíamos nuestros, aquellos rostros, que se nos antojaban míticos,
en sus gestos y poses. Explorábamos escenarios insólitos, traspasábamos las
barreras, de los límites geográficos para embarcarnos en un Bergatín rumbo al
Pacífico, o nos liábamos a tiros con el perverso cuatrero, que merodeaba en
torno a la pecosa de una granja ficticia, que situábamos en los confines del
río Guadiana. Mientras los gritos “cantaban” entre los pericones y la
hierbabuena, cerca de la pantalla y en los descansos se escuchaba por los
altavoces canciones de Machín o Antonio Molina. Aquellas noches de verano.
En los cines se oficiaba el culto a la
fantasía, que nos abstraía de la cotidianeidad de la vida y conducía por los
senderos de lo onírico e irreal, a un mundo de riqueza inusitada, preñados de
sueños en color y blanco y negro. Luego se imponía la cotidianeidad y el ritmo
trepidante de la existencia. En aquella época, ir al cine, era todo un ritual.
Con antelación nos informábamos de lo que “echaban” a través de las carteleras
que se situaban a la entrada de los locales.
Después de la caída de la tarde, con la
ilusión a cuestas, asistíamos como si a un acto religioso se tratara, a las
proyecciones de cualquiera de los locales, sobre todo, aquellas películas que
nos habían cautivado, bien por referencias o mediante un programa de mano, que
se repartían días o momentos antes del
pase.
También se hacía la sana costumbre de
llevar bocadillo y la botella de agua, para reponer fuerzas, de tantas
galopadas por desiertos, luchas con siniestros espadachines, o la zozobra de
las olas, cuando íbamos agarrados como lapas, en un madero a la deriva.
Los había que al disponer de más holgura
monetaria, se atricheraban en la barra del bar y desde allí le metían una bala
entre caja y ceja a un fascineroso, o bien morreaba en blanco y negro con
Bárbara Stanwych o Ginger Roger.
Eran tiempos en los que las gaseosas se
voceaban en cubos con trozos de hielo y los “Bolilleros” te ofrecían en sus
cestas de mimbre, todo un muestrario de variadas exquisiteces. Golosinas para
bajo presupuesto y tabaco para gargantas poco existentes y trabajadas, que se
nicotizaban mediante “Celtas”, “Peninsulares”, “Bisontes” y toda suerte de
labores nacionales.
Ocurría que por el mismo dinero te “echaban”
hasta cuatro películas o cinco –según la duración y los cortes-, en la que se
mezclaban los temas del Oeste, con la de romanos, Cantinflas, el Gordo y el
Flaco y comedias musicales.
La programación de aquellas salas,
respondía a criterios del “todo vale”, todo servía y entretenía, no había otra
cosa más que una selección ajustada a otros parámetros, valores o criterios
selectivos y de calidad. Dentro de aquel ritual, había que recoger con
antelación el programa de cine para decidirte por tal o cual título o sala.
Después había que guardar cola, para
sacar las entradas y si conocías al de la taquilla, ya llevabas un tiempo
ganado que se traducía en una mejor silla y el evitarse empujones y otros
necesarios inconvenientes.
La cinematografía española, hacía por
entonces numerosas películas. Sus títulos y actores, nos resultaban familiares.
Los conocíamos, casi como parientes próximos, gracias a los programas de mano y
las carteleras que pintadas a la témpera, se exhibían en lugares señalados.
Carteleras para ocasiones especiales –copia de originales-, no exentas de
cierta belleza, que reflejaban la maestría de los pintores, dedicados a
realizarlas.
Por otro lado hay que reconocer, que
tras la guerra del 36, proliferó por las salas de proyecciones del país, películas
moralistas, rebosando un optimismo dulzón y revestidas en algunos casos, de un
erotismo ingenuo, incipiente y suave (controlado férreamente por la censura),
cuya finalidad prioritaria, era divertir y evadir a la sociedad de la depresión
y postguerra, en la que se veía envuelta la vida cotidiana del país. Por
entonces, las distribuidoras españolas, traían de todo y apenas estaban
controladas por las multinacionales fundamentalmente americanas) que
posteriormente comenzaron a imponer sus propios productos, sin apenas dejar
espacio para otras industrias del celuloide.
Hoy en día se vuelve en algunos lugares
a la vieja idea del cine a la intemperie, en espacios abiertos como plazoletas,
etc. Igualmente, con los rigores del estío, funcionan las mismas salas de
invierno, pero con aire acondicionado.
Salas diferentes a aquellas terrazas, en
las que podías ver las estrellas del firmamento, e incluso algún cometa fugaz y
oler la variada gama de fragancias del verano que la brisa traía, o fumarte un
cigarrillo, tranquilamente, mientras en la inmaculada pantalla, se producía la
magia, cargada de felicidad, riesgo, suspense, color, sugerencias, aunque todo
fuera mediante el arte de la ficción. Fantasía que se propiciaba a la luz de la
luna, como si fuera un acto litúrgico, una comunión espiritual, una seducción
en la capilla iniciática de los rayos fantásticos, bajo el misterio de la
noche.
José
Gonzalez Ortiz
(Diario
lanza, mayo de 1992)
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