Vista
de la calle Caballeros desde la calle la Feria en 1974
Ruego al benévolo lector que me perdone.
En éste un articulo muy personal, muy mío. Y las cosas particulares no
interesan a los demás. Puedes dejar la lectura ahora mismo y pasar a otra
página, amigo lector. No me disgustarás por ello. Pero ya debo el tributo de mi
recuerdo a esta calle de Caballeros, a mi calle, donde ha transcurrido gran
parte de mi vida. No nací en ella, tal es la verdad. Pero desde niño, adolescente
casi hasta entrar en la que ahora se llama la tercera edad, toda mi actividad
se podía haber desarrollado sin salir de esta para mi tan querida calle de
Caballeros.
Su nombre es bonito, señorial, eufónico.
¿Qué categoría tendrían aquellos “Caballeros”
residentes por aquí, para que merecieran ser perpetuados en ella? Julián Alonso
que tanto sabía de Ciudad Real y de sus calles, nunca nos explicó el motivo de
tal denominación. El gustaba con preferencia de las callejas apartadas, de los
barrios extremos, de las retorcidas y angostas del Perchel o de la Morería. Y
esta calle mía de Caballeros, sin ser ancha, es céntrica y recta. Desde siempre
se llamó así. Los avatares políticos no pudieron cambiarle el nombre. Y no se
lo cambiaran, me atrevo a asegurarlo.
Aquí, al comienzo, estaba la Academia de
don Miguel Pérez Molina. Era un edificio amplio hermoso, capaz de albergar
también durante años al Gobierno Civil, frontero a los balcones de mi vivienda,
Hasta allí llegaban nutridas comisiones de los pueblos, centenares de labriegos
y campesinos que llenaban la calle mientras una comisión de los mismos subía a
hablar con el señor gobernador; era sobre los terrenos del Ducado de
Medinaceli, o sobre el legado Bustillo, o sobre el pantano en construcción.
Otras veces se manifestaban mujeres que protestaban por la escasez de agua o
por la subida del precio del pan o del aceite. Aquí, frente al Gobierno, se
iniciaron algaradas y sucesos lamentables y concluyeron manifestaciones de
mineros hambrientos, o es de trabajadores sin trabajo, que es lo más triste.
Convenía para la iniciación periodística eso de vivir frente al Gobierno Civil.
Hasta las estudiantinas del carnaval daban allí su primer concierto mientras en
las oficinas del Gobierno les sellaban la autorización para postular, repartir
y vender los rústicos cantables improvisados por poetas (?) del pueblo,
plagados de ripios, de saladas ironías y de segundas intenciones.
Decía antes algo de la Academia Si: la
Academia General de Enseñanza. Allí fui parvulillo con don Amadeo Poisat, el
profesor suizo. Y escolar con don Telesforo Torija y don Luis Relimpio. Y bachiller
con don Cirilo del Rio –que luego sería ministro-, don Carlos Calatayud, con
don Fernando, don Alfonso, don Rafael, don José María Gómez, don Pedro… Y
profesor, más tarde. Porque don Miguel, el director inolvidable, me había
dicho:
-En cuanto termines la carrera, aquí
tienes un sitio.
Vista
de la calle Caballeros desde el callejón de la Merced en los años sesenta del
pasado siglo XX, donde podemos ver el Palacio Episcopal, el Antiguo Casino y la
desaparecida Academia General de Enseñanza
Y no pasé el calvario de la falta de
colocación. Era el curso 26-27. Y allí gané mis primeras pesetas. Y alterne en
la docencia con mis antiguos profesores y con otros nuevos: don Salvador, don Nicolás,
don Joaquín, don Ramón Cabañas… y con Juanito Acedo Rico, compañero de carrera,
que habría sido Conde de la Cañada, pero no lo fue porque murió muy joven.
En la misma calle de Caballeros, estaba
el instituto donde cursé oficialmente el bachillerato. Plan de estudios del
1903, tan denigrado y tan útil para nuestra formación. Trabajo de lecciones,
textos voluminosos, apuntes, practicas, algún diploma benévolo, solemnidades de
inauguración del curso, compañeros inolvidables, travesuras también. Y los
temibles catedráticos: don Maximiano, don Narciso, don José Ramón, don Ángel,
don Rodrigo, don Clemente y don Vicente, don Cristóbal… Bueno, algunos no eran
tan temibles. Y allí, en aquel Instituto de mi calle de Caballeros, recibí el
primer nombramiento oficial: “Ayudante interino y gratuito de la sección de
Letras”. ¿Se puede ser menos? “Interino” y “gratuito”. Pero desempeñé cátedra
durante algún curso, sustituí muchas veces a los titulares, formaba parte de
comisiones examinadoras en los pueblos y era secretario de tribunal de Balcázar
y con Bernabéu. Después… No, yo no quiero salir de mi calle de Caballeros.
Aquí en la acera de la derecha, tenía la
péquela iglesia de las monjitas del Servicio Doméstico. Para mis obligaciones
espirituales era un remanso de tranquilidad, de silencio, de sosiego, casi de
retiro absoluto, penetrar en aquella capilla recoleta y austera, donde casi
siempre estaba expuesto el Santísimo. Y cuando salía, enfrente mismo, el
palacio del señor obispo. Pero en el palacio episcopal entre contadas veces:
alguna visita a don Aurelio, a don Joaquín, a don José Jiménez Manzanares…
Antes del Obispado, el Casino, separado
del Gobierno por el callejón donde romí tantos zapatos jugando sobre el
empedrado a dar patadas a una diminuta pelota de trapo. ¡El Casino! ¿Para qué
quería más? Allí tenía una biblioteca magnifica, nutrida de valiosas obras de
consulta, alfombrada con grueso felpudo que amortiguaba los pasos, sillones de
cuero, mesas de caoba, lámparas de luz directa y calefacción confortable. ¡Qué
bien se estudiaba en aquella biblioteca, no demasiado concurrida de lectores,
hasta donde llegaban como un eco lejano y armonioso las notas del piano,
clásicas o populares, del maestro Aurelio Bermúdez. ¡Cuánto estudie en aquella
biblioteca! Allí “hice mi carrera, extracté temas, tomé apuntes, preparé
lecciones… Y luego, muchos ratos también en la adjunta sala de Prensa, ya más
poblada de lectores, que nos cruzábamos y cambiábamos revistas y periódicos: “Blanco
y Negro”, “Nuevo Mundo”, “La Esfera”… “ABC”, “El Debate”, “El Sol”, “La Voz”, “El
Liberal”… y “El Socialista” también. Y “Vida Manchega”, “El Pueblo Manchego”, “El
Labriego” y “La Región”, de Valdepeñas. Leyendo un poco de todos, aunque sólo
fuese algún editorial, uno ya se hacía ligera idea del panorama mundial,
nacional, provincial y local.
Vista
de la calle Caballeros desde la calle la Feria a principios del siglo XXI. Fotografía Emiliano Cifuentes
¡El Gran Casino! Como pomposamente se
titulaba. Y sus bailes de carnaval. Y sus fiestas. Y el aperitivo de la barra.
Y las noches veraniegas de la terraza frente al Prado. Y sus tertulias. Y las
partiditas de tute pesetero, o de julepe ya más peligroso para mí menguada economía.
O el brillar, siempre vapuleado por mi rival Pepe Luis Barreda. O el dominó,
con Juan Miguel, con mi hermano Carlos y con mi incapacidad manifiesta:
-¡Eres una calamidad! ¡Pero sí tú mismo
te has ahorcado el tres doble!
Más arriba, casi al final de mi calle
Caballeros, una visita a don Ildefonso, el canónigo, para que me hablase -¿cómo
no?- del Maestro Juan de Ávila, de su “Epistolario”, de su “Audi filia” y de su
anhelada canonización. Y otras veces, a casa de don Carlos Calatayud, maestro,
compañero y amigo para pedirle orientación, o consejo, o un libro que él
encontraba siempre entre una confusión de repletos estantes, a veces con doble
fila, porque no le cabían en una sencilla.
¿He dicho que durante semanas: no
necesitaba salir de mi calle de caballeros? -Pues lo repito ahora. Hasta mi
barbería la tenía al comienzo de la calle, en el número 1exactamente. El
maestro, Pepe "el calvo", que también había afeitado, a mi padre y no
sé si a mi abuelo. Y los oficiales Paco y Clemente, conversadores de toros y de
fútbol. Esperar turno en aquella peluquería era delicioso. Allí se arreglaban,
los clientes. Y los clientes arreglábamos a Ciudad Real, a España y al mundo entero.
Todos hablaban y se hablaba de todo. Lo de menos era cuando Clemente se
distraía y me rapaba a contrapelo.
Y ya,
el colmo: hasta la redacción del periódico la tenía en mi calle
Caballeros. Allí hacíamos “Vida Manchega”, con Pepe Recio, con el “Duende”, con
Julián Morales, con Pepe Saráchaga, con Lérida, con Silvio y con mi tío, “don
Enrique” para los demás. Era un periodiquito de cuatro páginas, una de ella
repleta de anuncios. Se componía a mano y lo ajustaba “el Religioso”. Allí me
inicie en este periodismo provinciano, del que nunca he salido. Fue el año
1923, cuando me entregaron el carnet de redactor. Hacía, con muchos apuros, una
sección diaria, “Reflejos”, remedo pobre de las “charlas” de “Heliófilo” en “El
Sol” madrileño. Todavía conservo unos cuadernos con recortes pegados de
aquellos “Reflejos”. Me da pena volver a leerlos. ¿Pena? No sé. ¿Quién me diría
que ahora, al cabo de medio siglo cumplido, después de tantos vaivenes políticos,
angustias, desgracias y muertes, podría volver a leerlos y seguir en la brecha
del periodismo, que viene a ser mi “violín de Ingres”, mi “hobby”, o mi otra vocación?
¿Has llegado hasta aquí amigo lector?
¿Ves como esto no ha pasado de ser una expansión muy personal, muy particular,
muy mía?
Pero ya lo debía este recuerdo a mi
calle Caballeros.
Antón
de Villareal. Diario Lanza, Extra Feria y Fiestas de Ciudad Real, miércoles 14
de agosto de 1974
Francisco
Pérez Fernández “Antón de Villareal”
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